22 de Octubre de 2018, 21:12
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La Constitución vigente respondió a este modelo. Un momento de ruptura histórica (el fin de la dictadura) origina una profunda movilización popular que implica la colaboración generalizada y fructifica en la norma fundamental de la comunidad política llamada España. Norma fundamental porque recoge los principios axiológicos y procedimentales esenciales del Estado. Norma fundamental porque es el fruto de un gran pacto deliberativo. Y, además, norma fundamental porque es rígida y exige para su modificación la parcial reproducción de las condiciones de pacto y deliberación presentes en su elaboración. Cuarenta años después llevamos ya tiempo planteándonos si debe reformarse la Constitución. Hace apenas unos días, las Cortes Generales organizaron unas reuniones en las que, a decir de la crónica periodística, la mayoría de los profesores intervinientes abogó por no reformarla o hacer solo pequeñas reformas. Se recogen en esos mismos medios dos argumentos conectados entre sí. El primero radicaría en que no conviene la reforma por la situación de enfrentamiento e inestabilidad existente y, con ello, la dificultad para alcanzar acuerdos equiparables a los de 1978. El segundo se centrará en que la Constitución dio origen a un periodo de estabilidad que no conviene poner en riesgo. Ambos argumentos son profundamente conservadores y responden a la resistencia de la vieja cultura constitucional frente a la todavía no nacida (ni siquiera concebida) nueva cultura que ha de sustituirla. Disiento profundamente de estas posiciones. En mi opinión, la reforma constitucional es urgente en España y no puede ser una reforma de mínimos. La crisis de la Constitución Española puede resumirse, aunque para ello tengamos que simplificar, en la ruptura de dos de los múltiples pactos básicos que la sustentaban. No todos los acuerdos están rotos. O, al menos, no de manera irreversible. La estructura básica del Estado y buena parte de sus valores son todavía compartidos por la inmensa mayoría de la sociedad. Puede que sea conveniente proceder a su actualización mediante reformas menores. Pero en estas reformas el consenso es sencillo. No será difícil actualizar derechos, incluir la proyección europea, garantizar la igualdad en la sucesión a la Corona o profundizar en la lucha contra la discriminación, especialmente la de género. Sin embargo, dos pactos se han roto aparentemente de forma irreversible: el pacto democrático y el pacto territorial. Dos rupturas que, además, están conectadas profundamente y ponen en peligro el resto de grandes acuerdos constitucionales. El pacto democrático a favor de un concreto sistema representativo se rompe a partir de la crisis económica y el reparto socialmente desigual de los costes de la misma. La incapacidad del sistema representativo diseñado en la Constitución para dar una respuesta socialmente justa a la crisis, unido al estallido de la indignación por la corrupción generalizada en los partidos dominantes, han llevado al cuestionamiento de esa parte del pacto constitucional. Pero, además, la crisis democrática no puede desconectarse de la crisis territorial. La poca deferencia del órgano contramayoritario por antonomasia de nuestro sistema (el Tribunal Constitucional) frente a una de las normas que mayor legitimidad democrática atesora en su seno (un Estatuto de Autonomía) fue uno de los factores que hicieron estallar la bomba territorial en España. Resultó extraordinariamente tentador, en el contexto de la crisis democrática provocada por el desastre económico, alzar la bandera de la independencia para aglutinar a los ciudadanos desencantados en la búsqueda de un nuevo futuro más libre y más democrático, liberado de la rémora representada por unos agentes políticos corruptos, ineficaces y ciegos a cualquier propuesta de cambio. Y cuanto más se han utilizado las instituciones contramayoritarias (Tribunal Constitucional y Poder Judicial) contra este movimiento, más se ha alimentado la doble crisis. La renuncia a utilizar los mecanismos propios de la democracia para afrontar el problema ha sido la prueba final de que el pacto democrático constitucional ya no es útil. Si la independencia propuesta en Cataluña ha obtenido un respaldo inusitado y sostenido en el tiempo ha sido porque ofrece un proyecto de futuro que resulta ilusionante no sólo en términos identitarios, sino también en términos de democracia y, en fin, de justicia social. Desde 2008 (año de estallido de la crisis) o desde 2010 (año de la sentencia del Estatut), los problemas de crisis de la democracia y de la articulación territorial no han hecho sino empeorar. Es cierto que los momentos de mayor peligro de ruptura revolucionaria del régimen constitucional por ambos tipos de crisis (la revuelta del 15-M o el referéndum del 1 de Octubre de 2017) no llegaron a provocar el colapso de la Constitución. Pero las causas que los provocaron siguen ahí. Ante ello, adoptar la actitud de no reformar la Constitución supone no afrontar la necesaria renovación de ambos pactos constituyentes y, con ello, permitir que el cáncer de la crisis constitucional se extienda a otros aspectos y acabe provocando la ruptura del sistema. Otros pactos están resintiéndose día a día. El pacto territorial ya no sólo está roto en Cataluña pues ha originado la aparición de intensas reclamaciones neo-centralistas de signo exactamente contrario; la Jefatura del Estado está en cuestión; la forma de gobierno ha cambiado ostensiblemente su funcionamiento; la justicia constitucional concentrada experimenta una profunda crisis; el gobierno judicial es visto como una marioneta del poder político, etc. Incluso los valores de Justicia compartidos desde 1978 han entrado en crisis y comienza, así, a hablarse con insistencia de la instauración de una democracia militante que elimine los movimientos y expresiones no constitucionales; el respeto a la independencia de los jueces y tribunales desaparece de las costumbres de los partidos e instituciones democráticas, y todo ello en un contexto de crisis de valores democráticos y constitucionales en el seno de la Unión Europea. No reformar los pactos democrático y territorial ya no es conservador. Es suicida. Un suicidio constitucional ciertamente acorde con la historia de España, que permitió que sus mejores textos supremos fueran quebrados antes que reformados. Retrasar la reforma o minimizar la importancia de la misma en la actualidad llevará a perder los beneficios que la constitución de 1978 trajo y tener que volver a comenzar de nuevo desde cero sin consensos mínimos de partida. Ningún consenso. Quienes consideran que la reforma ha de posponerse o minimizarse por no tratarse de un momento político propicio no deberían olvidar que las reformas constitucionales importantes nunca se producen en momentos propicios. Se producen necesariamente en momentos de crisis. Si no hubiera crisis y enfrentamientos entre formas básicas de entender la convivencia de la comunidad, simplemente no habría ninguna necesidad de la reforma. Si, finalmente, es el propio sistema constitucional el que colapsa, no olvidemos que la situación será aún más grave y, además, ni siquiera tendremos algunos pactos previos establecidos en el texto que hemos de reformar porque habrá que comenzar desde la nada. Reformar la Constitución, reformarla en profundidad, es necesario hoy si no queremos que, en lugar de esa reforma, tengamos una ruptura del sistema constitucional y, con ello, la apertura de un nuevo proceso constituyente mucho más incierto y conflictivo. Se me podría decir que es muy cómodo exigir reformas urgentes importantes sin proponer su contenido. Por eso no me resisto a acabar haciendo dos propuestas de partida. Una procedimental que origina una segunda propuesta sustantiva. Respecto a la procedimental, me pregunto si sería aceptable en 2018 un proceso de reforma en el que el texto fuera acordado mediante negociaciones secretas entre los desprestigiados partidos en el marco de una comisión del también desprestigiado Parlamento. El proceso de elaboración de la Constitución de 1978 fue un éxito irrepetible 40 años después. Ahora las nuevas tecnologías y las nuevas formas de participación política exigen que cualquier reforma constitucional adopte fórmulas infinitamente más democráticas y abiertas que las del pasado. Es en los errores de la democracia representativa constitucionalizada en la norma y en la práctica donde se encuentra el origen de buena parte de la crisis actual, por lo que ignorar la democracia más activa en la reforma puede conducirnos al desastre. Y si es más democracia lo que necesitamos, comencemos la reforma por el más simbólico de los preceptos que la regulan: el artículo 1.2. En él se afirma lo que para algunos es un oxímoron constitucional: La soberanía nacional reside en el pueblo español. Oxímoron porque si la soberanía reside en el pueblo sólo puede ser popular y nunca nacional; a no ser que usemos como intercambiables los conceptos de nación y pueblo. A mi juicio no lo son, y conviene deshacer ese equívoco. La soberanía de la comunidad política llamada España reside en su pueblo. No es una soberanía ni de nacionales españoles, ni de naciones componentes del pueblo. Es la soberanía de los ciudadanos españoles. Ciudadanos a secas. Sin que sus identidades (nacionales, lingüísticas, religiosas, etc) sean determinantes de su pertenencia al mismo. Y por ello con un pleno y exquisito respeto a las que cada uno profese. Ése sería un doble punto de partida razonable, a mi juicio, para afrontar una reforma tan necesaria que se ha convertido en urgente.