La política española amenaza con transformarse en una lonja de pescado proveniente
de las aguas nada frías de las emociones y sentimientos nacionales. Desde hace semanas,
PP y Ciudadanos rivalizan en el nivel de dureza y patriotismo con el que tratar la cuestión catalana. La presentación de
España ciudadana (una reedición de la plataforma
Movimiento Ciudadano que el partido utilizó en 2013 para ampliar el perímetro electoral del partido) ha dejado la subasta en un punto alto. Los últimos posicionamientos del PSOE sobre el pensamiento de Quim Torra parecen ser un intento de sumarse a la puja. ¿Esta subasta de la hegemonía nacional es el hilo narrativo que nos espera de aquí al ciclo electoral de 2019 que abrirán las elecciones andaluzas? ¿Con qué consecuencias?
Que los partidos compitan por ofrecer sus propuestas a los electores es el principio básico de la lógica electoral en las democracias representativas. Suelen hacerlo tratando de diferenciarse los unos de los otros, pero en ocasiones buscan lo contrario: demostrar quién es el más genuino defensor de una causa para robarle la bandera a los adversarios, a riesgo de parecer todos iguales. Es la técnica que
el estratega Dick Morris denominó triangulación (aplicándola en la campaña de Bill Clinton de 1992) y que compartía las
intuiciones de la tercera vía con la que Anthony Giddens inspiró a Tony Blair y buena parte de la socialdemocracia de finales los 1990s en la lucha por hacerse con el centro ideológico.
Pero cuando esta estrategia se aplica a cuestiones de patriotismo e identidad nacional adquiere unos tintes muy diferentes de la competición izquierda-derecha. La subasta nacional nunca lleva a los partidos al centro o a competir por ver quién es más inclusivo o integrador. De esto nos alerta la teoría del
ethnic outbidding o
sobrepuja étnica formulada por
Alvin Rabushka y Kenneth Shepsle a principio de los 1970s. Para no despistarnos con susceptibilidades del léxico político hispano, la podemos denominar también la
subasta identitaria.
Según estos autores, en comunidades con divisiones étnicas o identidades nacionales contrapuestas, cuestionadas o en conflicto, existe una tendencia a que los partidos que representan esas identidades tiendan, a lo largo del tiempo, a competir por ver quién ofrece un mayor estatus político o territorial a sus respectivas comunidades. Para ilustrar esa dinámica, imaginen que tenemos un país llamado
Iberia con dos comunidades nacionales, la
amarilla y la
roja. Y que existe un
partido amarillo y un
partido rojo que son los principales representantes de las aspiraciones o reivindicaciones nacionales de cada una de esas respectivas comunidades. Mientras ambos partidos dominen su espacio electoral, se avengan y se pongan de acuerdo, normalmente con fórmulas consocionales, habrá un equilibrio estable entre ambas comunidades, y la competición política se dirimirá en otros aspectos, generalmente relativos a la izquierda y la derecha.
[Recibe diariamente los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
Pero puede que en un momento concreto de la historia aparezca un partido nuevo en uno de los lados, llamémosle el
partido amarillo intenso o el
partido rojo intenso, que busca radicalizar la reivindicación nacional o territorial en una de esas comunidades con el objetivo de ganar votos. El resultado inevitable será que el partido moderado (
amarillo o
rojo) se enzarzará en una subasta para evitar perder apoyos a favor del nuevo partido (con un discurso más puro y rotundo en el tema de la identidad) y, por extensión, esta dinámica acabará generando también la aparición de otro nuevo partido más puro en la comunidad opuesta, con otra subasta en paralelo. El acuerdo consocional que mantenía unidos los ciudadanos de
Iberia se romperá y no podrá alcanzarse otro punto de equilibrio hasta que las respectivas subastas en cada una de las comunidades concluyan con la victoria de uno de los dos partidos en liza en cada bando. A veces ese acuerdo no llega y el país desemboca en un enfrentamiento civil donde la competición electoral se verá sustituida por la militar, siempre después de que se haya degradado la convivencia entre los ciudadanos de ambas comunidades.
Como demuestran los estudios en la materia, para que las guerras civiles se hagan probables primero los vecinos de toda la vida deben pasar a verse como enemigos.
¿En qué medida la teoría del
ethnic outbidding puede ser útil para entender la actual competición entre partidos y, en general, la evolución del debate territorial en las dos últimas décadas?
En un artículo reciente, tratamos de explicar que esta
subasta identitaria es un marco interesante para explicar la transformación del sistema de partidos en Cataluña desde principios de los 2000s, poniendo de manifiesto el papel que las elites políticas han tenido en la gestación del
procés. Mientras que la teoría original del
outbidding predecía que la subasta se iniciaría siempre que un factor externo alterara las opiniones de los ciudadanos en materia de identidad o preferencia territorial cultural (y, a su vez, ese cambio entre los votantes estimularía el cambio entre los partidos), en el caso catalán los datos sugieren lo contrario: en un contexto de incertidumbre política al final de la etapa de Jordi Pujol, los dirigentes de los principales partidos catalanes decidieron apostar por intensificar la triangulación en sus propuestas territoriales y de identidad (en detrimento, por ejemplo, de la batalla ideológica en torno a la izquierda/derecha) para tratar de disputarse la herencia del
ex president.
Esta interpretación puede ser discutible (y ahora no es lo relevante), pero lo importante es el resultado:
desde 1999 CiU, ERC, incluso el PSC, y otros partidos trataron de pujar para ver quién defendería mejor y llevaría más lejos el autogobierno en Cataluña (en una dinámica
in crescendo que explicamos
aquí). Como en todas las subastas, los pujantes más débiles fueron cayendo por el camino,
hasta que los partidos que la iniciaron perdieron el control por completo. Allí estamos hoy.
Como predecía la teoría del
ethnic outbidding, esta competición acabó generando su réplica entre la población de Cataluña menos convencida por esa deriva. Y poco a poco la competición contra el nacionalismo catalán fue ganando espacio, gradualmente, desde la creación de Ciudadanos a Tabarnia, hasta que la puja definitiva del 1-O desbordó a todos los implicados y derivó en el embrollo actual. Y allí seguimos hoy.
Sin embargo, ¿qué recorrido tiene realmente esta subasta en el conjunto de España? A diferencia del espacio catalán, donde la subasta reavivó la división entre dos comunidades (echando por tierra los esfuerzos de síntesis e integración de la izquierda catalana ya desde los años del franquismo), España no es un país de dos comunidades enfrentadas. Su carácter multinacional (y ahora obviaremos enfangarnos en el chapapote intelectual de la discusión sobre nación y naciones) y el desigual tamaño entre sus distintos grupos étnicos o nacionales sugiere poco espacio para esa competición.
¿Tan vulnerable se percibe a sí misma la nación política española ante los escasos dos millones de independentistas en grados y motivaciones muy diversos que debe demostrarse a sí misma el vigor de su propia convicción nacional? ¿Acaso desconfía de su capacidad de integración política ante un grupo menor y tan subordinado a las lógicas políticas y económicas de una España sólidamente amarrada a una Unión Europea de la que es parte consustancial e irremovible?
Como hemos tratado de argumentar en las últimas semanas,
y a pesar incluso de los vientos favorables para las políticas de la identidad, los problemas de la sociedad española siguen expresándose sobre todo en términos de izquierda-derecha.
Incluso la competición nacional PP-Ciudadanos encubre, en el fondo, una batalla por el espacio del centro-derecha. Fíjense en el Gráfico adjunto, en el que se compara los espacios de la competición política de España y Cataluña, definidos por los ejes izquierda-derecha y centro-periferia (basados en la adscripción nacional en Cataluña, y las preferencias territoriales en el caso español). La imagen pone de manifiesto que la competición de fondo en España es y seguirá siendo una disputa entre la izquierda y la derecha, levemente correlacionada con el eje territorial. Muy distinto es el caso de Cataluña, donde la división entre bloques políticos se ha escorado claramente hacia el eje nacional (no lo fue así antes de iniciar la subasta, en 1999).
NOTA: El gráfico ubica los electorados de los partidos a partir del punto medio de sus votantes en las escalas izquierda-derecha y centro-periferia/identidad nacional. El volumen de cada partido se corresponde con el porcentaje de apoyo en las elecciones generales de 2016 (España) y autonómicas de 2017 (Cataluña). Estos gráficos están desarrollados y explicados en nuestros capítulos sobre sistemas de partidos en: Gemma Ubasart y Salvador Martí, eds, Política i govern a Catalunya, Madrid, Catarata, y en Josep Maria Reniu, ed., Sistema político español, Barcelona, Huygens, 2ª edición, de inminente aparición.
Desde esa perspectiva, nos preguntamos por cuánto tiempo puede sostenerse esta subasta identitaria entre los partidos españoles y, sobre todo, con qué capital:
por muy grande que hagamos la bandera, no será suficiente para ocultar las protestas y demandas relacionadas con las desigualdades sociales y generacionales, las reivindicaciones de las mujeres, la protestas contra la corrupción o el aumento de la pobreza que se ha dado en España en la última década, por mencionar solo algunas cuestiones que preocupan a los electores. En Cataluña, el debate de la identidad sí ha restado mucho protagonismo a esas cuestiones. No en vano, el exportavoz de la Generalitat, Quico Homs, ya avisaba a finales de 2014 de que "
el debate izquierda-derecha nos españoliza y nos subordina", dos años después de que el propio Quim Torra reconociera que la cuestión social le "
importaba un pimiento" hasta que no se alcanzara la independencia (quizá le suceda lo mismo con la representación de género, visto el absoluto predominio masculino de su propuesta de gobierno, que contradice lo que el propio Parlament había aprobado recientemente).
En coherencia con estas prioridades,
el catalanismo empezó compitiendo por reformar un Estatuto de Autonomía y acabó por los cerros de Úbeda, declarando la independencia y abrazando una República que, como afirmaba recientemente Puigdemont, "existe en la imaginación de muchos catalanes".
Por el contrario,
España no tiene mucho margen para competir por la españolidad: ¿desmontando el Estado de las Autonomías?; ¿celebrando un OT especial para buscarle letra y voz al himno nacional?; ¿fusionándolo con una versión ministerial
a cappella del
novio de la muerte?; ¿o normalizando el uso forzado de los poderes del Estado para reprimir al independentismo (y a partir de ahí, lo que sea)?; ¿oponiéndose a la UE porque le resta soberanía judicial? Quizá nos falte imaginación política, pero una subasta en serio por la hegemonía nacional en España sólo es concebible en detrimento de la pérdida de nuestra calidad democrática y de nuestra capacidad (contrastada, pero no culminada) de integración social, cívica y cultural. En realidad, donde sí hay margen para la subasta es en el sentido contrario: para reforzar el apego a un Estado que sea visto como garantía de mayores dosis de reconocimiento plurilingüístico, de aprendizaje mutuo de nuestras culturas, de aceptación sincera de nuestra enorme (y fantástica) diversidad, y de gobierno compartido con políticas orientadas a garantizar la igualdad individual y territorial.
Unidad en la diversidad es nuestro lema común como ciudadanos europeos.
La teoría del
ethnic outbidding no era optimista: en el largo término, predecía que
el mantenimiento de subastas identitarias desembocaría en la inestabilidad perpetua, cuando no en la ruptura democrática de los países. Es cierto que estudios recientes matizan que esa subasta puede conducir a acuerdos
estables si son consocionales y están apoyados en partidos pragmáticos, que
dejen atrás retóricas particularistas, y que
incluso se puede revertir allí donde gana peso el debate izquierda-derecha. Por eso,
sorprende que algunos sectores de la izquierda catalana y española parezcan proclives a entrar en una subasta para la que no tiene fondos suficientes. Con ello quizá olviden que, como en Bélgica, Francia y otros casos, cuando la izquierda alentó el nacionalismo de derecha dura por razones electorales, el resultado en el largo término fue el auge irrefrenable de ese nacionalismo extremo, en detrimento de la propia izquierda. Algo que incluso Ciudadanos y PP no deberían pasar por alto: la subasta nacionalista sólo favorece a los portavoces más puros de la identidad, como ese partido (VOX) al que la televisión pública catalana le ha regalado más de una hora en
prime time, con el único propósito (quizá) de sesgar aún más la imagen de España y, de paso, subir su audiencia (cada vez más dependiente de la fidelidad del segmento de espectadores independentistas).
Cuando los políticos juegan con fuego, lo que viene después no suelen ser fuegos artificiales.