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El reto de Vox

Eva Anduiza

16 de Enero de 2019, 23:06

La aparición de Vox nos enfrenta varios interrogantes paradójicos: ¿es posible no demonizar al que demoniza? ¿Cómo reconocer cuándo son legítimas las demandas de aquéllos con quien estamos en profundísimo desacuerdo? ¿Cómo puede actuar una democracia, sin comprometer al mismo tiempo su pluralismo, con quien amenaza algunos de sus supuestos fundamentales? En Europa, el debate sobre qué hacer ante la aparición de partidos de ultraderecha ha estado muy presente en las dos últimas décadas, y lo sigue estando en casos como el de Suecia, pendiente de formar gobierno desde hace meses por esta cuestión, o Francia, donde a veces se olvida que una de las claves de la victoria de Macron fue precisamente tener como competidora a la candidata del Frente Nacional. Aquí lo hemos despachado a una velocidad pasmosa. Me gustaría, a pesar de que llegue tarde, dedicar dos minutos a esta reflexión. Podemos identificar dos tipos de argumentos sobre la cuestión: uno estratégico y otro deontológico. Desde un punto de vista estratégico, la cuestión es qué consecuencias puede tener incluir o excluir en los pactos de gobierno a un partido de ultraderecha. Con esta lógica se ha argumentado que la exclusión de estos partidos puede, paradójicamente, alimentar su crecimiento electoral (por ejemplo, aquí se puede ver un buen resumen con datos de este argumento). Allí donde se ha dado, el ostracismo no parece haber reducido el peso electoral de los partidos de ultraderecha. La justificación del argumento es, pues, esencialmente instrumental: se acepta la coalición contaminada en la medida en que frena el crecimiento electoral de estos partidos o, eventualmente, conducirlos a posiciones más moderadas.

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Mi impresión es que, aunque la capacidad de los cordones sanitarios para contener electoralmente a estos partidos sea efectivamente limitada, la evidencia empírica tampoco permite asegurar que los potencie electoralmente. La suerte electoral de los partidos de ultraderecha depende de una maraña de muchos factores relacionados entre sí. Aislar el impacto de un solo factor (inclusión/exclusión) cuando son muchos los que importan es uno de los principales problemas metodológicos de las Ciencias Sociales y en este caso, conviene recordarlo, la dificultad no es menor. Que la evolución electoral vaya en una u otra dirección tras la coalición no quiere decir que se deba a la coalición. Las consecuencias del ostracismo parecen estar, además, condicionadas por muchos elementos. Por ejemplo, su resultado puede depender de si el partido en cuestión tiene más capacidad de influencia en el Gobierno (en cuyo caso, el ostracismo le perjudica electoralmente) o en la oposición (en cuyo caso le beneficia). El ostracismo puede ser una buena estrategia para los competidores que quieran utilizar algunos de los argumentos del partido excluido. La posible capacidad moderadora de las coaliciones tampoco parece darse siempre. En definitiva, me gustaría mucho poder compartir el argumento de que incluir a estos partidos en coaliciones o pactos de gobierno contiene el daño que pueden hacer si crecen y se mantienen en sus posiciones, pero me cuesta. Desde un punto de vista ético o deontológico, el argumento sostendría que, en tanto constituyen una amenaza para la democracia, pactar con partidos de ultraderecha es algo que no puede aceptarse. Se apela en este caso a la preeminencia, sobre otras consideraciones, de los valores asociados a la democracia liberal (especialmente, la protección de las minorías y los derechos fundamentales) que se ven amenazados. La versión dura de esta perspectiva implicaría la prohibición de estos partidos, algo que supone pagar un alto precio en pluralismo. Pero el pluralismo es también un principio valioso y consustancial a la democracia, que sería deseable preservar y no reducir. La versión blanda sería el ostracismo o el cordón sanitario, por el cual los partidos de ultraderecha quedan excluidos por los demás de posibles acuerdos de gobierno. Pero ¿sobre qué base se puede argumentar la exclusión de un partido de la posibilidad de formar Gobierno? ¿Cuáles son las líneas rojas que separan lo que es aceptable y lo que no en un sistema democrático? Es evidente que ningún partido adopta hoy un discurso abiertamente autoritario, racista o machista. Desde hace muchos años se reconoce, por ejemplo, que el racismo ya no se suele manifestar de manera abierta y evidente, sino de forma sutil. El discurso racista de hoy niega serlo, y al mismo tiempo niega las situaciones de vulnerabilidad y discriminación que sufren minorías e inmigrantes, oponiéndose a las políticas diseñadas para combatirlas. También existe la distinción entre el sexismo tradicional, que niega la igualdad de derechos y capacidades entre hombres y mujeres y es hoy socialmente inaceptable, y el sexismo moderno, que aparece como un prejuicio encubierto. Este sexismo moderno y sutil tiene distintas variantes y denominaciones (latente, subcutáneo, aversivo o simbólico), pero se caracteriza siempre por tres elementos: niega que haya una situación de discriminación de las mujeres que se tenga que corregir, reacciona negativamente ante las quejas que genera esta desigualdad y se resiste a los esfuerzos por corregirla. Me atrevería a avanzar que podemos también hablar de un autoritarismo sutil, según el cual determinados fines justifican algunos medios poco democráticos. Evidentemente, el racismo y el sexismo sutiles resultan más difíciles de detectar que sus versiones evidentes, pero no por ello deben dejar de ser identificados y señalados como tales, porque son el racismo y el sexismo propios de nuestro contexto a los que hemos de hacer frente. El discurso de Vox despliega sexismo moderno de manual y multitud de elementos característicos de estas versiones actuales de la xenofobia y el racismo. Sin entrar en el debate conceptual sobre si es ultra, extremista, radical o populista, la valoración de si pactar un Gobierno con Vox es aceptable debe considerar si el racismo y el sexismo de cualquier tipo están o no fuera de nuestras líneas rojas. Y es, en particular, el rechazo y la demonización de determinados colectivos (ya sean las feministas, los inmigrantes o los independentistas catalanes) lo que debiera hacer saltar las alarmas cuando se producen en éste o en cualquier otro partido. Pero no pactar con Vox no significa no hablar con Vox; o, mejor dicho, con sus votantes. Las preocupaciones y el enfado que están detrás del voto a este partido son legítimas. Es legítimo estar herido como ciudadano español por las demandas independentistas en Cataluña. Es legítima la preocupación por el tipo de política migratoria que debemos tener. Es legítimo estar inquieto por el hecho de que una situación de privilegio asociada a ser hombre esté siendo cuestionada por una parte creciente de la sociedad. Es legítimo defender los toros y las procesiones. Puede que no sean nuestras inquietudes y preferencias, y puede que algunas de estas cuestiones no resistan un debate informado (o puede que sean inasequibles al desaliento); pero son, en todo caso, legítimas. Y, acto seguido, hay que señalar que es igualmente legítimo desear vivir en una Cataluña independiente; pensar que la inmigración trae riqueza y diversidad cultural, dinamismo a la economía y pensiones; o desear que algún día vivamos en una sociedad en la que se consiga una verdadera igualdad sin discriminación por razón de sexo. El problema que nos plantea Vox no es sólo que introduzca mayor polarización ideológica con respecto a las políticas que se deben seguir en todas estas cuestiones. Es que Vox agudiza, más allá de los límites, la creciente polarización afectiva que, por desgracia, se extiende mucho más allá de este partido: no soportamos a quienes no están de acuerdo con nosotros. Y resulta complicado saber manejar al mismo una posición ideológica y programática clara y definida que no sea, al mismo tiempo, maniquea o demonizante. Necesitamos con urgencia reconocer la legitimidad de posturas con las que estamos en profundo desacuerdo; pero, al mismo tiempo, necesitamos rechazar con toda firmeza los discursos que azuzan el resentimiento y el odio. Ése es el reto.
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