19 de Septiembre de 2018, 21:37
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La campaña electoral no está siendo temática, sino centrada en el asunto Lula, que divide a los brasileños. Para sus leales, es el único que puede salvar a Brasil (de hecho, su lema de campaña había sido Brasil feliz de novo) y conducirlo hacia el país de futuro que pronosticó Stefan Zweig hace casi 80 años; para sus enemigos, es el responsable del terrible deterioro que vive Brasil. Los tribunales finalmente le excluyeron como candidato, ya que está preso desde abril por un supuesto caso de corrupción en torno a un piso que ni siquiera está a su nombre y que, sin duda, parece un asunto menor comparado con las maletas de dinero que supuestamente repartió entre los suyos el presidente Temer. Le sustituye el ex ministro de Educación, Fernando Haddad, un político poco conocido y cuya popularidad no es mayor que la de otros aspirantes que no superan el 15% de intención de voto, como Gerardo Alckmin, del Partido de la Social Democracia Brasileira (PSDB), que ya perdió ante Lula en 2006; Ciro Gome,s del PDT, o la única candidata femenina, Marina Silva, ex ministra de Medio Ambiente de Lula y representante del partido ecologista Rede Sustentabilidade (REDE) que, según las encuestas, sólo conseguirá la mitad del voto obtenido en las elecciones anteriores. Ya sin Lula, las elecciones presidenciales se celebrarán en un clima de incertidumbre y desconfianza absoluta en un sistema político "en total descomposición", según Manuel Castells ('Ruptura: la crisis de la democracia liberal'). Desde la salida forzosa, y polémica, de Dilma Rousseff de la Presidencia por impeachment dos años atrás, Brasil no ha levantado cabeza. El Gobierno interino de Michel Temer, el primer presidente investigado por corrupción, ha empeorado la ya maltrecha imagen del país hundido en una crisis económica, política y social sin precedentes. La octava economía del mundo ha vuelto a los problemas estructurales del pasado, antes de que fuera incluida, con Lula de presidente, en el grupo de potencias globales emergentes de los BRICS (además de Brasil, Rusia, China, India y Sudáfrica). La recesión de 2015 y 2016 ha dejado secuelas. Aunque la economía creció un 1,1% en 2017 y se prevé casi un 2% para el año en curso, los costes de la crisis en términos de desarrollo y seguridad han sido altos. Según Insight Crime, tras una década de descenso de la violencia, Brasil tiene la quinta tasa de homicidios más elevada de América Latina (29,7 por cada 100.000 habitantes) y, desde febrero de 2018, el Gobierno de Temer acudió al Ejército para controlar la situación en Rio de Janeiro. A ello se suma la crisis de refugiados en la frontera con Venezuela. Los datos sociales también se han resentido por la crisis: si durante el Gobierno de Lula 40 millones de brasileños ascendieron a la clase media, casi 10 millones han vuelto a ser incluidos en las estadísticas de pobreza. En 2017, un 25,4% de los brasileños más de 50 millones vivían con menos de 5,5 dólares/día, umbral de la pobreza establecido por el Banco Mundial. Con ello, se acentuó la vieja división sur-norte: un 43,5% de la población del nordeste es pobre, comparado con sólo un 12,3% en el sur desarrollado del país. Esta división estructural también se reflejará en las elecciones presidenciales: tradicionalmente, el PT ha sido el partido más votado en el nordeste pobre, donde gran parte de la población se identifica con Lula y su ascenso de obrero a presidente. Pero ninguno de los tres problemas economía, violencia y pobreza han centrado la campaña, sino la feroz lucha entre leales y adversarios de Lula, que ha polarizado el país. Al no poder ser candidato, ha transferido su voto a su sucesor, pero no queda tiempo para hacer campaña y la historia de su delfín Dilma Rousseff es un antecedente negativo. Es casi seguro que ninguno de los cinco principales candidatos, a pesar de haber creado alianzas electorales entre los numerosos y fluctuantes partidos políticos del país, consiga una mayoría en la primera ronda electoral. Si hay una segunda vuelta, que tendría lugar el 27 de octubre, se dibujan dos escenarios, ambos polarizados: el primero sería un ballotage (segunda vuelta) entre Haddad y Bolsonaro, que probablemente ganaría el primero; y el segundo, entre Ciro Gomes y Bolsonaro. Salvo sorpresa de última hora, según las encuestas, ninguno de los demás aspirantes llegaría a la segunda ronda electoral. Seguramente, Lula hubiera sido el único que hubiera podido parar a Bolsonaro. Siguiendo las recomendaciones de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro 'Cómo mueren las democracias', sólo una alianza entre los partidos de izquierda y centro (entre otros, PT, PDT, Redes, PSDB y Partido do Movimiento Democrático Brasileño, PMDB) podría servir de gatekeeping en la segunda ronda electoral, bloqueando la entrada de candidatos poco democráticos como Bolsonaro, a quien sus adversarios consideran un populista de derechas tan imprevisible que Trump. Gane o no gane, la polarización y el populismo han llegado al país más importante de América Latina. La disputa electoral de octubre será entre la continuidad de un sistema de partidos debilitados y corruptos o un retorno posible a un pasado oscuro de tintes populistas. Dieciséis años después de la histórica victoria electoral de Lula y de su promesa de cambiar Brasil, el país ha retornado a la casilla política de partida la vieja división izquierda y derecha, pero sin la esperanza y el entusiasmo de entonces de que una nueva élite pudiera transformar el país de forma duradera y positiva. Sea quien sea el próximo presidente de Brasil, tendrá que gobernar un país dividido y en depresión.(Pregunta-Respuesta sobre las relaciones entre Brasil y España, aquí)