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De la responsabilidad personal y política

Antonio Arroyo Gil

10 de Julio de 2018, 22:11

Si quedaba alguna duda de que "tras el velo nacionalista se encuentra un peligroso proyecto totalitario, supremacista e insolidario", ha quedado despejada recientemente. Que la mayoría parlamentaria en Cataluña haya investido el pasado 14 de mayo como president de la Generalitat a un señor que se hace llamar Quim Torra es la mejor prueba de que tras el velo del nacionalismo catalán, de izquierdas o de derechas, se esconde un proyecto político basado en la consideración de que hay distintos tipos de personas, clasificables en función de su pertenencia o no a una determinada adscripción nacional; la catalana, en este caso. Quienes se encuadran en la primera categoría, los buenos catalanes, son merecedores de respeto y elogio; quienes quedan fuera de esa clasificación, pero se atreven a vivir en Cataluña, son calificados con la agradable expresión de "bestias con forma humana", como dejó escrito el Sr. Torra en uno de sus artículos de opinión (‘La llengua i les bèsties’, el Món, 19/12/2012). No vamos a insistir más en los paralelismos que esta ideología tiene con la que dominó buena parte de Europa en los años 30 del pasado siglo y que tanto dolor causó, porque ahora lo que nos interesa saber es si realmente es una ideología presente solo en las elites políticas del nacionalismo catalán, con su 'Molt Honorable president' a la cabeza, o si, por el contrario, está bien arraigada también en parte importante de la sociedad catalana. Ésa es la gran cuestión que nos hacemos en este momento, y a ella debería de enfrentarse honestamente cada una de las personas que, con su voto, ha posibilitado que una mayoría parlamentaria haya elegido como presidente de su Gobierno a una persona como el Sr. Torra. Resulta muy indigesto imaginar que más de dos millones de catalanes, los que en las pasadas elecciones votaron a Junts per Catalunya, ERC y la CUP, están a favor de que un individuo con esos antecedentes, reiteradamente plasmados por escrito, sea su president. Y, sin embargo, eso es lo que nuestra democracia representativa nos dice... hasta que se demuestre lo contrario.

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Hay momentos en la Historia en que una persona no puede esconderse entre la masa de la gente para diluir su propia responsabilidad (individual) en un magma informe de (ir)responsabilidad colectiva. Quiero creer que hoy, miles de catalanes de buena fe que el pasado 21 de diciembre de 2017 votaron a alguno de estos partidos políticos se están preguntando, con cierta congoja, si su voto no está siendo ultrajado, porque ellos son nacionalistas (o catalanistas), pero no supremacistas o, peor aún, racistas. Ése es el gran dilema que hoy no puede eludir cada una de las personas que votó a Junts per Catalunya, ERC y la CUP, porque si lo hace está siendo cómplice de lo que se está fraguando. Ya no vale decir "yo no sabía", "yo pensaba que". Hoy lo sabemos bien y, por tanto, consentir que esto ocurra es asentir. A la espera de que los ciudadanos de Cataluña hagan rendir cuentas a quienes, gracias a su voto, han posibilitado la elección del Sr. Quim Torra como Molt Honorable president de la Generalitat (el adjetivo enfatizado suena a sarcasmo), cabe preguntarse también cuál ha de ser la actitud del Estado español frente a quienes ponen en jaque los valores y principios sobre los que el mismo se asienta (libertad, igualdad, unidad, solidaridad, pluralismo político, respeto a los derechos fundamentales y a la dignidad humana, etcétera). Lógicamente, un Estado democrático de Derecho (como lo es, sin duda, el español) dispone de las herramientas legales y constitucionales necesarias para defenderse de sus enemigos. Sin embargo, precisamente porque es un Estado democrático de Derecho no puede hacer uso de ellas en cualquier momento, a su libre albedrío. Por el contrario, para no perder ni un ápice de la legitimidad -interior y exterior- de que dispone (algo esencial, no se olvide) tiene que seguir escrupulosamente los propios dictados de la Ley. El nuevo Gobierno de España, máximo responsable en esta coyuntura de hacer que el orden constitucional se respete, tiene, en efecto, el Derecho de su parte, y a todos interesa que lo utilice con inteligencia y prudencia. Finalizadas las medidas adoptadas en aplicación del artículo 155 de la Constitución Española, hemos podido comprobar que su sombra es alargada, en tanto que alberga la flexibilidad suficiente como para adaptarse a los graves desafíos que por parte de alguna comunidad autónoma se puedan presentar frente al ordenamiento jurídico. Pero el art. 155, tampoco se olvide, no es una cláusula de plenos poderes que permita al Gobierno, con la aquiescencia del Senado, hacer lo que quiera cuando desee. Este artículo es Derecho; sujeto, por consiguiente, a sus límites. Unos límites cuyo respeto viene, en buena medida, condicionado por el uso que se haga de la Política. El Gobierno, en definitiva, debe actuar siempre dentro de los márgenes de la Ley, pero precisamente porque es Poder Ejecutivo, y no Poder Judicial, dispone de un amplio campo de maniobra para hacer política; lo que, entre otras cosas, implica ejercer liderazgo, poner propuestas encima de la mesa, buscar salidas a los conflictos... Dentro del Derecho hay un amplio margen para la Política, en efecto. Y eso es algo que un Gobierno no debería ignorar jamás, precisamente porque es la esencia de su función. De hecho, el nuevo Gobierno del presidente Sánchez parece haber dado ya muestras inequívocas de su firme intención de hacer política (presentar propuestas, buscar acuerdos, etcétera) para abordar la llamada cuestión catalana. La reciente reunión entre ambos presidentes (Sánchez y Torra) es la mejor prueba de ello. Este cambio de actitud merece ser celebrado siempre y cuando, como es de esperar, ese amplio margen para la Política por el que parece apostar el presidente Sánchez no desborde nunca los límites del Derecho; como, por el contrario, parece pretender el president Torra con su negativa a renunciar al ejercicio del inconstitucional y antidemocrático derecho de autodeterminación. Es ahí donde se juega la partida: entre el inteligente y responsable ejercicio de la Política y el inexcusable respeto al Estado de Derecho, teniendo siempre presente que la Política fuera del Derecho es puro arbitrismo, y el Derecho sin margen para la Política, pura esclerosis. Confiemos en que el Gobierno del presidente Sánchez lo tenga claro. De momento, no hay razones para dudar de que así es. Y, en todo caso, corresponde al conjunto de la ciudadanía estar vigilante para que así sea.
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