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La crisis de identidad de los medios de comunicación es perfectamente comprensible. Son fundamentales para la salud de la democracia. Lo han sido desde la aparición de la imprenta. Una prensa solvente, económicamente sostenible e independiente ha sido un soporte esencial para la consolidación democrática. Sin información de calidad, los ciudadanos no pueden tomar de forma autónoma y libre sus propias decisiones. El problema es que el campo de juego ha experimentado un cambio de 180 grados en la última década. Por si ello fuera poco, la crisis del quiosco y la caída de los ingresos de publicidad ha puesto a los medios financieramente contra las cuerdas. Como resume Lionel Barber, Director de Financial Times, "en estos días, la publicación de una gran exclusiva tiene una vida media de entre cinco segundos y dos horas. Los días en que el mundo se despertaba con una información financiera de alcance global en la portada de un periódico han pasado hace mucho tiempo". En el pasado, agencias como Associated Press tenían la capacidad de informar en exclusiva al mundo sobre acontecimientos extraordinarios. El espacio público ha ampliado sus voces, ha roto la comunicación unidireccional de los medios con la sociedad y ha situado en un relativo pie de igualdad las informaciones de calidad diversa en las redes sociales, un espacio al que los ciudadanos recurren cada vez más para informarse. Teóricamente, cualquiera puede distribuir un contenido a escala global si tiene algo relevante que contar. El problema es que, como ha sugerido recientemente Soledad Gallego-Díaz, Directora de El País, [las redes] "están todo el rato bombardeándonos con cosas que no tienen importancia para nuestras vidas". La información veraz y contrastada ha quedado desbordada por la gratuidad y ubicuidad de todo tipo de contenidos. La prensa tradicional compite con verdaderas fabricas de fake news que sin necesidad de grandes recursos económicos contaminan y manipulan la realidad. La confusión de este nuevo mapa de la esfera pública está sirviendo para que el neo-populismo proyecte sus objetivos a costa del debilitamiento democrático. Sin el actual ruido y el caos de las redes sería imposible entender la victoria de Trump, el disparatado Brexit, los engaños del procés sobre una independencia mágica e indolora o el reciente asalto institucional de Vox desde el sur de España. Ante las sacudidas del tablero político en las democracias liberales en los últimos años, los grandes medios se han volcado en su tarea de verificación y comprobación de la información. Algunos realizan un formidable papel para desenmascarar a estos poderosos iluminados y las consecuencias reales de sus propuestas. Pensemos en el trabajo de New York Times y Washington Post para sonrojar las mentiras de Trump o el valioso papel que medios como The Guardian o Financial Times están llevando a cabo para alertar sobre la incómoda verdad del camuflado y suicida Brexit. No basta sólo con verificar los hechos. Los grandes medios necesitan facilitar un cierto orden que clarifique el estado de las cosas de una realidad política aparentemente en permanente combustión. Como resumió hace tiempo John Seely Brown, ex director de Xerox PARC, un think tank de Silicon Valley, "en la cultura de la nueva economía y las nuevas comunicaciones lo que necesitamos es orientación. Tenemos la desesperada necesidad de conseguir alguna estabilidad en un mundo cada vez más desquiciado". Otra de las derivadas de la digitalización e instantaneidad del debate público ha sido la creación de cámaras de resonancia, propiciando el aislamiento del ciudadano con los miembros de su propia tribu. Lejos de proyectar un debate genuinamente global para facilitar el intercambio de ideas diversas, las grandes plataformas de internet, mediante la utilización de algoritmos, facilitan la segmentación del debate en grupos impermeables a otras ideas y análisis. Es verdad: las líneas editoriales y la conexión identitaria de un lector con su periódico han existido siempre, pero el potencial de internet y las redes es precisamente el de conectar a los ciudadanos con otras visiones y culturas, permitiendo una formación de opinión matizada y tolerante. El nivel de visceralidad e intolerancia en las redes es, desde luego, inaudito. Frente a la banalización de la política y la superficialidad a la que a menudo nos empuja la instantaneidad del debate público, los grandes medios necesitan del mejor análisis para contribuir de manera genuina a que los ciudadanos se gobiernen a sí mismos y puedan tomar las mejores decisiones. No se trata de conformarse con los formatos tradicionales, sino de hacerse valer del mejor conocimiento para servirlo a la sociedad con las herramientas más innovadoras. A fin de cuentas, las amenazas del caos de las redes son parejos a la oportunidad que representan en este nuevo tiempo.