Existían enormes expectativas en torno a la reunión del Consejo Europeo del mes de octubre (que ha tenido lugar esta semana). Tantas, que ya se había hablado de la posibilidad de convocar otra cumbre en noviembre (pues la siguiente de carácter ordinario tendrá lugar en diciembre) con el objetivo de cerrar los últimos flecos de aquello que se hubiese acordado en la reunión de esta semana. Después del fracaso de la de septiembre en Salzburgo, muchos entendieron que lo que se vio entonces no fue más que la fase de reafirmación en las propias posiciones previa a las concesiones inevitables en cualquier negociación. Dicho de otra forma: los más optimistas interpretaron que el fiasco de septiembre no era más que una estrategia negociadora de ambas partes con el objetivo de incrementar la presión y favorecer los acuerdos que (se suponía) iban a llegar en octubre.
Pues bien, nada de esto ha ocurrido. En la cena a tal efecto que se celebró en la noche del miércoles, Theresa May tomó la palabra y se dirigió a sus (aún) socios europeos para reafirmarse en su plan de Chequers (que los 27 ya desdeñaron en la última cumbre) y deslizar la posibilidad de que el periodo de implementación se extendiese durante un año más; esto es, hasta 2021. Quienes estuvieron presentes en la cena afirman que May ni siquiera utilizó todo el tiempo que tenía asignado para desgranar sus propuestas, y es cierto que su aparente optimismo al salir de la cumbre contrastó de forma evidente con el escepticismo del resto de líderes. Fue el propio presidente del Consejo Europeo quien indicó que, vista la escasa disposición de May a modificar sus posiciones (esto es, Chequers) y avanzar hacia algo que pareciese aceptable para los 27, tenía poco sentido celebrar una cumbre extraordinaria en noviembre, pues no había aun principio de acuerdo alguno sobre el que trabajar.
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Fue, sin embargo, la propuesta de extender durante un año el periodo de implementación (guante que fue recogido rápidamente por Michel Barnier, jefe negociador de la Unión Europea) lo que tuvo un fuerte impacto en la ya de por si volátil política británica. Jacob Rees-Mogg, cabeza del ala dura brexiteer, habló de prolongar el vasallaje del Reino Unido hacia la UE, y de cómo se trataba de una nueva humillación para el país. Rees-Mogg exagera, pues el periodo de implementación no es más que un plazo que se dan ambas partes para desarrollar la legislación necesaria para implementar el acuerdo final que haya sobre el Brexit (si es que lo hay), pero tiene también su parte de razón: durante dicho periodo, el Reino Unido se hallará bajo el paraguas regulatorio de la Unión Europea. Habrá de aplicar la normativa comunitaria sin poder intervenir en su elaboración, y habrá de acatar las sentencias de su Tribunal de Justicia. No es una posición cómoda para quienes apoyaron el Brexit bajo la premisa de recuperar el control.
Pero lo cierto es que de ese periodo dependen la mayoría de las medidas encaminadas a adaptar la legislación y la Administración británica al escenario post-Brexit. Bajo el paraguas de la Brexit Act, las administraciones británicas llevan meses elaborando planes para asumir las funciones que la Unión Europea había desempeñado hasta el momento. Por ejemplo, este paper del FCA (la autoridad financiera del Reino Unido), publicado esta misma semana, explica cómo se prevé utilizar el periodo de implementación para desarrollar las nuevas capacidades que esa autoridad deberá desempeñar una vez el periodo concluya. Es muy difícil que la Administración británica esté lista para subrogarse en la posición de la Unión sin dicho periodo, que es una suerte de prórroga a los dos años de plazo que da el artículo 50 del Tratado de la Unión para abandonarla. Pero el ala brexiteer teme que este plazo sea utilizado para revertir de alguna forma el mandato del referéndum, o para dejar al Reino Unido sujeto sine die a la normativa europea.
Ahora bien, si hay una razón por la que alargar el periodo de implementación aparece como una necesidad cada vez mayor es la oportunidad de ganar tiempo para resolver la cuestión de la frontera irlandesa. Esta cuestión, y no otra, es en estos momentos la principal fuente de desacuerdo entre el Reino Unido y la Unión Europea. Y es que la cuestión irlandesa es lo que puede hacer descarrilar un acuerdo final o impedir que se ratifique en el Parlamento británico. A grandes rasgos, existen tres posibles salidas, y adoptar cualquiera de ellas implicaría vulnerar alguna de las líneas rojas trazadas por los actores clave:
- Permanecer en una Unión Aduanera, lo que supondría que el Reino Unido no dispusiese de la libertad comercial que esperaba recobrar con el Brexit. Mantenerse en ella, aunque fuese de forma provisional y sin fecha concreta de salida, vulneraría la principal línea roja de los 'brexiteers' y su principal promesa de campaña.
- Crear una frontera física en la isla. Habida cuenta de que su eliminación formaba parte del Acuerdo de Viernes Santo (que, recordemos, terminó con tres décadas de violencia en la isla), nadie en la política institucional británica y europea ha considerado abiertamente esta opción. Hay miedo de que condujese a una reanudación del conflicto violento en la isla, y tanto en la República de Irlanda como en Irlanda del Norte existe gran preocupación en torno al impacto económico que tendría dicha medida.
- El 'backstop'. Es una de las nuevas palabras que el Brexit ha popularizado. Con backstop (un término sacado del béisbol) se hace referencia a un mecanismo que evite que se cree una frontera física si fracasan las anteriores opciones planteadas (una Unión Aduanera o permanecer en el mercado único a la manera de Noruega). Podría así traducirse como red de seguridad.
Esta red de seguridad consistiría en crear un sistema de control de los productos que van de Irlanda del Norte al resto del Reino Unido, con aquélla permaneciendo sujeta a las regulaciones de la Unión Europea con respecto al mercado único. La propuesta implicaría, básicamente, desplazar la frontera entre Irlanda e Irlanda del Norte al Mar de Irlanda.
Pero ello implica cruzar una línea roja: el DUP (partido unionista de Irlanda del Norte que sostiene a May en el Parlamento) y el ala dura del partido conservador ya han dejado claro que no aceptarán ningún acuerdo que implique poner a Irlanda del Norte bajo un paraguas regulatorio diferente al del resto del Reino Unido. Y es una oposición razonable: crear una frontera comercial en el Mar de Irlanda generaría un efecto frontera que afectaría los intercambios comerciales entre Reino Unido e Irlanda del Norte, e incrementaría la interdependencia entre ésta y la República de Irlanda, favoreciendo que ambas pudiesen terminar uniéndose en el medio plazo.
Ésa es la razón por la que se busca extender el periodo de implementación. Se quiere ganar tiempo para poder encontrar una solución viable al problema irlandés (solución que, hoy en día, nadie parece concebir). Pero el problema es que para lograr llegar al periodo de implementación que permita ganar tiempo para resolver la cuestión irlandesa es necesario que haya un acuerdo sobre el 'Brexit', y ese acuerdo previo puede descarrilar precisamente por la falta de una propuesta de futuro sobre la frontera irlandesa aceptable para ambas partes. Si no hay acuerdo, la UE y el Reino Unido se encaminarían hacia un Brexit duro, sin plazos de implementación, y una frontera física se alzaría en Irlanda desde marzo de 2019. Esta paradoja es la que May y sus socios deben despejar a lo largo del invierno: si prefieren exponerse a un Brexit duro (con los efectos que tendría sobre la economía real) para evitar concesiones tales como permanecer más tiempo en la Unión Aduanera o establecer el backstop. La élite polítca británica aún no ha sido capaz de decidirse, y la UE ya ha dejado claro que no está por la labor de hacer propuestas y continuar negociando hasta que los británicos despejen esa incógnita.
¿Qué cabe esperar a partir de este momento? Después del fiasco de Salzburgo en septiembre, y de que el Consejo Europeo de este mes no haya conducido a ningún avance significativo, habrá que esperar previsiblemente a la reunión de diciembre para que se produzca algún avance (si es que lo hay, finalmente). En los círculos diplomáticos de Bruselas se incide en que fijar octubre como una fecha límite para un acuerdo no era algo coherente con las prácticas de la UE, acostumbrada a alcanzar acuerdos sobre cuestiones clave (ahí está la crisis de la deuda soberana para recordarlo) en el tiempo de descuento.
Teniendo esto en cuenta, y sospechando que quizá May busque apurar los plazos al límite para añadir presión al Parlamento (planteando la votación como un take it or leave it), lo más probable es que a lo largo del invierno se vayan produciendo avances lentamente, mientras que la situación política en Reino Unido se irá enconando paulatinamente, a medida que vaya quedando más claro que cualquier acuerdo con la UE deberá incluir concesiones inaceptables para el ala dura brexiteer, el DUP, el SNP o los laboristas (o quizá los cuatro a un tiempo). May afronta ahora el tramo decisivo de las negociaciones en el invierno de su descontento, y sin tener siquiera la certeza de que un buen acuerdo lo fuese a tornar en verano.