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Una reforma fiscal para la democracia

José Víctor Sevilla Segura

19 de Junio de 2018, 22:32

Se cumplen ahora 40 años de la aprobación, en 1978, del impuesto personal sobre la renta, que sería la primera pieza del nuevo sistema fiscal de la democracia. El franquismo se había cerrado y, pese a las incertidumbres, en 1977 se celebraron las primeras elecciones democráticas en cuatro décadas, dando lugar a un Parlamento que sería constituyente. Y fue en ese clima ilusionado, democrático y constituyente en el que se discutieron y aprobaron las nuevas instituciones fiscales. Prácticamente todos los partidos que concurrieron a las elecciones tenían en sus programas propuestas de reforma fiscal, tal era la coincidencia en su necesidad, con lo que la reforma fiscal  se convertiría en una muestra elocuente del cambio político que se estaba produciendo. Pocas veces en la historia un ministro de Hacienda habrá gozado de tanta popularidad y recibido tantos parabienes como en aquellos momentos. Y es que aunque en Europa la socialdemocracia ya estaba herida de muerte, todavía no lo sabíamos. El primer paso de este proceso reformador, aún antes del impuesto sobre la renta, fue la Ley de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal, presentada en las Cortes a principios de agosto, apenas unas semanas después de la formación del Gobierno y aprobada en noviembre de 1977 entre grandes aplausos de los senadores. Esta ley venía a marcar la ruptura, la distancia institucional existente entre el régimen autoritario del que salíamos y el nuevo sistema democrático de convivencia que se inauguraba. A tal fin, nada mejor para mostrar a los ciudadanos la seriedad de los cambios en curso que aprobar, como se hizo, el levantamiento del secreto bancario que afectaba a uno de los poderes fácticos tradicionales. Junto a ello, se introdujo  en nuestro ordenamiento la figura del delito fiscal, cuya aplicación sólo podía preocupar a grandes contribuyentes y, en tercer lugar, se creó un impuesto progresivo sobre el patrimonio, pieza esencial de control para el sistema fiscal proyectado. Después de que esta ley fuese publicada, quedaron pocas dudas de que la fiscalidad democrática se iba a construir sobre nuevas bases, sobre un modelo de relaciones con los contribuyentes más sincero, más transparente y, desde luego, mucho más equitativo.

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El corazón de la primera etapa de la reforma fiscal fue, sin duda, el nuevo impuesto sintético y personal sobre la renta por ser la pieza esencial de la imposición directa, imposición que se articuló como un sistema diseñado para gravar todos los acrecentamientos patrimoniales que afluyen, en último término, a las personas naturales. Veamos, pues, en qué consistía dicho sistema. Como es sabido, la forma habitual de conseguir renta es participando en el proceso productivo. Así, cualquier sujeto puede obtener ingresos de su trabajo. Puede igualmente obtener ingresos cediendo su capital a terceros, y también de su actividad profesional o empresarial, combinando ambos factores productivos. Las rentas así obtenidas las destinará al consumo o bien puede ahorrarlas, con lo que aumentará el valor de su patrimonio. Podemos, pues, decir que la renta de un sujeto durante un período determinado era la expresión de su capacidad de pago, equivalente a la suma de sus gastos de consumo más la variación registrada en el valor de su patrimonio. Ahora bien, el valor de su patrimonio puede aumentar no sólo a través del ahorro. También lo hará si el sujeto en cuestión recibe una herencia o una donación o, sencillamente, cuando aumenta el valor de mercado de cualquiera de los elementos que constituyen su patrimonio. Siendo así, y partiendo del concepto anterior de renta a efectos fiscales, no cabe duda de que los aumentos en el valor del patrimonio atribuibles a herencias, donaciones o plusvalías debían computarse igualmente como renta y, por tanto, gravarse en igual medida que se hace con la renta que procede de la participación en el proceso productivo. Incluso si hubiera que discriminar fiscalmente algún tipo de acrecentamiento patrimonial, habría que hacerlo en contra de aquellos acrecentamientos que no han requerido esfuerzo de su beneficiario y/o no son consecuencia de su contribución a la producción. Se encuentran en esta categoría de acrecentamientos las rentas del capital (sin esfuerzo); las herencias y donaciones recibidas (sin esfuerzo y sin contribución) y, desde luego, las plusvalías patrimoniales (sin esfuerzo y sin contribución). Todas estas vías de acrecentamiento patrimonial reclamarían, pues, un mayor gravamen que el aplicado a las rentas derivadas de la producción, por más que en muchos casos pueda suceder lo contrario. Sobre esta base conceptual, la realidad institucional en nuestro caso hacía aconsejable proyectar tres impuestos, en lugar de uno solo que gravara indistintamente todos los acrecentamientos patrimoniales. Así pues, se mantuvo el impuesto que recaía sobre las herencias y donaciones a personas físicas, aunque configurándolo como una figura complementaria del nuevo impuesto sobre la renta e introduciendo un factor de progresividad, de forma que los acrecentamientos obtenidos por esta vía soportasen una carga mayor cuanto mayor fuera el patrimonio del beneficiario, como sucede de ordinario en el impuesto sobre la renta. Por su parte, el nuevo impuesto sobre la renta gravaba las otras dos vías de acrecentamiento patrimonial de las personas físicas (rentas de la producción y plusvalías patrimoniales) utilizando la misma escala de gravamen, aunque para el cálculo de las plusvalías operaba una corrección monetaria de los costes de adquisición del elemento patrimonial en cuestión y un sistema de promediación del resultado. Y se mantuvo también como figura separada el impuesto que recae sobre todos los acrecentamientos patrimoniales obtenidos por personas jurídicas, estableciéndose unos mecanismos de conexión con el impuesto sobre la renta personal con objeto de evitar o paliar los riesgos de doble tributación. Para ello, en determinados casos se introdujo un mecanismo de transparencia que, a efectos fiscales, volcaba directamente los resultados sociales sobre los socios, mientras que en otros casos operaba un crédito fiscal en los dividendos por razón del impuesto sobre sociedades soportado por los beneficios de los que provienen. También la configuración del impuesto sobre sociedades se hizo de forma complementaria respecto del impuesto sobre la renta, en tanto los acrecentamientos patrimoniales afluyen bien a personas naturales o bien a personas jurídicas. Como vemos, pues, en este sistema articulado el nuevo impuesto sobre la renta de las personas físicas gravaba todos los acrecentamientos patrimoniales registrados por las personas naturales, con excepción de los provenientes de herencias y donaciones. Y pretendía hacerlo por sus auténticos valores, lo cual llevó, por un lado, a erradicar todas las exenciones, bonificaciones y, en general, minoraciones de la base existentes en el anterior sistema; y, de otro, a derogar todas las viejas técnicas que falseaban las bases como sucedía con las de determinación colectiva de bases, convenios en el caso de los impuestos indirectos y las evaluaciones globales de los beneficios empresariales. Era necesario aproximar las bases legales a las magnitudes reales y este propósito se siguió con tal convicción que en el nuevo impuesto se redujeron, ya de entrada, los tipos de gravamen aplicables. Bases impositivas auténticas y tipos moderados era una propuesta central para la nueva Hacienda. Junto a este impuesto sobre la renta, y siguiendo una vieja tradición hacendística, se quiso discriminar en contra de las rentas del capital, de las rentas no ganadas, sin afectar al carácter sintético del impuesto, función que llevaría a cabo el nuevo impuesto sobre el patrimonio neto. Este esquema de tributación resistió razonablemente bien el proceso parlamentario. Aparte de pequeños cambios que no afectaron a la concepción del impuesto, quizás la enmienda más relevante se produjo en el tratamiento de las plusvalías patrimoniales, que en el texto de la ley aprobada aparecerían sin corrección monetaria y gravadas a un tipo fijo, el menor de la escala de gravamen, que en la ley era el 15%. La alternativa de utilizar un tipo fijo en lugar de sumarla a la base promediando, como proponía el proyecto, constituye una opción; sin embargo, eliminar las correcciones monetarias resulta algo poco adecuado que tendría que enmendarse pocos años más tarde. Desde un principio se era muy consciente de que el éxito de la reforma fiscal proyectada precisaba una nueva Administración tributaria; que no era suficiente con reforzar la vieja Administración, que todavía giraba en torno a las 50 delegaciones de Hacienda y a los servicios de inspección. El manejo del viejo impuesto complementario, con unos cientos de miles de contribuyentes, podía centrarse esencialmente en la inspección, pero el nuevo impuesto único, con millones de contribuyentes, necesitaba un potente aparato gestor que no existía y había que crear. Además de reformar la Administración, el nuevo impuesto reclamaba, como todo tributo de estas características, un alto grado de colaboración voluntaria de los contribuyentes, y para lograrla era necesario que Hacienda se comprometiera doblemente. En primer lugar, a una reducción sensible de los niveles de fraude existentes con anterioridad; y, en segundo lugar, a garantizar a los contribuyentes que los recursos captados por el nuevo impuesto serían gastados con eficacia, lo cual nos llevaba a la necesidad de reformar las técnicas de presupuestación y gasto público entonces empleadas. De no hacerse así, era impensable que los contribuyentes siguieran cumpliendo rigurosamente con sus obligaciones fiscales a medio plazo. Por tanto, el éxito y, sobre todo, la consolidación de las reformas fiscales tenía varios condicionantes que, en su mayor parte, constituían otros tantos compromisos para la Administración. En realidad, se trataba de un auténtico plan de reformas de la Hacienda pública a desarrollar en años sucesivos. Y es que una reforma fiscal de la amplitud pretendida apareja muchas más cosas que el cambio de unas normas legales.
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