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Para ganar como un alemán hay que producir como un alemán

Manuel Alejandro Hidalgo Pérez

15 de Octubre de 2018, 21:33

Hace unas semanas, el Diario de Sevilla, perteneciente al Grupo Joly, publicó una entrevista que me hicieron con motivo de la publicación de mi primer libro, El Empleo del Futuro. La conversación fue muy larga, así como distendida. Hablamos de muchas cosas y, entre ellas, sobre el futuro y el presente, sobre lo positivo y lo negativo de nuestra región. Entre todas estas cuestione destacó (obviamente por las razones que originaron la entrevista) qué deberíamos hacer para engancharnos a un cambio tecnológico que ya nos está adelantando por la derecha y por la izquierda. Concretamente, discutimos sobre qué hacer para aprovechar estos vientos alisios que ayuden a Andalucía a salir de su atraso secular. En uno de esos requiebros de la conversación, llegué a comentar que el objetivo de los andaluces (y españoles) era el de tener un nivel de bienestar tan elevado como el de algunos países centroeuropeos. Haciendo gala de mi germanofilia, comenté a mi entrevistador que nuestro objetivo debería ser "ser tan productivos como lo son los alemanes". Concretamente, afirmé que si queríamos ganar lo que gana un alemán, deberíamos producir como ellos. Esta frase fue tan del agrado de mi entrevistador que finalmente quedó como titular. Por mí no había problema, pero es cierto que, descontextualizada, puede parecer que se dice otra cosa. Sin embargo, si uno realiza una lectura detenida y sosegada de la entrevista encontrará que, contextualizando tal afirmación, entenderá qué se quiso decir. Sin embargo, algunos han visto en la afirmación un eslogan neoliberal. Otros, la de un economista ajeno a la realidad. Otros, como Miquel Puig, una oportunidad de abrir un debate sobre cómo explica la ciencia económica ortodoxa, si es que ésta existe, las diferencias salariales entre países.

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Sin embargo, creo que los primeros yerran el tiro al no entender qué quiere decir la frase, y el último al poner un razonamiento en boca de una escuela que es menos neoliberal y menos monolítica de lo que creo que Puig entiende por lo escrito en su columna. Dicha frase, en realidad, condensa una reflexión harto compleja pero fundamental: que los procesos que explican las diferencias en renta, bienestar y en ingresos entre países están lejos de ser sencillos, y mucho menos de aplicarse por simples argumentos maniqueos. Esta frase la uso mucho en clase. Quien haya sido alumno de quien les escribe me la habrá oído en alguna ocasión. Pero quien lo haya hecho, sabrá o recordará la diapositiva que uso durante mi explicación para dar contexto a tal afirmación. En estos días que estamos de enhorabuena por el reciente premio otorgado a Paul Romer, aprovecho para explicar qué consideramos los economistas cuando tratamos de explicar las causas del crecimiento económico a largo plazo y de las diferencias de rentas entre países. La Teoría del Crecimiento Económico, rama de la macroeconomía que centra sus objetivos en estas cuestiones, considera que hay dos razones principales que explicarían ese crecimiento a largo plazo y las diferencias en las rentas de los países y/o regiones. Por un lado, la acumulación de factores, ya sea empleo, capital humano o capital físico, intangibles, infraestructuras, etc., todos ellos muy necesarios para llevar la producción a unos niveles mínimos. Por otro lado, el avance tecnológico, que se diferencia de los anteriores en que no suele mostrar rendimientos decrecientes a largo plazo, es decir, que su acumulación no debe llevar necesariamente a la saturación productiva. Sin embargo, cuando explicamos en clase qué es tecnología, terminamos diciendo que debe entenderse en su sentido más amplio, es decir, en el sentido de todos aquellos elementos que permiten una combinación más o menos eficiente de los factores productivos. Dicho de otro modo, la tecnología no solo implica todo elemento derivado de la innovación directamente aplicado a la actividad productiva sino que supone, además, todo aquello que determina cómo una sociedad se organiza para crear valor. Entenderán que en esto incluimos no sólo a las empresas y su capital tecnológico, sino además (y quizás más importante) a las instituciones sociales, culturales y políticas, a la regulación de los mercados, a los incentivos, a la corrupción, al papel que los diversos agentes sociales tienen en las decisiones económicas, como sindicatos, organizaciones empresariales, músculo civil, etc.  Esa tecnología, y que en los modelos identificamos con la letra A, es una especie de cajón de sastre donde se incluye el colágeno que termina por dar forma y sustentar los diversos componentes que, juntos, conforman lo que trasciende, que es la organización económica de un país y los réditos que de ésta se derivan. Pero este collage de instituciones, normas legales y sociales, o estructuras organizativas, crean situaciones que son únicas. Es decir, no hay dos experiencias similares de desarrollo ni una sola explicación que explique satisfactoriamente el éxito alemán, así como el suizo pasando por el norteamericano. Economistas como Acemoglu y Robinson han tratado de divulgar sobre estas cuestiones. Libros como el de Brian Pinto no hablan de un modelo de crecimiento, sino de tantos como experiencias históricas hay. La razón es que cada país, cada región, se debe a su pasado y sus instituciones, así como su cultura. Entender esto es fundamental, pues los procesos de desarrollo no se pueden trasplantar. Sólo es posible tratar de generar las condiciones adecuadas, las instituciones pertinentes y crear los impulsos necesarios. Pero en cada ocasión, en cada región o nación, los resultados serán diferentes y, por ello, las políticas deberán ser diferenciadas. Pues bien, cuando argumento que para ganar como un alemán hay que producir como un alemán estoy haciéndolo en un sentido muy amplio. Debiéramos tener sus empresas, sus políticos, sus instituciones, sus sindicatos, sus relaciones laborales, su regulación, sus infraestructuras, sus universidades y sus centros educativos de secundaria. Etcétera. Si me permiten la broma, deberíamos tener sus cervezas y sus trajes de folclore. Es decir, tendríamos que ser alemanes. Y esto no es posible. Sin embargo, podríamos de algún modo comprender cómo inocular los cambios necesarios para que, a posteriori, éstos se retroalimenten en una estructura particular de cada región o estado. Así, si los andaluces (españoles) queremos disfrutar de todo aquello que explica la supremacía económica de los germanos, nos quedan dos opciones: o ser alemanes o tratar de reproducir las bases y fundamentos de su modelo para que nuestras sociedades y sistemas productivos fabriquen sus propias experiencias (de ahí la frase). Mientras lo primero es muy difícil, lo segundo debería conformar la agenda de actuación del futuro Gobierno andaluz.
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