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El grifo del dólar empieza a cerrarse

Gonzalo García Andrés

24 de Mayo de 2018, 01:18

La rentabilidad de los bonos del Tesoro americano a 10 años ha superado en los últimos días el 3,10%. Es el nivel más alto desde hace siete años. En el verano de 2016 cayó por debajo del 1,5%. En estos dos años, la deuda pública de Estados Unidos se ha abaratado, su precio ha caído, resultando más rentable para los potenciales compradores. A quien haya seguido el debate sobre el estancamiento secular, no le extrañará que esta subida pueda llegar a ser saludable; un síntoma de que estamos dejando definitivamente atrás las rémoras de la crisis. Pero atención, los recuerdos de episodios pasados similares son bastante oscuros: la crisis de la deuda externa a principios de los 80, el desplome de los mercados de renta fija en 1994 o el berrinche que sufrieron los emergentes hace justo cinco años, cuando la Fed anunció una reducción gradual en sus compras de activos. La pregunta es: ¿está preparada la economía mundial para vivir con tipos más altos? Si se atiende a la evolución macroeconómica reciente al otro lado del Atlántico y a las decisiones de política económica, la subida de las rentabilidades de los bonos del Tesoro está plenamente justificada. La fase expansiva del ciclo ha cobrado algo más de fuerza, la tasa de paro ha bajado del 4% y el Congreso ha aprobado una reforma fiscal que pretende estimular la demanda agregada en el corto plazo. La progresión de los costes y de la inflación son compatibles con el objetivo del 2%, pero a partir de ahora las presiones pueden apuntar hacia niveles superiores. La Reserva Federal ha proseguido con su senda de normalización de los tipos de interés a corto plazo, que ya se sitúan en un rango entre 1,50 y 1,75%. Los tipos de interés de la deuda pública a 10 años no habrían hecho sino recoger esta nueva información. Por una parte, reflejan las expectativas de que los tipos de interés a corto plazo futuros sean superiores (hay una relación entre éstos y los tipos de interés a largo plazo, porque siempre se puede replicar un activo a largo invirtiendo a corto y reinvirtiendo cuando vence). Por otra parte, los menores precios de los bonos se explican también por la mayor demanda esperada derivada de mayores necesidades de endeudamiento público (se estima que la reforma fiscal añadirá 1,45 billones de dólares al déficit en 10 años). Los tipos más altos tendrían el efecto directo de moderar el crecimiento estadounidense por distintos canales: los préstamos hipotecarios ya son más caros, así como el coste de la financiación para proyectos de inversión privada. La transmisión del menor impulso monetario se produce también a través de los efectos sobre los precios de otros activos, que tienen que bajar también para competir con una deuda pública más barata. La corrección que se produjo en las Bolsas en febrero se explicó en parte por ese efecto derivado. El Gobierno federal tendrá que pagar más intereses por la refinanciación de su deuda pública y la financiación de los crecientes déficits futuros. Aun así, la política monetaria sigue siendo expansiva, porque el tipo de interés está por debajo del nivel que se considera neutral en su efecto sobre el crecimiento.   Pero las consecuencias del aleteo de esta mariposa no se acaban aquí. El sistema financiero americano y el dólar tienen un papel preponderante en el funcionamiento del sistema global de financiación. Esto quiere decir que los cambios en los precios y las condiciones de financiación en Estados Unidos tienen un impacto en los flujos y las condiciones de financiación en la economía mundial. Hace años se pensaba que, con sistemas de tipos de cambio flexibles, las economías podían aislarse de las alteraciones en la política monetaria de otros países. Pero la experiencia de la última década ha demostrado que, incluso con cambios flotantes, existe un potente ciclo financiero y de liquidez global. Hélène Rey lo ha estudiado a fondo, concluyendo que cuando los países están integrados en los mercados financieros internacionales mediante los flujos de capitales, la evolución del crédito y de las condiciones de financiación está muy influenciada por lo que ocurra en los principales mercados monetarios, particularmente en el del dólar.

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Así, la etapa de política monetaria ultra-expansiva de la Reserva Federal, que duró desde 2008 hasta 2014, alimentó una dinámica financiera de relajación en todo el mundo. Con activos de renta fija más caros en el centro (tipos de interés de los bonos bajos), el capital buscaba mejores alternativas, elevando la demanda de activos de economías emergentes. El resultado: fuertes entradas de capital, apreciación de sus monedas y aceleración del crédito gracias a los fondos en divisas obtenidos por los bancos locales. El ministro brasileño de Finanzas se quejó amargamente del benign neglect con el que la Fed inundaba el mundo de dólares; pero aquello era una minucia comparado con el desafío que para las políticas económicas de los emergentes supone la situación contraria que comienza a atisbarse. Los inversores reevalúan las relaciones de rentabilidad y riesgo entre los activos, reajustan sus carteras en favor de los activos líquidos y ahora también más rentables en dólares, reduciendo el peso de los activos emergentes. El resultado es una depreciación de sus monedas y una contracción monetaria forzada, como se ha visto recientemente en Argentina y otros países con fundamentos débiles. Y los canales de transmisión de estos impulsos van más allá del vínculo tipo de cambio-política monetaria. En muchas partes del mundo, las empresas, los bancos y los hogares utilizan el dólar no sólo para sus transacciones, sino también para las decisiones sobre inversión y financiación. Sus balances están, en parte, dolarizados. Por ejemplo, en la etapa de tipos de interés bajos las empresas no financieras fuera de Estados Unidos han emitido ingentes volúmenes de deuda en dólares. Con la subida de tipos, muchos de estos emisores tendrán que ajustar sus planes de gasto y de inversión. Hace ya unos años que en el FMI, en el Banco Internacional de Pagos de Basilea (BIS) y en el G20 se discute sobre las implicaciones de estos ciclos de liquidez y de crédito globales. En 2011, el Comité del Sistema Financiero Global del BIS publicó un informe en el que se distinguía entre la liquidez oficial, creada a través de los bancos centrales y distribuida internacionalmente mediante las facilidades del FMI, y la liquidez privada, que era el componente más elástico y potencialmente generador de inestabilidad financiera. Entre las recomendaciones de política económica destacaban el desarrollo de indicadores fiables de evaluación de la liquidez global, el reforzamiento de las redes de seguridad financiera del FMI y de carácter regional (como las creadas en la zona euro a raíz de la crisis) y la coordinación de las políticas monetarias. Uno de esos indicadores que elabora el BIS, la evolución de la financiación a agentes no financieros en divisas, no da muestras por el momento de haber acusado la subida de tipos en Estados Unidos. En efecto, la financiación en dólares a agentes no financieros fuera de EEUU creció en 2017 un 8%, alcanzando los 11,4 billones, impulsada por las emisiones de valores de deuda, que crecieron un 22% en el segundo semestre del año. No hay duda de que con la subida de los tipos de interés de la deuda pública en Estados Unidos estamos entrando en una nueva fase que supone una prueba para el sistema económico y financiero internacional. Habrá que seguir con cuidado los mecanismos y efectos de la propagación de estos impulsos de retirada de los estímulos monetarios excepcionales. Tanto el FMI como, sobre todo, las autoridades de los países potencialmente afectados, deberán extremar las precauciones y estar dispuestos a tomar medidas para reducir los riesgos e intervenir cuando sea necesario. Aun así, debemos dar la bienvenida a la subida de los tipos de interés y a la normalización de las condiciones monetarias y financieras que conlleva. Incluso habría que estar preparado para que el ritmo de endurecimiento se acelerara en respuesta a una posible subida de la inflación. Como señala Ángel Ubide en su reciente libro sobre las lecciones de la política monetaria de estos años, durante etapas expansivas del ciclo como en la que nos encontramos, es saludable que las autoridades monetarias creen un poco de incertidumbre, no comprometiéndose a sendas suaves y explícitas de subida de tipos. Se trata de inducir un poco de disciplina en las decisiones de financiación e inversión de empresas, gobiernos y entidades financieras. A corto plazo quizá asistamos a algún accidente, pero a medio y largo plazo será lo mejor para la sostenibilidad del crecimiento y la estabilidad financiera.
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