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Un grupo de profesores/as de universidades andaluzas ha elaborado un documento para el debate con el objetivo de alcanzar acuerdos políticos amplios para abordar algunos de los retos que tenemos ante nosotros. En sus aportaciones (más abundantes y mejor justificadas de lo que permite un análisis como éste) late una pregunta básica: ¿qué democracia queremos? Una respuesta razonable se basa en el deseo de contar con instituciones pluralistas e inclusivas que garanticen la gobernabilidad de la sociedad para fortalecer el bienestar de la ciudadanía en un mundo cambiante que aumenta las incertidumbres y las inseguridades, especialmente de las personas más desprotegidas; es decir, un 'buen gobierno'. Por razones de espacio, se concretan aquí solo unas cuantas ideas generales para fomentar el debate. La esencia y valor de la democracia es la lucha contra la concentración de poder, un objetivo viable a través de dos caminos: la separación de poderes (tradición francesa) y la distribución del poder entre varios niveles de gobierno (tradición anglosajona). Entre ambas vías media, por una parte, la tensión constructiva y complementaria entre la garantía de la igualdad y la diversidad y, por otra, la tensión destructiva entre la uniformidad y el privilegio. Que la igualdad no degenere en uniformidad ni la diversidad en privilegio constituye el reto más relevante en cualquier reflexión sobre la articulación territorial. Desde el planteamiento de que la ciudadanía es libre, igual y culturalmente diversa proponemos, por un lado, una política institucional de reconocimiento y fomento de la diversidad (uso de lenguas españolas en el Senado, enseñanza de las mismas en España, etc.) y, por otra, una política institucional de integración y colaboración que tiene su clave de bóveda en un Senado reformado. En una política de desconcentración territorial, algunas instituciones estatales (Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo, Comisión Nacional del Mercado y la Competencia, Agencia Española de Protección de Datos) podrían tener su sede en varias capitales españolas, al modo de la Unión Europea. El Senado es una de ellas que, además, podría ser la institución de la integración territorial garantizando la presencia institucionalizada de las autonomías, albergando la Conferencia de Presidentes y otras conferencias sectoriales multilaterales formalizadas, convirtiéndose en la institución con capacidad para intervenir en la legislación del Estado que afecte a las autonomías (con capacidad de veto suspensivo) y en el canal de participación de éstas en las políticas de la UE, tanto en la fase ascendente como descendente. La integración institucional se fomentará mejor si se abren canales de participación de las autonomías en la designación de los integrantes de órganos constitucionales (Tribunal Constitucional, órgano de gobierno judicial, Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo) con criterios de nombramiento claros, transparentes y motivados, si se fomenta la alerta temprana europea para la participación de los parlamentos autonómicos y se promueve el multilateralismo en la gobernanza territorial de España. Probablemente, medidas similares contribuyan a reducir la creciente conflictividad y judicialización (con la consiguiente politización de la Justicia) de las relaciones entre el Estado y las comunidades. Una clara división de competencias, una instancia jurisdiccional de control o defensa estatutaria y un fomento de la concertación entre diferentes niveles de gobierno del Estado debería reducir también ese grado de conflictividad y de recurso a la Justicia. Toda reforma institucional requiere del consenso o de un acuerdo amplio si quiere perdurar. Como decía Rawls, es imprescindible el velo de la ignorancia para desvincular los intereses particulares del diseño de las instituciones. Además, cualquier reforma sensata (ya implique cambios constitucionales o no) requiere conjugar dos ideas fundamentales: rigidez y flexibilidad constitucional; estabilidad y cambio; derecho y realidad constitucional; principios generales y detalles concretos. Sólo si la relación entre ambos términos de cada binomio guardan equilibrio podrán evitarse dos amenazas latentes: bien el anacronismo de unas reglas sin capacidad de adaptación, bien la veleidad de comenzar de nuevo. Ambos extremos privan a la política del bagaje decantado cuando se mira el pasado con ojos de futuro. Desde este punto de vista, un problema que arrastra la democracia es la necesidad de reconocimiento de los municipios como nivel de gobierno que, bajo el principio de subsidiariedad, acerque a la ciudadanía tanto la toma de decisiones como la participación política. Para ello, parece necesario que un legislador orgánico determine las competencias municipales y su financiación (tributos propios, fondos incondicionados, etc.) bajo el principio de descentralización responsable; sin perder de vista la inter-municipalidad como garantía de que administraciones locales poco pobladas puedan ejercer sus competencias. En el famoso intercambio epistolar entre Jefferson y Madison laten estas preguntas: ¿puede la generación presente condicionar a las generaciones futuras? ¿Es legítimo el gobierno de los muertos sobre el gobierno de los vivos? La conclusión de S. Holmes es tan categórica como certera: los muertos no deben gobernar a los vivos, pero sí pueden facilitar el que los vivos se gobiernen a sí mismos. Bajo esta premisa, creemos necesario iniciar o continuar un debate que facilite a quienes nos sucedan un legado que les permita la continuación selectiva de la tradición, ya que sólo cuando se recibe algo se está en condiciones de transmitirlo aumentado. Dejar una herencia no implica una carga, puede liberar del esfuerzo de la fundación y concentrar los recursos en otras direcciones y proyectos. Ello es así porque la constante revisión de las instituciones impide el aprendizaje colectivo y condena a cada generación, como advirtiera Manuel Azaña, a inventar el fuego abrasándose las manos. (Firman también este artículo Manuel Zafra, Jean Baptiste Harguindéguy, Lina Gálvez y Gerardo Ruiz-Rico)