6 de Diciembre de 2018, 07:02
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Así, el Tribunal Constitucional, llamado insistentemente a pronunciarse sobre las sucesivas leyes de Extranjería aprobadas en España (recuérdense las sentencias 95/2003, 236/2007, 259 a 265/2007, y 17/2013) ha desarrollado una jurisprudencia que, lamentablemente, incide en una inadecuada segregación de los derechos, no ya tanto por su eficacia o por el sistema de garantías a ellos asociados sino en razón de su vinculación a la dignidad humana, de la que se deriva la posibilidad de que sean excluidos o no del haz de derechos constitucionales reconocidos a las personas de origen extranjero. En apretada síntesis, el Tribunal afirma que existen derechos inherentes a la dignidad humana que corresponden por igual a españoles y extranjeros; otro grupo de derechos (artículo 23 de la Constitución Española en relación con el 13.2), que no pertenecen en modo alguno a los extranjeros y, finalmente, un tercero compuesto por los derechos que pertenecerán o no a los extranjeros según lo dispongan los tratados y las leyes, siendo admisible la diferencia de trato con los españoles en cuanto a su ejercicio. La catalogación de derechos en que concluye la jurisprudencia constitucional, a la que se sujetan las leyes de extranjería, lleva aparejada como consecuencia la exclusión de los extranjeros irregulares de los derechos clasificados en el tercer grupo. Pero esta jurisprudencia, que puede justificarse desde la necesidad de dar respuesta a un problema obviado en la redacción de la Constitución de 1978, no es sostenible desde el punto de vista dogmático, tal y como algunos votos particulares empiezan a poner de relieve (voto de Fernando Valdés a la sentencia 139/2016). No existen derechos más o menos vinculados a la dignidad humana porque todos surgen, se consolidan y se protegen por su conexión con esa noción de dignidad del ser humano. Los derechos no son si no son para reforzar la dignidad de los hombres y mujeres, luego no tiene sentido alguno pretender establecer un 'ranking' de conexidad entre dignidad y derechos; pretensión que, por lo demás, se queda sin completar porque el Tribunal Constitucional no ensaya un pronunciamiento general sobre la materia, sino que se limita a resolver, caso por caso, si un determinado derecho está o no especialmente vinculado a la dignidad humana para valorar hasta dónde puede su titularidad ser limitada por el legislador. Seguramente, podemos estar de acuerdo al afirmar que esta construcción no tiene sentido alguno, y que la jurisprudencia constitucional ha petrificado de tal modo la división tripartita que sólo una reforma constitucional en sentido contrario podría desmontar esta construcción. A mi juicio, resulta imprescindible redefinir la titularidad de los derechos fundamentales y reconocer de forma expresa que son de todos los seres humanos, independientemente de su condición migratoria y de su nacionalidad. Ello no significa (obvio resulta decirlo) que sean ilimitados. No lo son los derechos titularidad de los españoles, como no lo serían los derechos titularidad de los extranjeros. Las limitaciones se encuentran en los restantes derechos fundamentales y bienes jurídicos constitucionalmente protegidos (sentencias 11/1981 y 196/1987), y entre éstos podríamos llegar a incluir la necesidad del control de fronteras, por ejemplo. La cuestión es que la limitación debe valorarse con arreglo a los parámetros definidos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en estos supuestos: es decir, desde una ponderación de la legalidad, necesidad y proporcionalidad de la medida limitativa adoptada. Es imprescindible llevar estas cuestiones al ámbito de lo constitucional porque, si no, la definición de la titularidad de derechos, elemento esencial de la conformación de los mismos (esto es, de su contenido esencial) queda al albur de la política migratoria de turno, lo que no parece en exceso razonable. Por eso, mi propuesta a este respecto es muy concreta y viene expresada desde la propuesta de modificación de los siguientes preceptos: