6 de Diciembre de 2018, 07:09
[Recibe diariamente los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
La entrada en vigor de la Constitución, hace ya cuatro décadas, instauró una república con una Jefatura de Estado monárquica. Y es que, por muy contradictorio que pueda parecer (recordaban recientemente, entre otros, Juan Luis Cebrián en 'La monarquía y los valores republicanos', en El País; Javier Tajadura en 'Valores republicanos y reprobación del Rey', o Ricardo García Manrique en 'La tercera República española y la izquierda'), la Monarquía, en 1978, se insertó en un Estado asentado en valores republicanos indiscutibles como la libertad, la igualdad, la separación de poderes desde la lógica de su limitación y control, y el reconocimiento y la efectividad de derechos. Y desde el momento en que el Rey presta juramento a la Constitución, para ser proclamado como Jefe del Estado, asume todos y cada uno de ellos. En nuestro Estado constitucional no es el Rey el titular del supremo poder político. Esta soberanía pertenece al pueblo. El Rey ni siquiera encarna un poder del Estado. La Constitución de 1978 despojó al monarca de su condición de poder del Estado y le adjudicó la titularidad de un órgano: su Jefatura. Por esta razón, se afirma que en un sistema parlamentario, el Rey no tiene potestas, pero mantiene toda su auctoritas, esto es, la capacidad de influir como institución: el Rey reina, pero no gobierna, en la archiconocida expresión acuñada por A. Thiers. Las decisiones del Estado son adoptadas, materialmente, por los poderes del Estado ejercido por un Parlamento integrado por los representantes del pueblo, libremente elegidos, y por un Gobierno que requerirá en todo momento de la confianza del Parlamento, sometiéndose a su control. En cambio, si el planteamiento es acomodar la institución a los tiempos en que debe regir, el camino será llevar a cabo modificaciones puntuales de la regulación constitucional. Y desde esta perspectiva, es ya de una imperiosa necesidad que esta reforma no sólo incorpore la explícita referencia a la Reina cuando se refiera a la persona titular de la Jefatura del Estado habida cuenta que será una mujer la que sucederá en el trono, sino también suprima la anacrónica preferencia del varón frente a la mujer en el orden sucesorio. Pero, en aras de la igualdad, debiéramos plantearnos si no es conveniente, además, cambiar la mención al matrimonio contenida en el artículo 57.4 de la Constitución por otra noción más inclusiva que aluda a cualquier otra forma de convivencia estable entre dos personas que voluntariamente deciden unirse en un proyecto de vida familiar común. Incluso, aunque sea más anecdótico, debiéramos preguntarnos si no es igualmente contrario a la igualdad el tratamiento de mero consorte que la Constitución dispensa a la pareja de la Reina, mientras que la del Rey es considerada, ex artículo 58 de la CE, como Reina consorte. Igualmente, deberían concretarse los supuestos en los que el Rey se inhabilitaría para el ejercicio de sus funciones aludiendo, en el artículo 59.2, a las causas de incapacidad previstas en el ordenamiento civil, así como cualquier otra circunstancia que impida al Rey desempeñar, efectivamente, sus atribuciones (Pascual Medrano). Junto a las anteriores, debiera contemplarse, además, que el Rey se inhabilitaría por el incumplimiento de sus funciones o la negativa a ejercer sus atribuciones constitucionales. Lejos de ser concebida como una suerte de responsabilidad política, vetada por la prerrogativa de la no responsabilidad (art. 56.3), debería entenderse como una garantía: si la posición del Rey, su estatuto y sus funciones emanan directamente del pueblo (art. 1.2 de la CE) a través de la Constitución, su inobservancia sería motivo suficiente para entender que se ha producido la inhabilitación, y las Cortes Generales deberían reconocerlo. Y, por último, sería oportuno replantearse el alcance de la prerrogativa de la inviolabilidad. No es de recibo que ésta vaya referida a la persona del Rey: la sacralidad del Monarca evoca tiempos remotos por mucho que la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su artículo 418, siga refiriéndose a la "sagrada persona del Rey o de su sucesor". Debería explicitarse su alcance limitado al tiempo en que desempeñe la Jefatura del Estado aplicándose, no obstante, a todos los actos que llevara a cabo durante el mandato. Es evidente que el desempeño de este cargo no le habilita a contravenir el ordenamiento penal. Si así fuera, debería entenderse como otra de las razones por las que el Monarca se inhabilitaría, aunque esta inhabilitación no posibilitaría el procesamiento del Rey porque no perdería su condición; tan sólo se le privaría del desempeño de sus funciones, que pasarían a ser ejercidas por una regencia en nombre del Rey. A la espera de esta reforma constitucional, debemos seguir aportando interpretaciones de las normas que integran el Título II de la Constitución más conformes a los valores antes referidos y a los tiempos en los que debe regir esta institución marcada por la historia y las tradiciones. En esta línea, se ha ido adoptado, en los últimos años, una serie de medidas que han aportado significativos elementos de modernización (el control en el gasto de la Corona; la aprobación de reglas de actuación de los miembros de la Familia Real, el régimen específico para los regalos que se les ofrezcan o la elaboración del Código de Conducta del personal de la Casa Real). Todas ellas han sido medidas cuya puesta en marcha no ha requerido un cambio constitucional, lo que pone además de manifiesto, también en este ámbito, que queda mucho por hacer en el plano infra-constitucional y que una reforma constitucional no es la pócima mágica que sanará a nuestra democracia constitucional de todos sus males.