17 de Agosto de 2018, 01:02
El primer aniversario de los atentados terroristas en Barcelona y Cambrils en agosto de 2017 sirve para recordar un suceso en buena parte soslayado por el torrente de titulares provocados por el conflicto político catalán. Pese a todo, las investigaciones policiales han continuado su curso y en este tiempo se ha podido profundizar y conocer muchas de las características sobre la célula 'yihadista' que perpetró los ataques, así como los detalles de su criminal actuación.
En este año han sido numerosos los informes y artículos periodísticos publicados al respecto, que han querido poner el énfasis en diversas cuestiones, como el proceso de radicalización experimentado por los componentes de la célula, el trabajo de las distintas agencias de seguridad (especialmente sobre los eventuales fallos de coordinación y colaboración que se produjeron) o la protección de los espacios públicos en las ciudades. No es erróneo afirmar que todas ellas se han visto rodeadas por agrias polémicas que han tratado de, cuando menos, partidizar la discusión y convertir los atentados en un nuevo barrizal de confrontación política. Como ocurrió después de los ataques yihadistas de Madrid del 11 de marzo de 2004, determinados sectores políticos y mediáticos han querido polarizar el debate público. Este craso error, un fracaso colectivo, se vuelve a repetir (incluyendo en esta ocasión también las respectivas dosis de teoría de la conspiración, insinuada incluso por ciertos portavoces de grupos políticos en sede parlamentaria), lo que, más allá de la terrible e irreparable pérdida de vidas, supone el verdadero minado para la convivencia y la superación del trauma; es golpear el muro de carga de la resiliencia ciudadana.
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La idea de resiliencia ha sido uno de los conceptos clave a la hora analizar los atentados y la reacción social posterior, así como sugerir pautas para actuar proactivamente en futuros atentados. Una revisión de los informes publicados por diversos think-tanks y papers académicos permite advertir que ésta se ha convertido en una pieza central del análisis. En síntesis, la promoción de la resiliencia trata de fortalecer la capacidad de recuperación de las sociedades frente a las crisis producidas por el terrorismo (u otros episodios de violencia política, así como frente a catástrofes u otras calamidades) a través de una gestión que permita garantizar la continuidad de la actividad pública y la protección de la ciudadanía. Resiliencia es convertir la proclama del No tenim por en un principio de comportamiento cívico o que una urbe cosmopolita como Barcelona recupere su normal pulso después de un evento de tales características.
Como ejemplo de su relevancia, la importancia atribuida a la resiliencia la ha erigido como un principio rector de la política de seguridad nacional para la gestión de crisis, tal y como refleja la Estrategia de Seguridad Nacional de 2017. Sin embargo, pretende ser una idea holística y, quizá por ello, a menudo ambigua en su formulación práctica: se orienta a la necesidad de que la ciudadanía sea consciente de los riesgos y amenazas presentes (desde la posibilidad de un atentado a procesos de radicalización violenta o extremismo violento), a que la ciudadanía sepa cómo actuar en caso de emergencia, a la participación de toda la comunidad en las políticas de seguridad, a que las administraciones públicas sean capaces de dar respuesta eficaz a un acontecimiento de tal envergadura, a la protección de las infraestructuras críticas, etc. En definitiva, son tantos los frentes que pretende abarcar que resulta complejo articular respuestas concretas desde y para los poderes públicos y la sociedad civil en sentido amplio.
Una lectura atenta permite apreciar que todos estos ámbitos donde se incide en la trascendencia de la resiliencia concurren en un espacio de (con)vivencia fundamental: las ciudades. La seguridad en y de las mismas es objeto recurrente de investigación, análisis y debate especialmente desde 2015, cuando numerosas capitales y ciudades europeas se han visto golpeadas por el terrorismo. Los ataques de hace un año revivieron esta cuestión en España, reflejando la absoluta dificultad de aportar una respuesta plenamente satisfactoria a estos problemas. La propia configuración del entorno urbano, material, espacial y socialmente, lo convierte en lugar propicio para convertirse en objetivo terrorista.
Tal y como el profesor Diego Muro ha explicado, el terrorismo puede ser eficaz en el terreno táctico y a corto plazo, pero difícilmente podrá lograr una victoria estratégica. Esta conclusión invita a pensar que el impacto final del terrorismo estará más influenciado por la respuesta que reciba que por el daño directo que genere; esto es, por la capacidad de ser resilientes frente a estos episodios violentos más o menos continuados.
Estas ideas, aquí solo esbozadas, apuntalan el significado de las ciudades en esa doble dirección: como objetivo terrorista y como elemento, real y simbólico, de la lucha contra el terrorismo; en su capacidad de evitar fisuras que dañen la convivencia. Esto abre ineludiblemente la discusión en torno a cuestiones difíciles, como la protección de los espacios públicos y su proyección simultánea como lugares abiertos e inclusivos, el nivel de restricción de ciertos derechos para asegurar la libertad y el bienestar, la construcción del discurso público sobre asuntos que pueden crear alarma social, etc. No parece que haya una solución definitiva, y mucho menos dicotómica, en torno a estos temas. Por ende, la salud del compromiso y el debate políticos parecen fundamentales para ir gestionando la cotidianeidad de una amenaza que va a seguir persistiendo sobre ese entorno urbano que es y será central en la gobernanza del siglo XXI.
La resiliencia que contribuya a la seguridad de las ciudades empieza por la respuesta política que se otorgue al terrorismo; por evitar, una vez más, tropezar con la piedra de la fractura social. Es el primer paso para mejorar la labor de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, generar procesos de co-creación de políticas multiactor y multinivel, coordinar mecanismos de prevención de la radicalización violenta En definitiva, para progresar en todos esos factores que se han advertido como vitales para tratar de evitar un nuevo 17-A.