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El rapero prófugo: ¿héroe o villano?

Germán M. Teruel Lozano

17 de Septiembre de 2018, 22:06

El rapero Valtonyc cumplió su palabra y se fugó cuando vencía el plazo para su ingreso voluntario en prisión, tras ser condenado de varios delitos por la letra de sus canciones. Así lo había anunciado en Twitter: "Desobedecer es legítimo y obligación ante este Estado fascista". Ahora un tribunal belga parece haberle dado en cierto modo la razón al haber denegado la euroorden (cuestión, por cierto, que puede ser revertida en los correspondientes recursos).  Pero, ¿de verdad estamos ante una desobediencia legítima? ¿Nos encontramos ante un héroe o un villano? ¿España va a hacer el ridículo por esta condena, como afirma el rapero en sus tuits y alguno trata de sostener tras la decisión de los jueces belgas? Las dos primeras preguntas se pueden responder de manera sintética: quien huye de la Justicia de un Estado democrático y quien incumple sus leyes nunca ha de ser reconocido como un héroe. No hay desobediencia legítima en democracia, y negar esto supone romper la más básica regla de convivencia: "El respeto a la ley y los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social", reza nuestra Constitución en su artículo 10.1. Si una ley no gusta, podrá reformarse por procedimientos democráticos; igual que pondrá recurrirse judicialmente una sentencia que no convence; siendo, como nos enseñara Kant, la "libertad de pluma", y no la desobediencia, el "paladín" último de nuestros derechos. Porque además, por mucho que podamos discutir casos concretos, España es una democracia plena y los derechos fundamentales de cualquier persona –incluida la libertad de expresión– están garantizados no sólo por nuestros tribunales ordinarios, sino también por el Constitucional y, en última instancia, por órganos supranacionales como el Tribunal de Estrasburgo.

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En cuanto a la tercera pregunta (si España puede hacer el ridículo por esta condena), la respuesta es más compleja, como ya referí en un artículo anterior. Las canciones por las que ha sido juzgado en algunos extremos excedían la libertad de expresión y podían merecer una sanción penal, especialmente en lo que eran amenazas muy concretas a ciertas personas; pero también es cierto que probablemente la condena por enaltecimiento del terrorismo y por injurias a la Corona puede resultar desproporcionada. De hecho, la más reciente jurisprudencia de Estrasburgo obliga a una lectura restrictiva de estos delitos y de ahí que no se comprenda bien que el Constitucional haya dejado pasar esta oportunidad para entrar a resolver el fondo del asunto. Al final, existe un riesgo alto de que el Tribunal Europeo termine condenando a España por este caso, aunque sea por la desproporción de la condena: se puede concluir que hubo un exceso en el ejercicio de la libertad de expresión (al menos en parte de las canciones), pero si la condena que impusieron nuestros tribunales es excesiva, ello también pudiere justificar que el Tribunal Europeo estime que ha habido violación del Convenio.  Ahora bien, aunque todavía no conocemos la decisión del tribunal belga y, por tanto, no podemos entrar a valorarla, sí que quiero afirmar la importancia de la confianza mutua en el espacio de libertad, seguridad y justicia de la Unión Europea. Y es que, vericuetos procesales aparte en relación con la euroorden, todas las dudas sobre el acierto (o desacierto) de la sentencia del Tribunal Supremo no justifican, a mi entender, que sean los jueces de otro Estado miembro los que se alcen en quijotes de la libertad y se detengan a volver a enjuiciar el fondo de las mismas. Fugarse a otro Estado miembro no puede conceder una suerte de nuevo recurso del que conocen jueces extranjeros; ni estos jueces pueden juzgar hechos cometidos en otros países ni violaciones de derechos fundamentales que, en su caso, corresponderá valorar a los tribunales supranacionales. La Unión Europea, espacio sin fronteras y donde rige ese principio de confianza mutua, no puede tolerar espacios de impunidad y no puede permitir que uno de sus estados miembros se convierta en refugio de prófugos; de tal suerte que si la actual regulación de la euroorden permite tales resultados, urge que las instituciones europeas la reformen para prevenirlos, avanzando así en una mayor integración. Por todo ello, en mi opinión, quienes hacen el ridículo y ponen en peligro la construcción de Europa son precisamente aquellos que caen en un nacionalismo malsano, menoscaban el principio de confianza mutua y cuestionan el espacio de seguridad, libertad y justicia, como tristemente hemos visto con los prófugos del procés catalán. Algo que esperemos que no se repita en el presente caso. 
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