24 de Junio de 2018, 00:47
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Lo cierto es que, por primera vez en el país, hay una izquierda madura con opciones de gobernar y que sabe que puede conseguirlo; incluso haciendo frente a las acusaciones de populismo, consistentes con la imagen de candidato y el mensaje de su campaña apelando a la movilización de base, y en especial frente la pretendida amenaza del "castro-chavismo", un argumento fútil pero efectivo para movilizar el voto del miedo. Vale la pena detenerse en el contexto histórico de la participación política para entender la relevancia de este cambio. Colombia es un país en el que la izquierda había sido excluida de la contienda electoral hasta 1974; que había sido cooptada o coaccionada, debilitándola, por la presencia de la guerrilla, que subordinó la movilización social a la lucha armada; y perseguida por los grupos de ultraderecha paramilitar, que han librado una guerra frontal contra todo movimiento con tintes ideológicos incluyendo el exterminio de la Unión Patriótica, brazo político de las FARC en los 90. La izquierda nunca había arraigado en Colombia porque su estructura fue débil y todos los actores influían negativamente sobre ella, incluso aquéllos que llevaba por bandera. En un país con alto grado de abstención (el 49.96% en la segunda vuelta presidencial) y alto grado de descontento con la política, movilizar a una parte importante de la población hacia las urnas con una apuesta diferencial es un cambio notable. Además, ataca el corazón de uno de los grandes males de la democracia en Colombia, las llamadas maquinarias. El término se refiere a los sistemas de captación del voto de corte clientelar construidos por políticos regionales que, a su vez, negocian la disposición de su clientela con los candidatos nacionales a cambio de beneficios particulares. Una suerte de estructura piramidal muy consolidada que asegura cada voto y las dádivas por las que se intercambia, entre ellas cargos públicos, dinero o acceso a subsidios. La imagen más habitual de las maquinarias en marcha en Colombia era la de los autobuses en los que movilizaban a sus votantes hasta los puestos de votación. En esta segunda vuelta los autobuses no salieron. Ahora bien, este efecto no es exclusivamente atribuible a Petro. El sufragio de Iván Duque (53.98%) también es un voto de opinión que recibe la herencia de Álvaro Uribe y su popularidad como un presidente capaz de actuar con mano dura. El caso es que Duque tampoco necesitó a las maquinarias para asegurar su resultado, y de cara a la segunda vuelta no llegó a reunirse con sus representantes y éstos sólo hicieron público a última hora que le apoyarían, aunque sin activar el aparato. Además del resultado de Petro, es interesante analizar la reconstrucción del espectro ideológico con la relación entre la izquierda y el centro progresista. Así, si se vuelve al escenario de la primera vuelta, en la que el centro progresista (liderado por Sergio Fajardo) y la izquierda sumaron el 50% de los votos frente al 46% del centro-derecha, se revela la oportunidad que tiene ante sí aquel segmento para lograr acuerdos que le lleve al poder en el futuro. Una tarea sin duda difícil dada la poca experiencia en negociación de progresismo e izquierda y la posición fuerte de Petro, investido ahora como líder de la oposición. Sin embargo, está claro que la reconfiguración del espectro apenas ha iniciado y su consolidación tiene mucho camino por delante. Todos los cambios que han sido reseñados tienen como contrapartida el hecho de que el ganador de las elecciones ha sido Duque, representante de la derecha y, como ya se ha señalado, heredero de Uribe, quien además es el senador más votado del país. El Gobierno y la mayoría en el Congreso encarnan un proyecto ya conocido en el país, a pesar de su tono conciliador y los matices de 'rejuvenecimiento', como la alusión al emprendimiento o a la lucha contra la corrupción. La clave de su elección es justamente la seguridad de lo conocido, y que en buena parte se inspira en la política de seguridad democrática, pilar fundamental de los gobiernos de Uribe y de su éxito militar frente a las guerrillas, pero también de gravísimas violaciones de derechos humanos como el asesinato de miles de jóvenes inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros, los llamados falsos positivos. Asimismo, Duque recurre de nuevo a proponer mecanismos populistas que le fueron útiles a Uribe. Por ejemplo, los sistemas de diálogo directo con la ciudadanía (anteriormente llamados consejos comunitarios) y de corte muy similar al famoso Aló Presidente del venezolano Hugo Chávez. Este mecanismo es útil para generar una imagen de cercanía con la población, a la vez que el presidente se desmarca de las deficiencias de la gestión pública al parecer que les da respuesta inmediata y derivarlas públicamente hacia su Ejecutivo o los líderes regionales. Otro de los factores que perviven es la defensa del modelo económico liberal, aunque bien es cierto que éste no ha sido cuestionado por ninguno de los gobiernos recientes de Colombia, ni siquiera por Santos. En uno de los países más desiguales del mundo, la revisión del modelo económico y su impacto social no ha sido considerada de forma realista y, de hecho, el discurso gubernamental de los últimos tres presidentes al respecto es prácticamente invariable. Más aún, los actores políticos que apoyan a Duque son en buena parte defensores del statu quo en materia de tenencia de tierras, de preservación del modelo económico y de la defensa de valores tradicionales cristianos. Mantener la imagen de modernidad mientras se complace a los sectores más reticentes al cambio será uno de los desafíos del nuevo presidente. Iván Duque propone, además, una reforma del sistema judicial que tiende a cortar las prerrogativas del mismo y a alterar el equilibrio de poderes para sortear las limitaciones que se imponen al Ejecutivo. Una novedad que, sin embargo, vuelve la vista a las dificultades que debió sortear Uribe con el contrapeso de poderes. Finalmente, la mayor vuelta al pasado es el asunto de la paz y la política de drogas. Los ajustes a un Acuerdo de Paz que tardó cinco años en negociarse sólo pueden ser una vuelta al pasado. Una vez demostrado que los miedos sobre el Acuerdo, como la posibilidad de que la guerrilla tomara el poder eran falaces, la verdadera amenaza es su no implementación. Sin política de post-conflicto se corre el riesgo de que vuelvan a las armas a las personas que no reciban todos los medios para su reincorporación. Asimismo, la regresión hacia una política de drogas coercitiva mediante la erradicación forzosa podría ser la vuelta hacia una radicalización del descontento de las poblaciones que no ven la llegada efectiva del Estado y el mercado a su territorio. Una ruptura entre construcción social y la del Estado, y sobre todo entre defensa del Estado y defensa de los ciudadanos que está muy enraizada en la historia violenta de Colombia.