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El blindaje jurídico del Monarca

Patricia García Majado

15 de Julio de 2018, 22:17

El Rey es el sujeto que goza del estatus jurídico más privilegiado en nuestro ordenamiento jurídico, hasta el punto de resultar, en no pocos extremos, difícilmente conciliable con el principio democrático. Por un lado, el artículo 56.3 de la Constitución Española establece que «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad», lo que significa que nuestro Jefe del Estado carece de todo tipo de responsabilidad jurídica; tanto penal, civil, laboral como administrativa. Y ello tanto en su condición de Rey (como cargo institucional) como en su condición de ciudadano particular, pues la Constitución deja meridianamente claro que la inviolabilidad está vinculada a su persona y no al desempeño de su cargo público. En efecto, el archivo de las diversas demandas de paternidad presentadas contra Don Juan Carlos de Borbón, mientras fuera Rey, es un ejemplo de esta desorbitada prerrogativa. Este absoluto blindaje jurídico no resulta, sin embargo, fácilmente tolerable en un sistema democrático. El propio Tribunal Constitucional ha señalado varias veces que las prerrogativas, en tanto «sustracciones al Derecho común», deben estar conectadas a una función (STC 51/1985, de 10 de abril, FJ 6º). La inviolabilidad, por tanto, sólo es justificable si trata de proteger el correcto desempeño de una función y no a un sujeto en particular. De ser así, como sucede en el caso español, la garantía se convierte irremediablemente en privilegio.

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Ahora bien, si el carácter de la prerrogativa es materialmente omnicomprensivo, temporalmente resulta más acotado. Cuando el artículo 56.3 CE dispone que «la persona del Rey es inviolable», cabe entender que lo es mientras es Rey. Con efectos futuros, esto supone que deja de serlo cuando deja de ser Rey, bien porque haya abdicado o haya sido inhabilitado. Con efectos retroactivos, supone que la inviolabilidad no cubre los hechos acaecidos antes de su reinado, pues entonces no era Jefe del Estado. Una inviolabilidad que, además de absoluta, fuera eterna, no resultaría justificada en términos democráticos. Pues bien, la abdicación de Don Juan Carlos supuso, entre otras cosas, la desaparición de su inviolabilidad. Desde ese momento, el Rey abdicado está sujeto al mismo régimen de responsabilidad jurídica que el resto de ciudadanos. Ello propició, no obstante, la activación de ciertos mecanismos jurídicos para perpetuar, en la medida de lo posible, su estatus jurídico privilegiado. A través de la Ley Orgánica 4/2014, de 11 de julio (complementaria de la ley de racionalización del sector público y otras medidas de reforma administrativa por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial), se estableció el aforamiento no sólo para el Rey abdicado, sino también para su consorte, para el actual Rey y su consorte y para los Príncipes de Asturias (artículo 55 bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial). Este aforamiento regio, por cierto, fue introducido en nuestro ordenamiento jurídico de forma exprés. Abdicando Don Juan Carlos el 2 de junio de 2014, el 26 de ese mismo mes el Congreso votó en Pleno extraordinario su nuevo fuero jurisdiccional. Estas prisas legislativas se acompañaron, además, de cierta nocturnidad. Este fuero jurisdiccional fue fruto de dos enmiendas presentadas a un proyecto de ley cuyo contenido material -las condiciones laborales de los miembros del Poder Judicial-  tenía poco que ver con aquél. El aforamiento consiste, en términos generales, en que sea un tribunal superior (Supremo, Superior de Justicia o Audiencia Provincial) el que conozca de las causas contra determinados sujetos en virtud del cargo público que ostentan. En el caso de la Familia Real, el enjuiciamiento le corresponde al Tribunal Supremo. Esta prerrogativa, a diferencia de la inviolabilidad, no impide que se lleve a cabo el control jurisdiccional, sino que éste sea realizado por un tribunal jerárquicamente superior, entendiendo que éste es más susceptible que los inferiores de resistir a las presiones o influencias. No parece, sin embargo, demasiado coherente en términos democráticos sostener que los órganos jurisdiccionales inferiores son menos imparciales e independientes que los superiores cuando todos están igualmente sometidos, única y exclusivamente, al imperio la ley. De lo contrario, el aforamiento generalizado para toda la ciudadanía estaría más que justificado. Pues bien, si el aforamiento como institución resulta en sí mismo cuestionable, lo es todavía más cuando se extiende a sujetos que no realizan ya ninguna función pública. La ley justifica el aforamiento real en virtud de «la dignidad de la figura de quien ha sido el Rey de España». Sin embargo, olvida que el aforamiento no se establece por cuestiones de dignidad -de la que, por otra parte, gozamos todos-, sino para preservar la autonomía e independencia de ciertos sujetos en cuanto titulares de determinados cargos públicos. Si, en calidad de Jefe del Estado, el Rey está protegido plenamente por la inviolabilidad y, como Rey abdicado, no desempeña ningún cargo público cuya necesaria independencia justifique su aforamiento, como tampoco lo hacen los consortes y ex consortes ni los Príncipes de Asturias, ¿posee justificación democrática la prerrogativa? Parece que no. En efecto, nuestra democracia vivió 36 años (hasta 2014) sin el aforamiento de la Familia Real y no parece que ello haya constituido ninguna amenaza para su supervivencia. ¿Cómo lo harían, entonces, aquellos países como Alemania, Reino Unido o Estados Unidos que no contemplan ni un solo aforado? Esta extensión de la prerrogativa a la Familia Real se inserta más bien dentro de la inercia desorbitada del sistema español de aforar a todo aquél que 'parece importante'. Lógicamente, al haberse extendido el fuero a un sujeto que ya no ejerce funciones públicas, aquél cubre actuaciones de naturaleza estrictamente privada, algo que no resulta comprensible. Pero es que, por si ello no fuera suficiente, la ley ha previsto el aforamiento no sólo para causas penales, sino también civiles. La vinculación de la prerrogativa a la persona y no a una función pública es, a la vista de esta regulación, estrepitosamente evidente. Tras 40 años de vigencia de nuestra Constitución, parece que la deriva apropiada consistiría en ir eliminando privilegios injustificados en una sociedad democrática avanzada e ir reforzando las garantías, no a la inversa. El crédito de la Monarquía también pasa por adaptar, en la medida de lo posible, su estatus jurídico a las coordenadas propias de un sistema democrático.  
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