6 de Diciembre de 2018, 07:04
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Arribamos así al Parlamento, a su esencialidad en cualquier modelo constitucional en la medida en que, como recordaba con su habitual lucidez y oportunidad Rubio Llorente, es un órgano de la sociedad y del Estado: el órgano, por excelencia, de la sociedad y del Estado. En el actual III vigente, la Constitución se ocupa de la institución que denomina Cortes Generales, título que divide en tres capítulos denominados, respectivamente, De las Cámaras, De la elaboración de las leyes y De los Tratados Internacionales, y en los que se comienza a concretar por su base una forma de gobierno bien definida para un modelo territorial titubeante. Veamos. La forma de gobierno que el Título III dibuja, de acuerdo con el artículo 1.3, es el parlamentarismo. Las Cortes Generales son, pues, el Parlamento en un Estado con una forma de gobierno parlamentaria que luego cerrará, especialmente en los títulos IV y V, garantizando la estabilidad del Gobierno (parlamentarismo racionalizado). Esta opción, en mi opinión, resulta plenamente vigente y no es advertible ningún cuestionamiento significativo, salvo en excéntricas opiniones de alguna parte de la clase política un tanto desconcertada ante las nuevas formas que está presentando el Estado. El parlamentarismo que la Constitución ha dibujado ha sido, por otra parte, lo suficientemente flexible para que no hayan estado faltos de razón los que criticaban tanto sus excesos presidencialistas (en épocas de mayorías absolutas) como los asambleístas (cuando los gobiernos carecen de apoyos suficientes en las cámaras). Buen sistema es aquél al que se le pueden atribuir vicios opuestos en función de la variabilidad de las preferencias sociales. Desde este punto de vista, y llegado el momento de plantearnos reformas concretas de este Título es, a mi juicio, sensato mantenernos globalmente dentro del marco actual. En especial, no juzgaría muy oportuno ninguna alteración sustancial en lo concerniente a la actuación de la relación representante-representado que, por otra parte, necesitaría de una nueva lectura del derecho del derecho de acceso al cargo público representativo. En general, se aboga por el mantenimiento de las notas esenciales del estatus del representante (con alguna acotación restrictiva respecto de los aforamientos en la línea del anteproyecto de Reforma del artículo 71.3 CE aprobada por el Gobierno el 30 de noviembre pasado, dada la generalizada, aunque no del todo fundada, crítica con la que son juzgados), y ciertamente podrían hacerse algunas modificaciones atinentes a las reglas constitucionales que condicionan el sistema electoral al Congreso de los Diputados, a las que se hará referencia en otra contribución. De acuerdo con lo anterior, lo que procedería sería, sobre todo, llevar a cabo una revisión técnica y reordenadora de su sistemática de acuerdo con las modificaciones sustantivas que sí conviene hacer para adecuar la estructura parlamentaria al nuevo modelo de distribución territorial del poder. Y es que si la forma de gobierno se resolvió concreta y acertadamente en el modelo constitucional actual, no ocurrió lo mismo, como es sabido, con el modelo territorial. La Constitución de 1978 es obligadamente precaria en el tratamiento de los procesos de distribución territorial del poder. La disciplina global de las transferencias competenciales, hacia los entes subestatales o las instituciones supranacionales, no puede ser sino atisbada en el momento constituyente y sólo imperfectamente asumida en el diseño del entramado institucional. Hoy España debe resolver si se decide a ser un Estado federal en el contexto de lo que supone ser parte integrante de una Unión Europea empeñada en lograr una unión más estrecha entre los pueblos de Europa. Así, en efecto, si la Norma Fundamental se decanta neta y claramente por un modelo federal es obligado repercutir esta cualidad en las instituciones a la que se otorga potestades legislativas y de control político. Es abonar a una quiebra de credibilidad que los territorios que van a tener que desarrollar una ley estatal no hayan tenido la oportunidad de intervenir en su elaboración de forma sustantiva. El bicameralismo, un bicameralismo ocasionalmente perfecto, en el que un Senado verdaderamente representativo de los territorios con autonomía política garantizada tenga una capacidad decisoria en el ámbito de las competencias compartidas, es un imperativo de legitimidad, primero, y de funcionalidad, después. De esta forma, el Senado se convierte en el elemento clave a reformar en este Título III que entenderíamos mejor denominado Del Congreso y del Senado, y en el que un Capítulo I con el mismo título finalizara estableciendo la posición constitucional de este órgano; configurado, básicamente, al modo alemán, con una composición variable de consejeros o consejeras de los territorios autónomos que verían atribuida su representación atendiendo a criterios que, respondiendo a su diversa población, no dejen desasistidos los intereses de los ejes despoblados (un enorme problema de este país). Este Senado habría de tener competencia legislativa y de control político sobre el Gobierno en los términos previstos por una Constitución permeada enteramente por la idea federal. Por último, un renovado Título III no ha de perder la oportunidad de reflejar la realidad constitucional de la Unión Europea y, en especial, su ordenamiento. Se postula, en concreto, integrar el reconocimiento constitucional explícito de las reglas con las que el Derecho de la Unión determina su aplicabilidad en los estados miembros. Ha de ser así si se continúa con la idea de mantener globalmente la regulación de las fuentes (cuyos tipos fundamentales actualmente contenidos en el Capítulo II se entienden globalmente adecuados) en el seno del Título que regula el principal órgano de producción normativa. Estas modificaciones del Título III podrían sustanciarse a través del procedimiento ordinario de reforma constitucional.