El Salvador celebró las sextas elecciones presidenciales desde la transición pactada a la democracia, luego de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992 y tras 12 años de guerra civil (1980-1992). El proceso electoral de este domingo 3 de febrero fue una fiesta cívica, pacífica, donde la ciudadanía pudo expresar sus preferencias sin complicaciones. El electorado pudo votar, los sufragios fueron contados por otros ciudadanos con celeridad y conocimiento de lo que tenían que hacer y se dieron los resultados preliminares en un par de horas tras el cierre de las urnas, lo que permitió dar certeza a un proceso que estaba inmerso en una profunda incertidumbre.
Dos datos claves para entender esta elección. El primero, la baja participación. De los más de cinco millones de electores que integran el padrón, acudió a votar casi el 51%, según datos oficiales, cuatro puntos menos que la elección presidencial de 2014 y el más bajo de la historia democrática reciente.
El segundo: arrasó el candidato 'anti-establishment' (que proviene del 'establishment'), que nadie creía que podía ganar y lo hizo en primera vuelta, después de 10 años de gobiernos de izquierda (FMLN) y de 20 de gobiernos de derecha (Arena). Como me señaló un experto en política centroamericana, ganó el candidato (rebelde) en el peor de los escenarios posibles: en primera vuelta y con baja participación ciudadana.
Si bien la gobernanza electoral funcionó de manera (más o menos) adecuada, la página de transmisión de los resultados se cayó minutos antes de comenzar a publicar y estuvo un tiempo significativo (una hora y media) sin procesar los datos; o al menos no se podían seguir en línea. Como fueron tan abrumadores, nadie se ha quejado de ese fallo, que cada vez parece ser más normal en los procesos electorales latinoamericanos. Lo cierto es que si la distancia entre el primer y segundo candidatos hubiera sido más cerrada, las denuncias de fraude habrían calado hondo por este error técnico.
[Recibe los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
La campaña electoral fue un laboratorio interesante, cada vez más competitivo e incierto. Recuerdo cuando, en agosto de 2018, visité San Salvador justo cuando el publicista cuasi
millennial Nayib Bukele, ex alcalde de San Salvador y expulsado del FMLN, se sumó a Gana y lanzó su campaña electoral: nadie creía en que podía hacer mucho y, menos aún, ganar la elección en una primera vuelta, en un sistema de partidos que históricamente había sido de pluralismo polarizado, cruzado por la dinámica bipartidista a nivel presidencial. Los dos partidos tradicionales estaban enredados en sí mismos: Arena, con divisiones internas y fuertes críticas desde su militancia; y el FMLN, desgastado por el ejercicio del poder. Bukele se les filtró por las hendijas del poder al
conectar con un sector del electorado claramente descontento con la política tradicional, en el que pudiera estar la gente más joven con ansias de renovar la política. El candidato y su equipo de comunicación consiguieron lo impensable: por primera vez, un tercer partido (en coalición) tenía opciones claras de ganar en un escenario de alta polarización en el que el centro político normalmente no contaba.
La elección fue crítica. Con el 53% de los votos, el electorado evitó la segunda vuelta, consiguiendo Bukele superar la mayoría absoluta exigida en el sistema electoral (50+1) y consagrándole como ganador de manera aplastante, en un escenario de profunda crisis de representación política. Los datos del Latinobarómetro de 2018 son contundentes:
los salvadoreños no creen en los partidos (sólo dos de 10 confía en ellos); están insatisfechos con la democracia y no la apoyan como régimen político; sólo un 22% aprueba al Gobierno, desconfían de la Asamblea Legislativa y tienen poca confianza en el Tribunal Supremo Electoral.
Una vez más, como en otros países de la región, las élites tradicionales no quisieron ver (ni escuchar) lo que la ciudadanía estaba reclamando y un líder crítico con el sistema de privilegios de que ha gozado esa clase política y económica les hace un
knock-out que los deja (por el momento) pasmados. En su conferencia de prensa de las 21.00 horas del domingo, Bukele sentenció los resultados de la elección: "Ganamos en primera vuelta y hemos hecho historia; hemos sumado más votos que FMLN y Arena juntos;
más votos que todos los demás partidos políticos juntos, y hemos ganado en los 14 departamentos".
El candidato electo desafió al sistema en su conjunto con una manera de hacer política más centrada en las redes sociales, más fresca y directa, usando nuevas formas de comunicación y organización electoral, pero ahora
deberá hacer frente a un Gobierno dividido (la legislatura sólo tiene unos cuantos legisladores de Gana). Este escenario condicionará la gobernabilidad democrática, al menos hasta las legislativas de 2021, donde podrá (o no) renovar su conexión con la ciudadanía.
Una nueva etapa se inicia con esta elección presidencial. Los partidos tradicionales tendrán que afrontar desafíos, comenzando por un proceso de renovación interna (de élites e ideológico) para volver a representar a un electorado desencantado con la manera de hacer política, agotado con la sensación (y el hecho) de que la clase política (y la democracia) no resuelve sus problemas y en medio de una profunda crisis migratoria y de inseguridad ciudadana.
El nuevo presidente deberá responder a múltiples demandas con lo que parece ser una agenda de centro-izquierda, aunque aún es pronto para saber qué políticas concretas va a impulsar y, fundamentalmente, con qué las va a financiar. Su discurso se centra en la
lucha contra la corrupción y la política de privilegios de las élites tradicionales, de manera similar a lo que ha supuesto la elección de líderes
anti-statu quo de extrema derecha en Brasil o de izquierdas en México.
La pregunta que queda en el aire es cuánto tardarán los partidos tradicionales de la oposición en entender lo que les ha sucedido y cómo procesarán los cambios que requiere una democracia pluralista.