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Salario mínimo: pocas certezas y algunas reflexiones

Manuel Alejandro Hidalgo Pérez, Raül Segarra

18 de Octubre de 2018, 09:11

El pasado jueves 11 de octubre, PSOE y Podemos firmaron un pacto para los Presupuestos Generales de Estado de 2019. De entre las muchas cuestiones que acuerdan, la que ha levantado más comentarios, tanto a favor como en contra, es la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) de los 736 euros actuales hasta los 900 euros. El objetivo que pretende esta medida es claro: que los trabajadores que más perdieron durante la crisis (aquéllos con ingresos más bajos, como nos mostraba aquí Sergio Torrejón) participen de la recuperación económica mejorando sus salarios. Un objetivo muy loable, sin duda. Evaluar la conveniencia de este cambio resulta realmente difícil, ya que no existe un consenso en el mundo académico sobre los efectos que puede tener. La literatura en este campo es muy abundante y se pueden encontrar argumentos y resultados tanto a favor como en contra (un buen punto de partida sobre el estado de la cuestión, en Iza World of Labour). Cuando las fuerzas que se generan con una medida como ésta apuntan a diferentes sentidos, unas a favor y otras en contra, el resultado final depende de cuál de ellas termina prevaleciendo, lo que no es obvio en ningún caso. Cada una de estas fuerzas está condicionada, además, por multitud de factores que influyen tanto en la magnitud de cada una de ellas como en el resultado final de una subida del SMI. En consecuencia, la respuesta más fiable sobre si esta medida conseguirá sus objetivos es un enorme 'depende'. Esto, no lo duden, debe llevarles a desconfiar de toda afirmación categórica sobre la cuestión.

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Por el lado negativo, el peligro más evidente que podemos esperar de una subida del SMI es que elevará el coste laboral por hora de algunos empleados y que, es posible, que no pueda ser soportado por algunas empresas, con la consiguiente reducción de la ocupación vía despidos, descenso de las contrataciones previstas o incluso aumento de la parcialidad, horas trabajadas no pagadas y economía sumergida. Obviamente, esto dependerá de los márgenes que manejen las empresas, muy heterogéneos por sector e incluso territorio, del valor añadido de la actividad y de la cuantía del aumento del SMI. Desde la opinión argumentada pero sin pruebas, no sería extraño que el aumento del SMI pactado (22%) estuviese en el límite, si no traspasando, de un incremento sin efectos en el nivel de empleo, ya que tanto su cuantía, su cobertura como su relación con el salario mediano estarán en máximos históricos (puede verse en esta entrada de Nada es Gratis). En segundo lugar, aunque es posible que en términos agregados una subida del SMI no tenga efectos sobre el nivel de ocupación, sí puede provocar una redistribución de la ocupación entre la población empleada, generando la típica dualidad de ganador-perdedor. En pocas palabras, el aumento de costes laborales puede hacer que algunas empresas prefieran contratar a personas con más formación o experiencia para empleos de baja cualificación, tratando de obtener ganancias en productividad que les compensen de los costes. En el caso más extremo, puede favorecer la inversión a largo plazo en procesos productivos más eficientes que eleven la productividad del trabajo a costa de una reducción del empleo. En una época de grandes cambios tecnológicos esta cuestión no es menor. Esto haría que, aunque la cantidad de empleos no variase, algunos trabajadores se viesen perjudicados; paradójicamente, aquellos a los que se pretende beneficiar. Para valorar el nuevo SMI también debe tenerse en cuenta que, en julio pasado, se firmó el IV Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva (AENC) entre patronal y sindicatos. En él se prevé un incremento salarial para los sueldos más bajos que dejaría el salario mínimo de convenio (SMC) en 1.000 euros en 2020. Teniendo en cuenta que el AENC es un acuerdo no vinculante y que la negociación colectiva no cubre a todos los trabajadores, la subida del SMI se convierte en un suelo salarial más cercano a esos 1.000 euros. Si patronal y sindicatos pactaron un SMC de 1.000 euros, es de suponer que el SMI debe tender a esa cifra.    En el lado positivo, se argumenta que la subida salarial a través del SMI puede fomentar un impulso a la demanda y un incremento de la inflación, lo que en estos tiempos no deja de ser bienvenido. Sin embargo, este argumento tiene sus importantes matices.  El primero de ellos es que a pesar de que los colectivos en los que la subida del SMI puede beneficiar más son aquellos que suelen trasladar más incremento de renta a consumo, su peso en el conjunto de la demanda es bajo, por lo que este efecto será marginal. En segundo lugar, no es tan evidente que esta subida suponga claramente un incremento de las rentas familiares para sus beneficiarios ya que, como se ha explicado, no podemos descartar ajustes de empleo u otras variables como horarios u otros tipos de beneficios no salariales a los empleados, por lo que no podemos descartar una débil influencia en la demanda. En tercer lugar, el consumo es una variable que depende de los ingresos, pero también de muchas otras variables. En particular, es mucho más relevante la percepción de la capacidad que tiene una familia de sostener a largo plazo una demanda de bienes y servicios y de cómo pueden estas familias sortear en el futuro los vaivenes propios del ciclo económico y de su efecto en el empleo. Hay que decir que los efectos de la crisis son aún muy intensos en estos grupos familiares, lo que restringe, por ejemplo, su acceso al crédito. También, su nivel de riqueza ha caído conforme el principal activo del que eran la mayoría propietarios, la vivienda, aún no ha recuperado el valor perdido desde hace 10 años. Todo ello puede suponer una importante limitación a la reactivación del consumo que un aumento del SMI de la magnitud prevista puede sólo en parte compensar. Estas dudas no reflejan la impotencia de conseguir los objetivos que, muy loablemente, se puedan pretender con la subida del SMI. En términos de reducción de la pobreza, parece que los resultados son limitados. Además, tal y como se argumentó en un post de abril, a pesar de que los salarios consiguen siempre colocarse en el centro de todos los debates del ámbito laboral, en términos de pobreza laboral el problema está más en la precariedad, que produce baja intensidad en el trabajo (no trabajar todo el año a jornada completa por la rotación en trabajos temporales y/o las jornadas parciales involuntarias) que en el salario.

Fuente: Elaboración propia a partir de los microdatos de la ECV (INE) 2017, con datos de renta e intensidad en el trabajo de 2016. Los quintiles de renta (bruta) se han calculado sobre las personas que cumplen: a) están activas (paradas u ocupadas) durante todos los meses de 2016; b) han trabajado algún mes y han recibido una renta por ese trabajo.

Existen muchas otras medidas para luchar contra la pobreza en general y la pobreza laboral en particular como el complemento salarial, rentas mínimas o mejorar la protección de los parados. Y eso sin entrar en reformas institucionales de enorme calado como la del mercado laboral, las políticas activas de empleo y la educación, todas ellas muy relacionadas con los salarios. Con un mercado de trabajo que tiende a trocear las vidas laborales y con importantes cambios recientes y futuros de la mano de las nuevas tecnologías, en algún momento deben afrontarse estas reformas. Y si algún momento es propicio es un periodo de expansión de la economía, como el que todavía estamos disfrutando.    Volviendo a las medidas para luchar contra la pobreza y la desigualdad, todas ellas implican un Estado de Bienestar con más músculo y más efectivo en cómo gasta sus recursos. Siendo claros, implica más impuestos y un gasto social que se base menos en haber contribuido al sistema y más en derechos subjetivos. Como explicó muy bien Kamal Romero, esto implica enormes consensos, que seguramente no existen actualmente. Hay que tenerlo en cuenta a la hora de juzgar la subida del SMI y el resto de medidas de carácter social. Con todas las críticas que se quiera, y en este artículo hay algunas, para los que esperaban un giro hacia políticas sociales tal vez este pacto era de lo mejor que podía hacerse actualmente. Dentro de esta lógica posibilista, cabe destacar que el pacto no habla de una medida alcanzable que ha sido olvidada: la subida el Indicador Público de Rentas de Efectos Múltiples (Iprem), y de las partidas presupuestarias de las que depende. Este indicador, que determina la cuantía de transferencias asistenciales (subsidios, becas, etcétera), lleva 10 años prácticamente congelado. Podemos discutir si el SMI necesitaba una subida del 22%, pero el Iprem seguro que lo necesita. Si el aumento del coste de la vida hacía tan necesario un aumento del SMI para los trabajadores, con más razón debería haberse aplicado a las personas que reciben ayudas asistenciales.
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