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Mientras la noria del independentismo sigue girando sobre sí misma, el Gobierno de Sánchez puede desmontar algunas de las ilusiones políticas del procesismo lo que, a su vez, puede llevar a desmovilizar (quizá lo esté haciendo ya) a parte de sus votantes. Recordemos que los bloques independentista y no independentista en el Parlament de Cataluña no se han movido en los últimos años; esto es, hay mayor polarización entre ambos, pero no trasvases sustanciales. Además, como explican Juan Rodríguez Teruel y Astrid Barrio, asistimos a una competición continuada entre ERC y las diferentes versiones de Convergencia para ver quién lidera el independentismo en Cataluña y, por ende, quién la gobierna. El simbolismo independentista refleja la pugna entre dos partidos políticos por el poder, ni más ni menos. La unilateralidad ha quedado desmantelada, y ellos lo saben. Ahora se trata de mantener el liderazgo del bloque. La traición al 'procés' genera todavía demasiado vértigo aunque, en la práctica, la Generalitat haya vuelto al autonomismo. Por otra parte, el nuevo Gobierno tiene la oportunidad de visualizar que España es un país democrático, sin duda con imperfecciones, pero democrático al fin y al cabo. Así lo atestiguan diferentes índices mundiales (por ejemplo, los de Freedom House o el Democracy Index de 'The Economist'). También en materia de derechos humanos España se mantiene por encima de la media. Como ya he explicado en alguna otra ocasión, si utilizamos como referencia el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la media de demandas presentadas ante esta jurisdicción en 2017 fue de 0,76 por cada 10.000 habitantes. Pues bien, en España, el número fue de 0,14 (igual que en 2016). Turquía, por ejemplo, tiene una ratio de 3,25 (generado por los abusos contra los derechos tras el golpe de Estado). Y no se trata de complacencia, sino de colocar cada cosa en su lugar porque resulta cada vez más evidente que el procés y sus maneras entroncan con un movimiento mucho más amplio y global de desacreditación democrática. El nuevo Gobierno, en aplicación de la Ley, ha acercado a los políticos presos del procés a sus lugares de residencia. Lo que no está en sus manos, en cambio, es ponerlos en libertad o hacer cambiar la opinión del Tribunal Supremo: recuerden, en España sí hay separación de poderes. El Gobierno de Sánchez ya ha manifestado, además, su intención de reactivar las inversiones y adjudicaciones que el Ejecutivo de Rajoy dejó de aplicar en Cataluña. Se trata, por tanto, de ir aposentando elementos sobre los que reconstruir una relación de mutua confianza. Por ello, no debe extrañar que el Gobierno haya dicho que impugnará ante el Tribunal Constitucional la moción aprobada el jueves en la que, como se decía más arriba, reiteraba el objetivo de desconexión manifestado tras el 9N. Con todo lo que ha llovido desde entonces, ¿alguien duda de que el Estado tratará de defender su integridad? Dicho en otras palabras, la unilateralidad se ha demostrado que no era un juego aceptable. Por el contrario, en el otro lado se sigue hablando del mandato del 1 de Octubre, cuando todos los agentes políticos implicados han reconocido su falta de validez jurídica. Ese día no se celebró ningún referéndum porque en ningún momento se cumplían las reglas necesarias para considerarlo como tal. La propia Comisión de Venecia, a la que se dirigió en su día Puigdemont, tiene unas normas muy claras sobre cómo debe realizarse un referéndum legítimo y el 1 de Octubre no concurría ninguna de ellas. No se trata de rigorismos y formalismos, sino de respetar los procedimiento legal (e internacionalmente) previstos para que todo el sujeto electoral llamado a participar pueda ejercer su voto de forma adecuada. Por mucho que se insista, Cataluña no tiene hoy derecho a la autodeterminación. Otra cosa es que deba encontrarse una respuesta política a la voluntad sostenida en el tiempo de dos millones de personas que dicen querer marcharse. La respuesta pudiera haber sido un referéndum (pactado y no vinculante) como ejercicio de una voluntad política institucional, no como ejercicio de un derecho preexistente. Por todo ello, en octubre no se celebró un referéndum. De ahí que sea incomprensible la desproporcionada respuesta policial en aquella jornada. En estos días se evidencia cómo el Gobierno del Partido Popular se convirtió para los grupos independentistas en un aliado inesperado pero muy potente. Un Gobierno que se inhibió de hacer política en favor de los jueces y tribunales. Pero un Gobierno, al fin y al cabo; uno más. Es el momento de insistir en que el PP y su último Ejecutivo no es España, ni su sistema jurídico ni su Constitución, y que los governs tampoco han sido siempre enemigos de España (recuerden, si no, lo bien que le fue a Pujol de la mano de Aznar: principio de laissez faire). Muchos independentistas no dejarán de serlo; están en su derecho. Sin embargo, una parte de ciudadanía catalana que viró hacia las ilusionantes, pero falsas, promesas procesistas ante la abulia y los excesos jurídicos de Rajoy, podría volver considerar el proyecto de convivencia español como una apuesta sólida de futuro. Para ello es necesario ofrecer una propuesta de convivencia renovada, más allá de la conllevancia, que ilusione de nuevo a catalanes y catalanas, que les permita vivir su identidad, siempre compleja y múltiple, sin renuncias. Señores presidentes, en sus manos está.