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La reforma de la reforma constitucional

MAYTE SALVADOR CRESPO

6 de Diciembre de 2018, 07:17

La Constitución de 1978 nació con un enorme respaldo político y social, lo que contrastaba con toda la historia previa de España, marcada por el autoritarismo o inestables periodos constitucionales. Ese consenso dotó al texto de fuerte legitimidad pero, al mismo tiempo, ha dificultado mucho su reforma. En el panorama comparado, casi todas las constituciones contienen un procedimiento especial de modificación, y la consiguiente distinción formal entre ley constitucional y ordinaria constituye una suerte de axioma jurídico ampliamente aceptado. Por eso, la distinción correcta no es entre constituciones rígidas y flexibles, sino entre las que tienen un mayor o menor grado de rigidez. Ahí es donde la española destaca en su entorno europeo; no sólo desde un punto de vista procedimental -como enseguida se dirá-, sino también empírico: sólo dos veces se ha cambiado el texto, y en ambos casos por exigencias de la Unión Europea. A cambio de esa rigidez, casi todo el articulado es lo suficientemente amplio como para permitir extenso margen de interpretación sin que se vulnere su contenido. Se ha adaptado sin necesidad de reforma a mayorías cambiantes en el legislador y al paso del tiempo. Pero también es cierto que ahí subyace, primero, la inseguridad jurídica por la ambigüedad de muchos preceptos; después, el riesgo de mutación constitucional que teorizó Jellinek; y, por último, un envejecimiento del pacto fundacional que acaba erosionando la legitimidad del sistema. Se puede llegar a un punto límite (quizás se ha llegado ya) en el que la reforma resulta jurídica y políticamente necesaria. De otro modo, se corre el riesgo de falsear la Constitución y/o hacerla ajena a cada vez más ciudadanos.

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Pero si la necesidad de reforma es jurídica y política, la dificultad para llevarla a cabo también es doble: políticamente, parece que sólo mayorías similares a las de 1978 pueden acometer la reforma, y esa alta exigencia se retroalimenta con el procedimiento jurídico estricto que se contiene en el Título X. Por lo que hace a la iniciativa para la reforma, regulada en el artículo 166, los requisitos casi están equiparados a los del resto de la legislación. La única diferencia es excluir la iniciativa legislativa popular por la desconfianza que el constituyente tuvo en la Transición hacia posibles derivas plebiscitarias. Hoy, esas cautelas resultan difícilmente aceptables, aunque sólo sea en el plano simbólico. Una reforma debería, pues, ampliar el ámbito de la iniciativa ciudadana a las materias constitucionales (vid. artículo de Presno Linera) El artículo 167 se refiere a la modificación de las partes de la Constitución menos protegidas y no ha tenido objeciones doctrinales importantes, más allá de imprecisiones terminológicas que podrían resolverse. El texto actual contiene un procedimiento más difícil que el de la reforma legislativa común, pero no en exceso. Se requiere la mayoría cualificada de tres quintos en ambas cámaras y la aprobación ha de ser respecto de la totalidad del texto de reforma. Luego contempla dos vías de flexibilización si no se logra: una comisión paritaria bicameral y, en su caso, una rebaja del umbral en el Senado hasta la mayoría absoluta, elevándolo en el Congreso a los dos tercios. También contempla la posibilidad de un referéndum sobre el proyecto o proposición de reforma si lo solicita una décima parte de los diputados o senadores. Es un mecanismo de tutela de las minorías que también puede usarse, sin modificar el actual texto, para reforzar la legitimidad de cualquier reforma. El artículo 168 regula la reforma agravada, diferenciando entre revisión total y reforma parcial que afecte a determinados artículos. Aquí es donde están los problemas y, por tanto, donde se centran las propuestas de cambio. El primer problema es que no se especifica bien la naturaleza ni los límites de una revisión total. Y eso lleva a que, en principio, cualquier aspecto constitucional pueda reformarse, incluyendo la caracterización del Estado como social y democrático de Derecho, la existencia de derechos y libertades fundamentales, la forma parlamentaria o la descentralización autonómica. Es verdad que las cláusulas de eternidad a la alemana (que implican límites materiales a la reforma) tienen también sus problemas, pero lo que sí parece claro es que la regulación actual peca por defecto y por exceso. En 1978 se optó por proteger el núcleo sustancial de la Constitución de manera algo burda (refiriéndose a una sección y dos títulos completos) que, por un lado, deja fuera aspectos esenciales y, por otro, protege exageradamente cuestiones de detalle. En relación a lo que está mal protegido, cuesta mucho entender que no se consideren también los artículos 10, 14 o  53, quizás el 93 y desde luego el propio Título X que, contradictoriamente, queda fuera de su propio blindaje. En este punto, es necesario plantear un debate serio sobre si conviene o no especificar como intocables los principios constitucionales básicos. Pero tanto si se opta por la cláusula de intangibilidad como si se prefiere no hacerlo y se considera suficiente la protección del actual 168, los elementos concretos que no sean cualitativamente claves podrían regirse por el procedimiento del 167, evitando que materias de importancia relativa caigan injustificadamente dentro de la rígida órbita del 168. Como es sabido, éste exige hoy una primera aprobación de la propuesta de reforma por dos tercios de cada Cámara, la disolución inmediata de las Cortes, elecciones, una ratificación de la decisión y del nuevo texto por las nuevas cámaras, también por dos tercios, y finalmente un referéndum. Un proceso demasiado exigente para, por ejemplo, retocar el funcionamiento de la Monarquía; puede tener quizás sentido proteger la forma del Estado, pero no el orden de sucesión a la Corona. En ese sentido, igualmente, un referéndum obligatorio justo después de unas elecciones, al margen de que lo que se quiera reformar sean elementos menores, se convierte en una dificultad exagerada. Lo mismo puede decirse de exigir dos veces dos tercios en ambas cámaras, sin posibilidad de flexibilizar por lo que hace al Senado (sobre todo, considerando el sesgo del sistema electoral para la Cámara Alta). Por último, el artículo 169 hace referencia al límite temporal en el que no podría iniciarse una reforma (guerra o estados de alarma, excepción o sitio). Parece lógico extender esta exigencia a cualquier trámite de la misma pues no tiene sentido que, como ocurre ahora, se prohíba en esas situaciones la iniciativa, pero no el resto del procedimiento. Además, como ha apuntado Pérez Royo, quizás sería mejor ubicar este artículo como apéndice del 166. En definitiva, una redacción alternativa del Titulo X debiera enfocarse a la mejora del artículo 168, pero manteniendo la idea de un procedimiento distinto (en dos grados de agravamiento) al que se sigue para el resto de la legislación, de forma que la Constitución mantenga su carácter de norma jurídica suprema. En todo caso, hay que decir que los problemas para modificar la Constitución tras 40 años de vigencia hay que buscarlos fuera del Título X. Hasta diciembre de 2015, la confrontación bipartidista neutralizaba la posibilidad de reforma, y desde entonces la fragmentación parlamentaria sin cultura de consenso la hace incluso más difícil. Por eso, más allá de los debates jurídico-políticos sobre la conveniencia o no de incluir cláusulas de intangibilidad y de flexibilizar la reforma de cualquier aspecto no central, el problema radica en la dinámica inter-partidaria. Con independencia de cómo esté regulada, falta altura de miras para entender, con Jefferson, que la Constitución no puede ni debe entenderse como una ley eterna, en la que los vivos no pueden modificar la voluntad de los muertos.
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