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Con respecto a la Justicia española, la imagen internacional que queda es extraordinariamente comprometida. Ya observamos atónitos cómo en diciembre de 2017 se retiraron unas euroórdenes por temor a que se rechazara la existencia del delito de rebelión. Después se reactivaron precipitadamente en un momento político comprometidísimo en Cataluña: el intento de investidura como presidente de uno de los reos. Más tarde, la Justicia belga consideró que las solicitudes del magistrado español contenían defectos de forma, lo que no era realmente cierto, como vino a reconocer expresamente el tribunal alemán y dijimos algunos en su momento. Finalmente, el tribunal de Schleswig-Holstein sentenció que no había delito de rebelión pese a los esfuerzos argumentativos del magistrado español, pero concedió la entrega por malversación. Y finalmente dicho magistrado, de oficio, sin consulta oficial previa a nadie ni al Ministerio Fiscal, renuncia a la euroorden que él mismo había solicitado y que le ha sido concedida. Claro está, no exactamente como la había solicitado, pero es que eso no estaba en su mano, sino en la de los jueces del Estado en el que se detuvo al reo, porque así lo establece pacíficamente el Derecho internacional. Se comprenderá que la fotografía que queda de todo lo sucedido es extraordinariamente precaria. Y es que, insisto, queda totalmente al margen del poder de disposición de un juez de instrucción la decisión de no perseguir un delito que está investigando, porque ello es esencialmente contrario al Código Penal; es decir, al principio de legalidad. Además, se apoya en un fundamento jurídico erróneo, puesto que arguye que la interpretación de la Comisión Europea sobre su manual de la euroorden le permite obrar así, lo que no se ajusta del todo a la realidad. Lo que dice ese manual es que si el Estado extranjero rechaza la euroorden, el juez nacional puede decidir mantenerla con respecto al resto de estados de la Unión Europea, lo que es lógico, puesto que la decisión de los jueces de un Estado no puede vincular a todos los demás. Pero es que en este caso sí se ha concedido la entrega, es decir, justo lo contrario. Por tanto, no estaba en su poder rechazarla, pero al ser un magistrado del Tribunal Supremo y no conocer superior salvo que sus compañeros de Sala decidan desmentirle, lo que es poco probable, nadie protestará por esta decisión. Está por ver si Alemania, u otro Estado europeo, presenta una queja a este respecto ante la Comisión Europea, puesto que rechazar una entrega que pidió el propio magistrado porque no viene exactamente como la pedía sí quebranta decisivamente el mecanismo de la orden europea de detención y entrega. No sería extraño algún pronunciamiento al respecto de las instituciones europeas, porque lo sucedido es particularmente grave. Pero la pregunta que queda es: ¿podían los jueces alemanes obrar como lo han hecho? Desde luego que sí, y su actuación ha sido ajustada a Derecho. Basta leer el artículo 2.4 de la Decisión Marco relativa a la orden europea de detención. En dicho artículo se dice expresamente que los jueces alemanes tenían que determinar si los hechos que justifican la emisión de la orden de detención europea eran constitutivos de un delito según el Derecho alemán. Y eso es justo lo que han hecho. No modifican en absoluto el relato que les llegó del juez español. Tienen en cuenta los numerosos elementos de juicio al respecto que éste les remitió. Y prescindiendo de la retórica emotiva del relato que no es jurídica, concluyen que el delito no existió, y no porque no se den cuenta de que los hechos "pudieran haber quebrantado el orden constitucional español", como afirma el magistrado Llarena. Claro que se dan cuenta. Lo que sucede es que, como he explicado reiteradamente en muchas ocasiones (aquí y aquí), no existe el elemento decisivo de la existencia del delito de rebelión: la violencia; y no cualquier violencia, sino la insurreccional. Algo querrá decir, por cierto, que el magistrado retire todas las euroórdenes y no se arriesgue a plantear una cuestión prejudicial al respecto ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, porque, como razona el magistrado, era descabellado desde cualquier punto de vista. No es cierto, en cambio, que el tribunal alemán hubiera debido plantearla. Al contrario, sus decisiones son recurribles ante el Tribunal Supremo alemán, al contrario de lo que afirma el magistrado, por lo que el Tribunal de Schleswig Holstein no era un órgano de última instancia. Y además, no existía duda alguna que justificara el planteamiento de la cuestión. Ni siquiera lo solicitó la Fiscalía alemana, como es lógico. El tribunal alemán ha actuado de modo impecable, y hay que decirlo claro de una vez por todas. Lo que posiblemente sucede es que no se desean más pronunciamientos adversos de los jueces europeos que pudieran perjudicar el proceso en España contra los procesados encarcelados. Pero, con ello, la Justicia española incurre en un aislacionismo impropio de la Unión Europea. Se atrinchera en defensa de la persecución de unos hechos que sólo son delito de rebelión desde la consideración emocional de los mismos por una parte de la población española, alarmada por la fallida, inefectiva y, por demás, absurda declaración de independencia de Cataluña, banalizada por sus propios promotores desde el minuto cero. Un esencial respeto por la presunción de inocencia debería llevar a levantar la acusación de rebelión sobre el resto de procesados. Por otra parte, ese aislacionismo puede tener muy corto recorrido. De producirse una condena, algún día llegará este proceso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y en esa inevitable sede se analizará si es conforme a la imparcialidad judicial que un magistrado de la misma sala del Tribunal Supremo que va a juzgar se haya hecho cargo de la instrucción. Se analizará si fue respetuosa con el derecho a la libertad personal haber aplicado la durísima prisión provisional sobre los reos. Y, finalmente, se analizará si la condena fue respetuosa con el derecho a la presunción de inocencia, habida cuenta de todos los endebles sustentos ya explicados de la supuesta rebelión. Ojalá una esencial llamada al sentido común, la norma jurídica más básica, impida todo este probable devenir.