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La reforma constitucional territorial

Ana María Carmona Contreras

6 de Diciembre de 2018, 07:08

La Constitución cumple 40 años y lo hace mostrando un balance decididamente positivo. No sólo es la más longeva de nuestra atribulada historia constitucional, sino también la más exitosa, habiendo contribuido decisivamente tanto a la democratización de España como al logro de un amplio e inédito nivel de descentralización política a escala territorial. Las profundas transformaciones acaecidas en estas cuatro décadas, sin embargo, han producido ciertas grietas sobre el edificio constitucional que cuestionan la vigencia de distintas disposiciones y, consecuentemente, dejan en evidencia la necesidad de su modificación. Sobre la base de esta constatación de partida, si bien es cierto que los retos de adaptación a los que habría de atender un hipotético proceso de reforma son muchos y de diversa índole (la incorporación de una cláusula europea que asuma expresamente la condición de España como miembro de la Unión Europea, o la necesidad de reforzar la configuración de determinados derechos sociales, por citar dos ejemplos dotados de innegable relevancia) no lo es menos que la cuestión autonómica ocupa un lugar preferente. Ubicar adecuadamente la necesidad constitucional de reformular la articulación del poder político desde una perspectiva territorial requiere tener muy presente que las reivindicaciones catalanas han ocupado el centro del tablero político nacional desde hace más de una década, proyectando su extrema complejidad sobre el sistema en su conjunto. Asimismo, que tales exigencias en su versión más extrema (el reto secesionista) han generado un efecto de bloqueo a la hora de abordar la reforma territorial en su conjunto. En un contexto de fragmentación política como el actual, en donde al desafío de ruptura en estado latente asumido por la Generalitat tras el fracaso de la declaración unilateral de independencia y el posterior procesamiento de sus principales impulsores se ha de sumar la debilidad de un Gobierno estatal que tiene muy escaso margen para impulsar con éxito un proceso de transformación constitucional, resulta evidente que la posibilidad de su activación se perfila más como un mero desiderátum teórico que como una posibilidad tangible.

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La constatación de tan adversas circunstancias, empero, no puede servir como obstáculo que impida señalar la necesidad de abrir un proceso de reflexión política con la finalidad de crear un contexto deliberativo en el que tejer los consensos requeridos para la modificación constitucional y que, llegado el momento, la hagan posible. Pero hasta tanto se alcance el necesario punto de madurez, no cabe perder de vista la necesidad de abrir la puerta a reformas legislativas que, abordando la regulación de cuestiones relevantes, contribuyan no sólo a colmar lagunas y déficits normativos existentes, sino también a crear una dinámica proactiva que favorezca los acuerdos. Planteados en estos términos la cuestión de la reforma, desgranaremos a continuación el elenco de temas básicos necesitados de aggiornamento constitucional. En primer lugar, debería incorporarse al texto de la Norma Suprema un mapa de las comunidades autónomas (CC.AA.). Carece de sentido el anómalo silencio constitucional en torno a una realidad incuestionable frente a la que la originaria concepción de la autonomía como derecho está agotada. Una vez extinguido el principio dispositivo, se impone adoptar un nuevo enfoque en lo que se refiere al reparto de competencias, debiendo quedar expresamente fijado en la Constitución. En tal sentido, se trataría de aplicar la técnica federal, que incorpora un listado de materias cuya titularidad se atribuye al poder central, de tal manera que todo lo no previsto es susceptible de ser asumido por los entes territoriales. Tal diseño constitucional conllevaría la desaparición de la función actualmente atribuida al Estatuto de Autonomía, en tanto que norma llamada a asumir competencias y que ha dado pié a un alto grado de conflictividad en la práctica del Estado autonómico. Despojados de tal cometido, y una vez más siguiendo la pauta del federalismo, los estatutos conservarían su condición de norma institucional básica de la comunidad autónoma, pero su contenido quedaría circunscrito exclusivamente a la regulación de cuestiones internas, rasgos identitarios, así como de singularidades propias. En función de esta nueva orientación material, la norma estatutaria deja de ser una ley orgánica del Estado, siendo aprobada únicamente por la esfera autonómica. En lo que atañe a la espinosa cuestión de las singularidades territoriales o hechos diferenciales, consideramos esencial enfatizar que, si bien dichas singularidades ya son objeto de un tratamiento constitucional explícito (así sucede con las lenguas y los derechos forales), sería necesario avanzar, introduciendo nuevas disposiciones que tomen en consideración las reivindicaciones formuladas por distintas CC.AA, con Cataluña a la cabeza. Para despejar los recelos que este asunto despierta en otros territorios, vaya por delante que la atención a los hechos diferenciales sólo puede basarse en circunstancias objetivas, sin que en ningún caso sirva para albergar el reconocimiento de privilegios. Atendiendo a tales exigencias -y sin minusvalorar la complejidad inherente-, debiera explorarse la virtualidad operativa del concepto de nacionalidad recogido en el artículo 2 de la Constitución, procediendo a reactivar su sentido originario. Esta operación de rescate proporcionaría un anclaje constitucional efectivo para albergar una asimetría competencial a favor de sus titulares que no sería nueva, pero sí distinta de la actual. La definición de mecanismos de participación autonómica en la formación de la voluntad del Estado, por su parte, deja al descubierto otro flanco especialmente deficitario en el funcionamiento del actual Estado autonómico. Con un Senado absolutamente inoperativo como cámara de representación territorial, diseñar un foro para la integración de las CC.AA. en las dinámicas de decisión del Estado se perfila como tarea prioritaria. Ahora bien, hemos de ser conscientes que tan esencial cuestión no se agota en la remodelación del Senado, ya que existen otras instancias, de forma muy destacada la Conferencia de Presidentes o las conferencias sectoriales, dotadas de una indudable relevancia en las dinámicas de cooperación entre niveles de gobierno que están llamadas a contar con una regulación más receptiva al peso que ha de recibir la lógica autonómica. En esta misma línea, y dado que la cesión de competencias estatales a la Unión Europea provoca una incidencia directa en la capacidad de autogobierno de las comunidades autonómicas, la reforma constitucional habrá de incorporar, siguiendo el ejemplo de otros estados miembros, los elementos esenciales del sistema de participación autonómica en aquellos asuntos europeos que afecten a sus competencias e intereses. Cierra el capítulo de reformas pendientes la financiación que, como es sabido, adolece de una insoportable levedad constitucional como consecuencia de la remisión que el texto del 78 formula a favor del legislador orgánico. Sin entrar a formular consideraciones más detenidas al respecto, puesto que su análisis es abordado en otro trabajo, debe ponerse de manifiesto la necesidad de que sea la Constitución quien determine no sólo cuáles son los elementos sobre los que pivota la autonomía financiera de las CC.AA., sino también cuál es el peso específico que se atribuye a cada uno de ellos. En todo caso, de esta cuestión se encarga Roberto Fernández Llera en otro texto de este mismo dosier. Una vez concluido el recorrido hasta aquí propuesto, concluimos reiterando que el balance positivo con el que ingresa la Constitución en la edad madura no puede conducir a la autocomplacencia, obviando la necesidad de su modificación. Superar los importantes déficits estructurales detectados en materia territorial no es cuestión menor ni ciertamente accesoria. Y es que la parálisis frente a un problema, lejos de resolverlo, contribuye activamente a su agravamiento.
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