30 de Agosto de 2018, 12:53
Si la democracia fuera un cuerpo humano, la libertad de expresión sería su sangre. El corazón, que bombea esa sangre sin parar y con fuerza, sería la libertad de pensamiento, ideológica y religiosa. Y el voto y la participación ciudadana sería el cerebro; al mando, con sus neuronas y conexiones. La buena salud de ese cuerpo requiere que la sangre circule abundante y sin trabas. Si las arterias se esclerotizan, si la sangre no se renueva, si el corazón deja de bombear al ritmo adecuado, el cuerpo-democracia comienza a morir.
Aunque la libertad de expresión ha sido reconocida como esencial para la democracia desde los tiempos de la Atenas clásica, fue John Stuart Mill quien señaló que en democracia "debe existir la máxima libertad ("the fullest liberty") de profesar y discutir, como una cuestión de convicción ética, cualquier doctrina, por inmoral que pueda considerarse". Sólo así el debate público podrá ser realmente libre y todos los argumentos explorados de forma objetiva y neutral. Cualquier doctrina o idea, por más que nos repugne moralmente, debe tener derecho a ser expuesta con libertad. Y eso implica que la libertad de expresión sólo puede ser genuina cuando su protección es neutral.
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Distinguiré tres contextos diferentes de ejercicio de la libertad de expresión: el privado, el público institucional y el público no institucional. El alcance, las formas de ejercicio y sobre todo sus límites son distintos en cada uno de ellos.
El espacio privado es el terreno de lo subjetivo, donde reinan las preferencias personales. Se alcanza ahí, en democracia, el grado máximo de protección de la libertad personal. Si quiero colgar una bandera independentista de mi balcón, la cuelgo y nadie puede impedirlo ni quitarla. Lo mismo si lo que quiero es colgar una bandera española constitucional, o una republicana, o la foto de Hitler, o la de mi abuela. Lo mismo aplica a nuestra indumentaria (si nos colgamos un lazo amarillo, o rojo), a nuestro cuerpo (si nos tatuamos una esvástica, la efigie de Bach o una planta de marihuana), a nuestro vehículo o a nuestras pertenencias. Cada uno es soberano de sus mensajes privados, dueño y señor de esta 'fullest liberty', con el único límite del daño a terceros, como el propio Mill reconocía.
El segundo ámbito es el público institucional, el de las instituciones democráticas públicas, del que nadie debe ser excluido. Este ámbito no es propiedad de nadie, ni siquiera de los que han obtenido una mayoría de votos en las elecciones, sino la casa común, la casa de todos. ¿Puede un alcalde que acaba de ganar las elecciones con mayoría absoluta colgar del balcón municipal la bandera de su partido, o esculpir en las paredes del consistorio el escudo de dicho partido? La respuesta es no. ¿Puede la mayoría recién constituida en el Congreso decidir re-decorar el edificio para que luzcan por todas partes símbolos de la ideología que defienden? Tampoco. ¿Puede utilizar el Gobierno los medios de comunicación de titularidad pública para promover su propia ideología en detrimento o exclusión de las demás? Por supuesto que no. El ámbito público institucional es el espacio de la neutralidad. Y la libertad de expresión, incluso en su grado máximo, está fuertemente limitada por dicha neutralidad.
De los balcones de los ayuntamientos no debieran colgar otras banderas o símbolos que los estrictamente institucionales. El edificio del ayuntamiento, como el del Congreso, una escuela pública o una comisaría es un espacio sagrado para la neutralidad pública democrática. Ningún alcalde, por más noble que le parezca la causa, tiene derecho a colgar una pancarta de reivindicación de la independencia, ni por supuesto una contraria a la misma, ni a favor o en contra de la "libertad de los presos políticos". ¿Quiere eso decir que otro concejal de otro partido o cualquier ciudadano tienen derecho a retirar dicha pancarta si la han colgado? No exactamente. El espacio público institucional se gobierna por reglas institucionales, y sólo la misma institución, u otra con potestad para hacerlo, pueden ordenar la retirada de símbolos y mensajes. El ayuntamiento es nuestra casa, pero no nuestra casa privada (ni de la mayoría ni de la minoría).
Llegamos al espacio público no institucional, tal vez el más importante de todos. Jürgen Habermas, el autor que más ha hecho por teorizar sobre la esfera pública y conectarla con la legitimidad de la democracia, nos ha enseñado que sólo una deliberación pública intensa, activa y dinámica, llevada a cabo por la sociedad civil en condiciones de libertad y respeto y regida por la fuerza del mejor argumento, y no por el argumento de la fuerza, puede mantener las instituciones formales de la democracia con pulso democrático suficiente. Ese corazón de la libertad ideológica y de pensamiento debiera bombear un caudal abundante de ideas, argumentos y razones en pro de una mejor comprensión colectiva de los problemas políticos y de un ideal de consenso razonado, así como del ejercicio de un necesario control político sobre las instituciones. En el espacio público no institucional debe regir, pues, una libertad de expresión máxima. Las instituciones deben ser tan permisivas con ellas como sea posible, siempre preservando ciertas reglas mínimas de orden público, respeto y no violencia. Sin embargo, igual que en el espacio público institucional, la esfera pública debe estar gobernada por el principio de neutralidad. Todos los ciudadanos deben tener el mismo derecho al ejercicio de la libertad de expresión. Y los poderes públicos no pueden favorecer ninguna idea o facción.
¿Cómo se aplica esto al caso de los lazos amarillos? Es obvio que, en principio, los ciudadanos que lo deseen tienen el derecho a colgar lazos amarillos o plantar cruces para expresar su rechazo a la prisión preventiva de los líderes independentistas o su imputación por rebelión; pero hay excepciones. En primer lugar, no pueden hacer un uso exhaustivo, que agote o deteriore el espacio público, porque ello impediría expresarse a los demás. En segundo lugar, no puede aceptarse que se dañe el patrimonio histórico y cultural o el mobiliario público, o que los mensajes que se cuelguen resulten gravemente ofensivos. Por otra parte, los ciudadanos que discrepen con el mensaje simbólico del lazo amarillo tienen el derecho a quitarlos del espacio público no institucional, también como forma de expresión (igual que deben aceptarse, tal y como ha refrendado la mayoría de tribunales, la quema de fotos o de banderas). Digámoslo así: un ciudadano monárquico tiene derecho a enganchar la foto del rey de una valla; y uno republicano tiene derecho a sacarla y quemarla. Mientras lo hagan de forma pacífica, las instituciones no deberían intervenir, y mucho menos hacerlo en favor de unos u otros.
Dicho esto, recordemos que lo que justifica la libertad de expresión máxima en este espacio público no institucional es la posibilidad de contribuir a un debate público abierto, razonado, constructivo y de calidad. Un uso exhaustivo de símbolos políticos y pintadas en el espacio público no institucional, o un constante ponerlos y quitarlos por parte de los ciudadanos, sólo nos puede llevar a un debate pobre y un espacio público deteriorado. Tenemos en Cataluña y en España un conflicto político de primera magnitud que en ningún caso debemos menospreciar. Es vital afrontarlo con un genuino debate de ideas y argumentos, con visión constructiva de futuro y con el máximo respeto por las libertades personales de todos y por la democracia. Entrar en una guerra por los símbolos no va a colocar a nadie en una mejor situación para resolver el conflicto. No dejemos que nos arrastre la política simbólica, y dediquemos todas nuestras energías a hacer buena política sustantiva; es decir, deliberativa.