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Hablar de Estado Autonómico es hablar de Estado de Bienestar

Eloísa del Pino Matute, Juan Antonio Ramos

20 de Junio de 2018, 10:06

El presidente Sánchez, antes de serlo, dijo varias veces que hablar de Estado Autonómico es hablar de Estado de Bienestar. Tiene razón. Algunas de las políticas sociales que configuran nuestro Estado de Bienestar son competencia exclusiva del Estado central (pensiones y protección por desempleo) y otras muy importantes, como sanidad, educación y atención a la dependencia, recaen en las comunidades autónomas (CCAA) y los gobiernos locales. Como explicaba Alain Cuenca aquí, una de las medidas más relevantes que debe adoptar el Ejecutivo tiene que ver con esta relación entre Estado Autonómico y de Bienestar: "Quién tiene mayor margen para el gasto social...: el Gobierno central… o las comunidades autónomas". Dado que hay que cumplir con los objetivos de déficit, la decisión sobre si se puede destinar más o menos gasto a pensiones (ya que es un gasto muy importante y el Estado central tiene poco margen para ajustar en otras políticas), afectará a los recursos disponibles para otros programas sociales ya existentes (en el nivel central o subnacional) o nuevos que pudieran considerarse necesarios para corregir la capacidad redistributiva del Estado de Bienestar; que, como el propio Sánchez reconocía en la reciente entrevista de TVE, es mejorable. Para evitar esto sería tan necesario obtener más recursos, lo cual no debe descartarse, como definir mejor las responsabilidades territoriales sobre los ingresos y gastos del sistema el sistema de protección social. Con el fin de hacerse una idea de la situación conviene repasar qué ha pasado durante la crisis con las políticas sociales competencia de los distintos niveles de gobierno. Para poner las cosas en perspectiva, volvamos a julio de 2008, cuando el presidente Rodríguez Zapatero (PSOE) reconoció que la crisis iniciada en 2007 en Estados Unidos estaba afectando a España. Confiando en que su duración sería breve, y dada la buena salud de las cuentas nacionales, reaccionó como otros países de nuestro entorno: implementando políticas de estímulo.

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A pesar de estas políticas contracíclicas, tanto la economía internacional como la española continuaron deteriorándose. Entre 2007 y 2009, nuestro país pasó de un superávit de dos puntos de PIB a un déficit de 11,4 puntos, y el desempleo creció del 7,9% al 18,8%. En la primavera de 2009, la UE abrió contra España un procedimiento por déficit excesivo. Esto, junto con la presión internacional y el encarecimiento de los mecanismos para financiar el gasto público, contribuyó a que el Gobierno cambiara el rumbo de sus políticas, aplicando el conocido como paradigma de la austeridad expansiva para intentar consolidar las cuentas. Sin perjuicio del incremento de diversos impuestos (IVA, IRPF e Impuesto sobre Patrimonio, entre otros), desde mayo de 2010 la principal estrategia para asegurar la consolidación fiscal consistió en reducir el gasto. Se ajustó en dependencia y mercado de trabajo, se eliminó el cheque-bebé y se congelaron algunas pensiones. Tanto el recorte del gasto farmacéutico (comparativamente elevado en España) y el del 5% de los salarios públicos (en su mayoría trabajadores con el puesto garantizado) afectaban a las políticas sociales autonómicas. Se escogieron por poder implementarse de forma rápida y por no tener un impacto directo en los ciudadanos, de acuerdo con los responsables públicos de la época. A pesar de que también se puso en marcha una ayuda de 426 euros para quienes agotaran los subsidios y carecieran de rentas, el plan de Zapatero fue contestado con una huelga general. Con el 15-M en la calle y la victoria del Partido Popular (PP) en la mayoría de las comunidades autónomas tradicionalmente gobernadas por el PSOE, el Banco Central Europeo instó al Gobierno a hacer reformas urgentes. En septiembre, pensando que así se frenaría un eventual rescate, se aprobó a propuesta del presidente la reforma del artículo 135 de la Constitución. Entre los académicos ha existido desde entonces una importante polémica sobre el impacto real de la misma (aquí y aquí). En noviembre de 2011, el PSOE sufrió la peor derrota de su historia en unas elecciones generales y el PP obtuvo una holgada mayoría absoluta. El presidente Rajoy afirmó encontrar las cuentas peor de lo esperado. En parte también como consecuencia del rescate bancario, el gasto público se elevó por encima del de los países de nuestro entorno. Contradiciendo lo prometido en campaña, aprobó una subida de los principales impuestos (IRPF, Sociedades, IBI) y creó nuevos tributos. Pero la mengua de la actividad económica contribuyó a que los ingresos no resultasen suficientes y, de nuevo, la estrategia principal de consolidación consistió en recortar el gasto. En 2012, el Estado central implementó nuevos ajustes en diversos sectores, incluyendo pensiones y protección por desempleo, a pesar de lo cual el gasto siguió creciendo en estas áreas. El incremento del número de parados que se quedaron sin protección fue más grave aún que el recorte de la prestación por desempleo en sí. Las pensiones también se reformaron, pero la clave fue que la mayor parte del ajuste se hizo en diferido (lo sufrirían los pensionistas futuros), estrategia similar a la aplicada en otros países. Esto limitó mucho su utilidad para aliviar la situación de las cuentas públicas en ese momento. Y en este punto es cuando el Gobierno central -al no haber logrado contener más el gasto en pensiones, haber recortado significativamente otros sectores de política pública, debiendo cumplir con sus otros compromisos como la aportación a la UE, las transferencias a los gobiernos autonómicos y locales, además del pago de los intereses de la deuda, y al no lograr más ingresos adicionales- trasladó a los gobiernos subnacionales una parte importante del esfuerzo para ajustar el gasto. Las comunidades autónomas estaban en una situación delicada debido a que los recursos procedentes del Sistema de Financiación Autonómica habían encubierto la dureza de la crisis durante los primeros años y a que la cercanía de las elecciones retrasó la adopción de medidas de consolidación. El Gobierno central estableció entonces mecanismos adicionales de financiación a cambio de contrapartidas en materia de gasto y control de las cuentas. Diversas instituciones (Banco de España, Airef y FMI, por ejemplo) criticaron que las sanciones previstas no se aplicaran rigurosamente, pero lo cierto es que los gobiernos subnacionales, en particular los autonómicos, que destinan la mayor parte de su presupuesto (70%) a sanidad, educación y bienestar social, tuvieron que recortar en estos sectores. En 2012, se adoptaron las principales medidas del Ejecutivo del PP con repercusión en el sistema de protección social autonómico, utilizando para ello la criticable fórmula del real decreto ley para regular algunos aspectos centrales de la sanidad, la educación y la dependencia (aquí, aquí y aquí). A estas medidas, las comunidades autónomas añadieron las suyas propias. El ritmo de los ajustes sociales varió entre regiones. Unas comenzaron antes, tuvieron trayectorias más o menos erráticas (en parte debido a las elecciones) y trataron de reducir sus déficits con mayor o menor velocidad. Algunas intentaron aumentar sus ingresos más que otras mediante la creación o subida de impuestos y tasas. El alcance de los recortes autonómicos fue dispar y dependió de la gravedad de su situación económica, de la ideología de sus gobiernos y también de la diligencia de los mismos (algunos han conseguido tener sus cuentas razonablemente saneadas y preservar al mismo tiempo su sistema de protección social). Como balance de la crisis, de entre las políticas sociales las pensiones, de competencia central, fue una de las menos afectadas al producirse las que hemos llamado reformas en diferido. Cuantitativamente hablando, la sanidad, a pesar de los copagos y la desuniversalización, ha sufrido quizá menos que la educación, área donde la inversión se está recuperando más lentamente (aquí,  aquí y aquí). La atención a la dependencia se vio seriamente afectada pero, más allá de los recortes, lo que ha pasado con esta política es que, especialmente en algunas comunidades autónomas perezosas, nunca llegó a ser debidamente implementada. Los servicios sociales también se han visto muy afectados a pesar de haber tenido que sobreesforzarse debido al incremento de las necesidades y al hecho de que los parados mencionados más arriba se quedaran sin cobertura. España necesita decidir qué programas sociales de los existentes quiere priorizar, cuáles convertir en secundarios o incluso eliminar. No debe descartarse la posibilidad de implementar otros nuevos que aumenten la capacidad redistributiva de nuestro sistema. Además, y si no queremos desinvertir en unas políticas sociales (que como la educación son cada vez más importantes para responder a los desafíos tecnológicos) para poner los recursos en otras, es necesario que abordemos una reforma fiscal en profundidad que dote de más medios al sistema. Pero aun así, como los recursos que pueden obtenerse son por definición limitados, también convendría aclarar bien qué niveles de gobierno pueden y deben extraer y usar dichos recursos, con qué límites y en qué políticas cada uno.
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