28 de Enero de 2019, 07:35
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Tras más de veinte años de tensiones, la crisis venezolana estalló, convirtiéndose en un conflicto no sólo regional (por los flujos migratorios) sino internacional al llegar ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. La dramática situación económica, social, política y de seguridad en el país es, en gran parte, co-responsabilidad de EE.UU., Canadá, América Latina y la Unión Europea como actores externos que no supieron o no querían impedir daños mayores en su momento e impedir el caos actual. Como ocurre tantas veces, contraria a la retórica oficial de Bruselas, ni siquiera la UE optó por una política de prevención y alerta temprana, sino que prefirió ignorar durante años el problema venezolano, emitir de vez en cuando alguna Declaración que criticaba la situación y aprobar sanciones contra integrantes del gobierno, todo ello sin intentar ni mediar entre las partes ni seguir su propia política del nexo seguridad-desarrollo que brilla por su ausencia en Venezuela. Esta política del "wait and see" de la UE coincidió con la polarización latinoamericana entre el eje del ALBA (Bolivia, Cuba, Nicaragua) que apoya al régimen de Maduro y el Grupo de Lima que, alineándose con EE.UU., criticó la violación de derechos y libertades del Gobierno. Una Organización de Estados Americanos (OEA) dividida y rechazada por Maduro fue incapaz de asumir el papel que jugó en la primera gran crisis, después del intento de golpe de Estado contra Chávez en 2002. Y aunque EE.UU. y, como actor secundario Canadá, apoyaron a la oposición, reaccionaron tarde y no favorecieron (tampoco con Obama) una solución negociada por la vía del diálogo por la que, de manera coherente, se inclinó la UE, aunque sin tomar medidas concretas. El 24 de enero, la UE emitió un primer comunicado de apoyo a la Asamblea Nacional como parlamento democrático, pero tardó dos días más en resolver la cuestión del reconocimiento de Juan Guaidó. El 26 de enero, España y luego Alemania y Francia condicionaron el reconocimiento del Presidente interino a la convocatoria de elecciones por parte de Nicolás Maduro en un plazo de ocho días. Es de esperar que la UE respalde esta posición. Nicolás Maduro, arrinconado y sorprendido por el apoyo regional e internacional a Juan Guaidó, reaccionó como cualquier régimen autoritario presionado: envolviéndose en la bandera, apelando a la soberanía internacional, descalificando a España en un furioso y emocional discurso como enemigo y amenazando con la misma medida que ya aplicó a EE.UU.: la ruptura de relaciones diplomáticas. Reconocer al autoproclamado Presidente interino Juan Guaidó cambia las reglas del juego e inclina el balance de poder hacia la oposición y el Partido Voluntad Popular liderado por Leopoldo López, símbolo de resistencia y víctima del régimen autoritario de Nicolás Maduro. Ambas partes dicen defender la Constitución que en 2019 cumple veinte años, pero ninguna la respeta. El autoritarismo caótico de Nicolás Maduro la viola constantemente al encarcelar e intimidar a sus cada vez más numerosos adversarios, pero tampoco la proclamación de Juan Guaidó como Presidente interino cumplió con lo estipulado por la Constitución. Según el artículo 233, el Presidente de la Asamblea Nacional sólo puede asumir el poder en el caso de una "falta grave" del Presidente "antes de asumir el mandato". Si ello ocurre durante el mandato, asumiría el Vicepresidente. Cabe preguntarse por qué Juan Guaidó no asumió antes del 10 de enero en vez del 23 de febrero que la oposición eligió como fecha simbólica el inicio del pacto de Punto Fijo que inauguró la etapa democrática más larga del país entre 1958 y 1998. Otra pregunta que cabe plantearse es por qué la oposición no negoció antes con los rangos bajos y medios de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), el poder fáctico del país, para dividir a los militares y obtener apoyo. Está claro que el futuro político inmediato de Venezuela no lo decide el pueblo sino los militares y los actores externos como verdaderos protagonistas del drama venezolano, que, sin duda, se podría haber evitado por una política de prevención coordinada, inteligente y negociada entre la OEA, EE.UU. y la UE que, junto a China y Rusia, ahora determinarán el desenlace del empate de poder entre Maduro y Guaidó. Hay al menos tres salidas. Primero, una transición democrática con Juan Guaidó como Presidente interino que, según la Constitución, tendría que convocar elecciones democráticas presidenciales en un plazo de 30 días. Seguramente, este es el escenario más deseable, pero incluye el riesgo de un enfrentamiento armado con los que siguen fieles al chavismo y tendría el amargo sabor de ser una solución impuesta desde EE.UU. y sus aliados. Segundo, la continuación del régimen de Maduro en el caso de que los militares -que son parte del régimen, pero también sufren sus consecuencias- le siguen apoyando. Este escenario tendría altísimos costes en cuanto a pérdidas humanas, violaciones de derechos humanos, un mayor caos económico (ya con sanciones de petróleo por parte de EE.UU. y, eventualmente, la UE y Canadá) y un alto nivel de represión. El tercer escenario sería una salida negociada, pero al haber fracasado múltiples intentos anteriores del Vaticano, de un grupo de ex Presidentes (incluyendo a José Luis Rodríguez Zapatero) y de la OEA, ya será tarde para sentar a los dos Presidentes y sus seguidores en una mesa. Aún así, el anuncio de una amnistía para Nicolás Maduro y sus fieles por parte de Juan Guaidó es un intento positivo de tender puentes hacia "el otro" para facilitar una necesaria reconciliación y reconstruir el país en términos políticos, morales, sociales y económicos. Sea cual sea la salida, es de esperar que los actores externos que son claves para resolver el conflicto, asuman su parte de la responsabilidad y ayuden en la importantísima tarea de crear un país que salga del caos actual y permita a los venezolanos a reconstruir sus vidas en paz.