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‘Brexit’: el juego político que complica el acuerdo

Arman Basurto

31 de Julio de 2018, 22:14

En las dos últimas semanas se ha podido ver cómo saltaba por los aires el frágil equilibrio sobre el que se asentaba la política británica post-brexit. En la finca de Chequers, Theresa May logró consensuar una posición común de su Gabinete para concluir las negociaciones de salida de la Unión Europea. Esto sucedió un viernes. Pero el lunes, antes de que se publicase el ‘white paper’ en el que se desgranaba en qué consistía dicha posición, el secretario de Estado de Exteriores Boris Johnson y su homólogo para la Salida de la UE David Davis ya habían anunciado su dimisión. El hecho de que el Gobierno británico haya saltado por los aires como consecuencia de un acuerdo adoptado por él mismo nos da idea de la gravedad de la crisis que afronta May y de la división existente en sus filas. Con las dimisiones, el Gobierno de May queda al borde del KO, y es probable que el plan expuesto en el white paper no supere la decisiva votación sobre el acuerdo final que tendrá lugar el próximo otoño en la Cámara de los Comunes. Si se entra a analizar el documento aprobado en Chequers, lo primero que llama la atención es que, antes del cuerpo del texto, hay dos mensajes a modo de prólogo: uno de la primera ministra y otro del nuevo secretario de Estado para la Salida de la UE, Dominic Raab. Y en este último mensaje se pasa precisamente de puntillas por lo más importante: que este nuevo secretario de Estado, que ni siquiera estuvo en la reunión de Chequers, está apadrinando un documento que no se redactó bajo su mando y que es precisamente la causa de su nombramiento. No hay en todo el texto ni una sola mención a este hecho.

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Pero eso no es todo. El documento lo asume Raab (un 'brexiteer'), pero su verdadero 'padre' es Oliver Robbins, consejero de Asuntos Europeos de la primera ministra. Robbins es funcionario de la Administración y un convencido 'remainer', lo que explica la apuesta por un brexit suave que recorre el documento de principio a fin. Ésa es, en fin, la situación kafkiana en la que se halla el Gobierno británico: un secretario de Estado (Raab, brexiteer) apadrina un informe favorable al brexit que se encontró literalmente en su escritorio al incorporarse al Gabinete, y que ha sido redactado por un funcionario (Robbins, remainer) que tiene una visión opuesta a la suya, y que es de la absoluta confianza de la primera ministra. ¿Por qué May no nombró entonces a Robbins secretario de Estado? Porque, en ese caso, el sector duro del partido habría hecho caer a la primera ministra. Éste es el contexto que rodea al white paper, y que ha condicionado decisivamente su contenido. Ya desde el prólogo, Raab incide en la que estaba llamada a ser la clave de bóveda del nuevo plan de salida: el brexit es concebido como una forma de recuperar la capacidad de concluir acuerdos comerciales con terceros estados. Por ello, se incide en que permitirá al Reino Unido obrar con mayor libertad en un mercado global. Ahora bien, el hecho de que se busque recuperar esa libertad de alcanzar acuerdos con otros bloques comerciales no implica que Reino Unido busque cortar de raíz sus lazos con la Unión. Al contrario. Se apuesta por un marco en el que exista un área de libre comercio con la UE y en el que tres de las libertades del mercado único (libre circulación de bienes, servicios y capitales) se mantengan, pero con la circulación de personas enormemente restringida. Ello implicaría acabar con el mercado único, pero no con la aplicación del derecho europeo en territorio del Reino Unido. La propuesta hace especial énfasis en los servicios digitales, y mantiene que no habrá frontera física en Irlanda (una obligación derivada del Acuerdo de Viernes Santo). Por último, en el documento se defiende el establecimiento de algo parecido a una unión aduanera, pero en la que el Reino Unido pudiese mantener la capacidad de fijar aranceles. Esto es, se busca recuperar una política aduanera propia, pero sin que impacte en el comercio entre Reino Unido y la UE. Para ello, en la frontera las mercancías habrían de pagar un arancel diferente en función del destino que declarasen (Reino Unido o la Unión). Así podría evitarse la frontera física en Irlanda. Más allá de los efectos distorsionadores que esto tendría sobre el comercio internacional y los acuerdos ya suscritos con terceros estados, la propuesta genera dudas en cuanto a la prevención de fraudes relacionados con el pago del arancel. Eso, por lo que respecta a la relación futura con la Unión. Sobre las relaciones con el resto del planeta, la idea de una global Britain que alcance acuerdos ventajosos con terceros estados está muy condicionada por los dos bloques económicos entre los que se sitúa el Reino Unido. El mismo día en el que el white paper fue publicado, los remainers más mediáticos y los medios de la Unión Europea ya advirtieron de su escaso realismo. Pero, además, en las dos últimas semanas han tenido lugar dos hechos que desafían la visión optimista que el Gobierno de May desea transmitir: Por un lado, Trump afirmó el mismo día en que llegaba al Reino Unido de visita que la estrecha relación futura entre Reino Unido y la UE descrita en el white paper hacía muy difícil un acuerdo comercial con su país. Dicho de otra forma: no es tarea sencilla combinar las obligaciones relativas al estatus de socio privilegiado de la UE (esto es, asumir legislación de la Unión, compartir un arancel, etcétera) con la libertad negociadora necesaria para concluir acuerdos con un gigante como los Estados Unidos. Esto supuso una bofetada fenomenal al Gobierno de May, que veía cómo un brexit suave la alejaba de un acuerdo comercial con EE.UU. Su apuesta era combinar ambas opciones, y Trump no tardó ni una semana en echar por tierra esa posibilidad. Y, por otro lado, el pasado miércoles, el presidente Juncker cosechó un (¿sorprendente?) éxito diplomático en la Casa Blanca, alejando la posibilidad de una guerra comercial y haciendo valer la ley de gravedad: pesa más una economía de 500 millones de personas que una de 66 millones, por mucho que éstos hablen inglés. Este hecho (que la UE tiene más poder negociador junta que sus países por separado) ya lo había reconocido implícitamente el propio Trump, quien prometió a Francia un acuerdo comercial favorable si ésta se salía del bloque comercial europeo. Puede parecer una simpleza, pero desde una óptica empresarial (donde las negociaciones son de suma cero) jugar a dinamitar la UE y buscar negociar por separado con sus miembros es un planteamiento lógico; profundamente equivocado, sí, pero en línea con la mentalidad empresarial con la que Trump está abordando la diplomacia. En ese sentido, que el presidente estadounidense sea muy consciente de ello no es buen augurio para el Reino Unido. Por todo ello, la perspectiva negociadora para el Reino Unido es mala y puede ir a peor, pues lo cierto es que el acuerdo propuesto en el white paper es inasumible para la Unión: en ningún caso va ésta a aceptar que se troceen las cuatro libertades, permitiendo a Reino Unido mantener las que más le benefician y descartar la que tiene un mayor coste político (la libre circulación de personas, pilar de la campaña por la salida de la UE). Un acuerdo así sería abrir la puerta para que otros estados emprendiesen la senda del Reino Unido, y eso es lo que la UE quiere evitar a toda costa. Por ello, para la Unión es preferible una salida no pactada a un acuerdo con estos mimbres. Y eso es letal para el Reino Unido porque, con o sin acuerdo, Reino Unido estará fuera de la Unión el 20 de marzo y, cuanto más se acercase el acuerdo final a un brexit duro, más posibilidades habría de que los conservadores moderados articulasen una mayoría contraria al acuerdo en la Cámara de los Comunes. Así las cosas, y en una muestra más de desconfianza hacia los miembros de su Gabinete, May ha anunciado que ella misma asumirá a partir de ahora la representación del Reino Unido en las negociaciones, sustituyendo al propio Raab (que ni ha llegado a estrenarse). ¿Qué implica esto? Que Robbins, su consejero 'remainer', va a tener aún más peso. Este hecho ha levantado una polvareda notable en el ala dura del partido conservador y debilita aún más la posición de la primera ministra. Éste es el estado de la cuestión, después de meses de un tira y afloja diplomático que no ha conducido a nada. Walter Bagehot, padre del constitucionalismo inglés, afirmaba en su obra The English Constitution que "la diplomacia no puede ser simplemente una acción: también debe ser un espectáculo".   En ese sentido, no cabe duda de que la élite política británica, para la que ese libro ha sido un pilar en su formación durante siglo y medio, se ha tomado la frase al pie de la letra.  
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