24 de Septiembre de 2018, 19:18
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Muchos europeos y españoles siguen indignados con el sentido del voto en aquel infausto referéndum de junio de 2016. Entiendo que muchas personas ansíen dar una lección a esos ingleses estirados que se creen mejor que nadie. Además, no estamos precisamente en la cúspide del entusiasmo europeísta, y ante el temor de que el Brexit pueda contagiarse a otros países, me hago cargo de que muchos gobiernos sienten la necesidad de poner las cosas difíciles como aviso a navegantes. Lo comprendo y en cierta medida lo comparto (no creo que sean estirados). Pero eso pertenece al ámbito de lo importante. Como decía antes, ahora nos enfrentamos a lo urgente. Y lo urgente en los próximos dos meses es asegurarnos de que no caemos al vacío a finales de marzo. El Gobierno de Theresa May está en una posición de inhóspita debilidad parlamentaria. Sólo los caros escaños de los unionistas norirlandeses la elevan a una mayoría pírrica. Pero May tiene al enemigo en casa. Unos 70 diputados conservadores (casi uno de cada cinco en su propia bancada) dicen rechazar el borrador de acuerdo (el llamado Chequers) diseñado por su propia líder. Además, hay una docena de diputados tories que preferiría seguir en la Unión Europea, varios de los cuales están haciendo campaña a favor de un nuevo plebiscito. Las dos únicas cosas que salvan a May son a) que hay una fila de barones dispuestos a sucederla y, por lo tanto, no se ponen de acuerdo en quién debiera hacerlo, y b) que el campo laborista no es precisamente un santuario y las disputas sobre el liderazgo y el Brexit son igualmente agrias, si no más. Ahora mismo no hay una mayoría suficiente para convocar un segundo referéndum, solicitar una extensión del plazo de negociación con la UE o llegar a la conclusión de que todo fue una broma (ya han oído hablar de la ironía inglesa) y que, business as usual, seguimos en la Unión como si nada. El Congreso laborista estos días en Liverpool podría forzar a Corbyn a pedir otro referéndum, pero por ahora la posición del partido es convocatoria anticipada de elecciones. Es, por lo tanto, extremadamente aventurado apostar por alguna de esas tres opciones. Cualquier texto, por breve y maleable que parezca, sufrirá para ser confirmado en el Parlamento. Hay demasiadas incógnitas, pero también una certeza: la amenaza del no-deal, de que el Reino Unido salga automáticamente el 29 de marzo sin un acuerdo con la Unión Europea, es seria y peligrosa. Esta eventualidad repercutiría negativamente sobre el comercio, las inversiones, la seguridad ciudadana, la seguridad alimentaria y la vida de la gente. Más de tres millones de ciudadanos de la UE-27 vivimos en estas islas, y dos millones de británicos residen en el continente, de los que alrededor de un tercio ha hecho de España su casa. Si no hay acuerdo, los inmigrantes intraeuropeos estaremos al albur de lo que cada Gobierno decida de manera unilateral, lo cual no puede tranquilizar ni al más optimista. No debemos olvidar que, pese a las dificultades, en los últimos 500 días, el Reino Unido y la Unión Europea han sido capaces de pactar casi todo. Queda un escollo: la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. La Unión Europea, el Gobierno irlandés y la mayor parte de la población del norte y del sur rechazan reabrir puestos fronterizos en una zona donde la paz está sujeta con pinzas. Por su parte, el Reino Unido se niega a que haya una frontera rígida entre Irlanda del Norte, por un lado, y Gales-Escocia-Inglaterra, por el otro. A día de hoy, nadie parece tener la varita mágica para resolver este entuerto sin forzar al Reino Unido a permanecer en la Unión Aduanera, opción descartada por los británicos. Es un dilema mayúsculo que exige grandes dosis de voluntad política, pero no es irresoluble. No lo digo yo; se desprende de las palabras del representante de la Comisión Europea para el Brexit, Michel Barnier. Dijo recientemente que "la mayor parte de las comprobaciones se podrá hacer en instalaciones de las empresas o en los mercados"; que es necesario "desdramatizar los controles, que serán necesarios", pero que no se trataría de una frontera rígida, sino de "una serie de controles técnicos"; y que espera que, "con consignas prácticas y sencillas, podamos demostrar que esta solución es aceptable". Éste es el tipo de talante constructivo que es exigible de los líderes europeos. Pero en Salzburgo tuvieron una actitud bien distinta. Según Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, May fue "dura e intransigente". Quizás ingenuamente, May confiaba en abrir una brecha en el frente europeo, lo cual no sucedió o, por lo menos, no trascendió. Sea como fuere, sus homónimos continentales actuaron más de cara a la galería que con la determinación necesaria para resolver un problema. El propio Tusk se burló de la primera ministra con esta fotografía en Instagram de los dos acompañada de un juego de palabras que sugiere que May ve la UE como un bufé libre. Macron, por su parte, llamó "mentirosos" a los políticos británicos ante la prensa.