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Neutralidad y legitimidad de las instituciones en Cataluña

Víctor Javier Vázquez

30 de Julio de 2018, 22:34

En cualquier nivel de gobierno institucional los actos de los poderes públicos son reconducibles al principio de legitimidad democrática. Entre otras cosas, esto quiere decir que las instituciones de gobierno se configuran en función de qué opción u opciones políticas han obtenido el aval mayoritario del cuerpo electoral para intentar hacer realidad, en un momento concreto, su programa ideológico. Por este motivo, bien puede afirmarse que la tarea de gobernar es la de decidir conforme a un plan ideológico avalado democráticamente, es decir, se trata de una actividad que no es neutral desde el punto de vista político, sino justamente lo contrario. Los actos de los órganos de gobierno democrático no son equidistantes con respecto a las opciones políticas de su ámbito de destinatarios, sino que siempre van a satisfacer más a unos que a otros. Si son una mayoría los desafectos, será el propio proceso democrático el que censure la forma en la que han interpretado su mandato quienes ocupan las instituciones de gobierno, negándoles la renovación de la confianza otorgada. La parcialidad política de estas instituciones es, por lo tanto, consustancial a la democracia, como también lo es el que normalmente no sean los jueces, sino la opinión pública o los ciudadanos, quienes censuren dicha parcialidad, a través de los canales formales e informales que para ello ofrece el proceso político.   Ahora bien, que los gobiernos actúen de forma políticamente parcial no quiere decir que esta parcialidad no tenga límites jurídicos más allá, obviamente, de aquéllos que expresamente haya querido establecer la voluntad general a través de la ley. Me refiero, por lo tanto, a límites constitucionales directamente vinculados a las condiciones mínimas de neutralidad institucional exigibles en una democracia bien ordenada, donde nadie sea considerado por los poderes públicos como un outsider o un ciudadano de segunda categoría dentro de la comunidad política por causa de sus opiniones o ideas.

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Dos sentencias recientes, una de un juzgado de lo Contencioso en la ciudad de Barcelona y otra del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, han puesto de manifiesto de manera clara cómo se concreta esta obligación de neutralidad institucional; que si bien podemos entender que es de mínimos, no quiere decir que no exista ni que, como en estos casos, no pueda ser exigible judicialmente. La primera de estas sentencias, como es sabido, tiene su causa en la denegación, a un grupo de alumnos de Societat Civil Catalana, de la inscripción en el registro de colectivos de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). En el segundo caso, lo que se recurría era la decisión del Ayuntamiento de Sant Cugat del Vallés de situar en un espacio público un mástil con una estelada. En los dos casos, los recursos interpuestos han sido estimados. Pese a los diferentes perfiles que presentan uno y otro litigios, lo cierto es que en ambos existe un elemento común: lo que se pone en cuestión y finalmente se condena es, como intentaré explicar, la preterición de ciertos ciudadanos catalanes dentro de la comunidad política y por razón de su ideología. Desde luego, la Universidad se gobierna políticamente. Dicho de otra forma: la política universitaria es inherente a la propia idea de autonomía de esta institución que consagra la Constitución. Dentro de la comunidad universitaria habrá, por lo tanto, alumnos y profesores que se sientan más o menos próximos a la orientación que un equipo de gobierno esté dando a un determinado mandato. Ahora bien, cuando un centro crea espacios concretos para la participación de su comunidad (tal y como es, en este caso, un directorio de asociaciones a través del cual dinamizar la vida universitaria), ya no cabe sobre este espacio ninguna decisión de política universitaria que diferencie el trato de los distintos grupos de estudiantes sobre la base de su posición ideológica. Donde exista un foro público, como bien insiste la jurisprudencia de la Corte Suprema norteamericana, la neutralidad política de las instituciones se impone de una forma absoluta, y esto se traduce en un tratamiento estrictamente igualitario de los diferentes puntos de vista que allí se expresen. Esta exigencia se acentúa aún más si cabe en un ámbito como el universitario, al que podríamos considerar en sí mismo como un foro público natural donde el ejercicio de la libertad de expresión es un bien especialmente preciado. En este sentido, al denegar el acceso igualitario de las diferentes posiciones políticas, la UAB no sólo vulnera los derechos a la igualdad y la libertad de expresión e ideología, tal y como declara la sentencia, sino que, sobre la base de su falta de neutralidad, desvirtúa este espacio público, desalentando en él el ejercicio de aquellas libertades que lo definen. En relación a la segunda sentencia a la que hacíamos alusión, la de la ubicación de una estelada en un espacio público por parte del Ayuntamiento de Sant Cugat del Valles, cabría empezar diciendo que cuando una institución pública reconoce como propio un símbolo político y controvertido, no está con ello vulnerando la libertad ideológica de quienes no se sienten identificados con él. Ahora bien, las instituciones, como recordaba Ronald Dworkin, tienen un prestigio para los ciudadanos, y a este respecto ese reconocimiento simbólico, que conceptualmente no puede equiparse a una censura, sí es un presupuesto para que los ciudadanos que no se identifican con el mismo tengan la percepción de que son outsiders o integrantes de segunda categoría dentro de la comunidad política a la que pertenecen. Por decirlo de una forma clara: en este contexto institucional, el reconocimiento tiene siempre un envés que es, en mayor o menor grado, la sensación de exclusión –o de desprecio– de los no reconocidos. Pero más allá de ese sentimiento, desde el punto de vista democrático lo que no resulta admisible es que determinados ciudadanos participen en el proceso político, entendido éste en el sentido más amplio, con el condicionante previo y adicional de que las opciones rivales cuentan con un reconocimiento institucional del que ellos carecen. En este sentido, la participación política en contextos de plena confusión o solapamiento simbólico entre las instituciones de gobierno y una opción ideológica se asemeja mucho a una simulación democrática. Desde mi punto de vista, estas mismas exigencias del fair play democrático impiden también la cesión monopolista a ciertas opciones políticas de lo que pueden considerarse foros públicos naturales, como plazas, parques o infraestructuras municipales. No es constitucionalmente admisible que las mayorías de gobierno en un sistema democrático actúen como ventrílocuos ocultos tras ciertos sectores afines de la sociedad civil que garantizan la presencia hegemónica de su mensaje político en los espacios públicos. Y es que el hecho de que las instituciones democráticas de gobierno tengan como fin llevar a cabo un determinado programa político no quiere decir que tengan sobre el dominio público el mismo haz de facultades que un partido político sobre sus propiedades, ni que, como bien recordaba recientemente el profesor Ignacio Villaverde, las instituciones tengan derecho a la libertad de expresión. Como ya he señalado, la jurisprudencia que acabamos de ver refleja bien cuáles son los límites oponibles a la parcialidad política de las instituciones desde una cierta idea jurídica de neutralidad institucional. En cualquier caso, no está de más hacer alusión al contexto excepcional en el que estos conflictos se producen, el del denominado proceso político catalán, y también a las propias limitaciones que tienen los remedios judiciales en relación a algunos de los problemas que éste plantea. En una situación de conflicto político como la existente, y sin mayorías claramente definidas, la generalización de políticas institucionales de identificación ideológica con una de las opciones en liza, que subsumen de forma incoherente en una sola identidad al conjunto de una ciudadanía plural, más allá de dificultar la integración igualitaria de muchos ciudadanos en su comunidad política puede generar en este nivel de gobierno una verdadera crisis en aquello que Guglielmo Ferrero denominó los "principios de legitimidad del poder". Es decir, que la explícita parcialidad de los poderes públicos deslegitime irremediablemente a éstos a los ojos de una parte significativa de la comunidad política. Para esa crisis, el Derecho no ofrece ya ninguna solución.  
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