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Bajar los impuestos no debería ser un objetivo en sí mismo

Carlos Sebastián

14 de Enero de 2019, 16:45

Los partidos de derechas reiteran en sus declaraciones programáticas que bajarán los impuestos. No sé si lo hacen pensando que el anuncio proporciona réditos electorales o porque se adhieren al mantra liberal de que es mejor un euro en el bolsillo de los contribuyentes que en la arcas del Tesoro. Pero, con lo que se avecina, es necesario que el Estado tenga más músculo financiero, porque la sociedad tiene que enfrentarse a retos que el gasto individual no tiene ni incentivos ni medios para hacer. La polarización en empleos y salarios que, de forma acelerada, ocasionarán la revolución digital y el cambio climático requieren una respuesta del Estado que la suma de acciones individuales no sería capaz de proporcionar. El propósito debería ser que los programas para abordar esos retos, ya sean tributarios o de gasto, estén bien diseñados, basados en estudios rigurosos y que sean evaluados, sobre todo los de gasto, para valorar en qué medida consiguen sus objetivos.

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Cuando la revolución digital apenas está empezando a sentirse en España, partimos de una situación de alarmante desigualdad que la sociedad debería plantearse corregir con decisión. Los parados de larga duración se encuentran en alto riesgo de exclusión social por la presencia de fuerzas que operan a favor de la persistencia de estas situaciones. Algo similar ocurre con los jóvenes parados, pues se detecta la existencia de cicatrices permanentes en la vida laboral de éstos. Como consecuencia de todo ello, un porcentaje muy elevado (más del 13%) de la población de 16 a 64 años se encuentra en situación de "especial vulnerabilidad ante el empleo" –en terminología de Florentino Felgueroso–, prisioneros en una trampa maldita: pertenecen a hogares de ingresos laborales bajos y su probabilidad de alcanzar el salario mínimo en un futuro próximo es muy reducida. Esta idea de persistencia, que aparece en los tres resultados que acabo de comentar, sucintamente es lo que justifica una acción política, pues el mero crecimiento macroeconómico apenas alivia estas situaciones. Por un lado, habría que implantar programas de Formación Profesional (FP) dual para jóvenes –como los exitosos llevados a cabo en el País Vasco– y de FP continua –lejos de las escandalosas experiencias del Forcem y de la Fundación Tripartita– bien gestionados y evaluados con rigor de forma periódica, junto a un notable refuerzo de la Agencia Pública de Intermediación Laboral que exigirá mayores dotaciones presupuestarias. Por otro lado, programas de renta mínima que sostengan la capacidad de gasto de los empujados a la exclusión social. En este contexto tan desfavorable se acelerará la revolución digital, que destruirá varios millones de puestos de trabajo. Sin embargo, creo que la propia revolución acabará creando infinidad de oportunidades, por lo que más que un problema de nivel de empleo a medio plazo, tendremos, por una parte, una transición dura en número de puestos de trabajo destruidos y, por otra, unas características distintas del empleo con una elevada polarización de cualificaciones y de retribuciones. Y, además, con una menor cobertura de los derechos laborales. Este segundo aspecto requiere un debate sobre reformas institucionales en el que no voy a entrar aquí. Para la dura transición, de nuevo, serán necesarios programas de renta mínima y de FP continua. Ambos tipos de programas requieren fondos públicos pero, también, modos de gestión muy diferentes de los que se han utilizado hasta ahora. El cambio climático llama a acciones urgentes -muy urgentes- para reducir la intensidad de la demanda de energía y para cambiar la composición de su oferta. En ambos frentes se van a requerir acciones tributarias y programas de gasto. Hacer que las sociedades reduzcan el consumo energético, muy especialmente el de energías fósiles, necesita de figuras impositivas que incentiven conductas más apropiadas –impuestos al consumo de hidrocarburos, por ejemplo–, también de programas de apoyo para aumentar la eficiencia energética –en las viviendas, entre otros lugares– y para el cambio a equipamientos verdes –como la transición hacia un transporte sin combustibles fósiles. En algunas de estas acciones habría que plantearse proteger a las rentas menores de las consecuencias de aquellas, lo que también podría necesitar gasto público. Por otra parte, una composición de la oferta más intensa en energías primarias no contaminantes precisa rediseñar e intensificar regulaciones y, también, algunos programas de apoyo que requieren gasto. A todo ello habría que añadir las acciones para paliar las consecuencias cada vez más graves del cambio climático. Todas estas necesidades de gasto público aparecen sin mencionar el desequilibrio financiero de las pensiones, el deterioro de servicios públicos debido a la austeridad, el hundimiento de la investigación pública (aquí el Estado emprendedor de Mariana Mazzucato está ausente), etc. Aumentar los ingresos públicos resulta, pues, imprescindible; así como cambiar radicalmente la forma de diseñar y gestionar  los programas de gasto. Se puede conseguir acrecentar los ingresos por varias vías: mejor gestión tributaria, mayores bases imponibles, nuevas figuras impositivas y elevación de los tipos. Creo que hay base para avanzar en las cuatro vías. La gestión tributaria es ineficaz desde el punto de vista de la recaudación y sus métodos producen una elevada litigiosidad que no mejora su rendimiento y sí consolida, en cambio, una pésima relación con los administrados. A pesar de que hace 18 años un conocido informe (dirigido por el profesor Ferreiro) denunciaba esta situación, no se ha hecho nada y, lejos de mejorar, ha empeorado. Pasar a un modelo de colaboración con los contribuyentes no excluye, todo lo contrario, perseguir implacablemente el fraude fiscal. El conjunto de deducciones que minoran la base imponible de algunos impuestos, muy especialmente en el de sociedades, tienen escaso sentido, pues apenas incentivan conductas de mérito y sí, en cambio, algunas conductas de demérito, como un elevado endeudamiento. Entre las nuevas figuras tributarias cabe introducir nuevos impuestos medioambientales, compensando los efectos distributivos que puedan tener. También acudir a gravar las transacciones financieras, aunque hay dudas de si optar por una tasa Tobin -que fue propuesta para reducir las transacciones internacionales de capital a corto plazo- o por alguna variante del IVA aplicado a las operaciones financieras. Otra posibilidad que se está abriendo camino es introducir algún tipo de tasa digital o tasa Google. Respecto a la elevación de los tipos, se podría aumentar la progresividad de los impuestos personales a partir de determinado umbral y hacerlo también con los tipos de los que gravan las transmisiones de riqueza (donaciones y sucesiones), que los partidos de derecha quieren suprimir en contra de lo que recomienda el famoso informe dirigido por el profesor Mirrlees (que no era precisamente un peligroso socialdemócrata). Aunque este impuesto, tal como está en España, debe ser rediseñado en profundidad. Se puede considerar también redefinir el impuesto sobre el patrimonio y subir sus tipos. Estas tres modificaciones fiscales, además de elevar en alguna medida la recaudación que podría dedicarse a programas como los comentados más arriba, contribuirían a mejorar la distribución. Todos estos cambios del marco tributario necesitarían un análisis en profundidad del conjunto del sistema fiscal y un seguimiento posterior de los efectos de los distintos cambios. Pero, en estos momentos, bajar los impuestos no debería ser un objetivo en sí mismo.
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