18 de Mayo de 2018, 21:46
[Recibe diariamente los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]
La situación en Cataluña es hoy de estancamiento casi total, con dos bloques (internamente diversos) muy consolidados que apenas se moverán a medio plazo (de ahí la inutilidad de unas nuevas elecciones): los independentistas sólo pueden aspirar a captar a una pequeña parte de los comunes y los no independentistas más flexibles podrían intentar atraer a una cierta porción de los nacionalistas pragmáticos con ofertas creíbles de profundización del autogobierno (es lo que antes intentó, con no mucha fortuna, Miquel Iceta). Por otra parte, los dos bloques no son monolíticos y ambos están expuestos a algunas fugas hacia la abstención. Nunca se tenía que haber llegado hasta aquí, de ahí que sean muy criticables tanto el absurdo inmovilismo de Rajoy como el irresponsable aventurerismo de los dirigentes independentistas entre septiembre y octubre de 2017. Tras el desastre político que ha supuesto haber tenido que recurrir inevitablemente al artículo 155 de la Constitución, el Gobierno del PP no parece tener más estrategia que refugiarse tras los fiscales y los jueces y mantener un discurso formal legalista sin propuesta alternativa alguna más que retornar al statu quo ante. Se trata de una respuesta puramente reactiva y punitiva que no hará sino agravar el foso entre los catalanes independentistas y el conjunto de España, y ello en un contexto de cierto deterioro de la calidad democrática: aunque Freedom House o el Democracy Index otorgan buenas puntuaciones (incluso superiores a las de democracias de larga tradición) en el respeto de los derechos y libertades fundamentales, la Fundación Alternativas advierte síntomas de retroceso (la ley mordaza o el encarcelamiento de raperos por la letra de sus canciones, por ejemplo). Uno de los grandes problemas a la hora de articular un Estado pluralista en España es el de asumir su gran diversidad nacional, algo que el Partido Popular rechaza instintivamente. Esto es así porque el PP es, en el fondo, un partido nacionalista español, aunque formalmente no se reconozca como tal; tan natural le parece. Uno de los mayores disparates acientíficos que Rajoy usa a menudo es el de afirmar que España "es una de las naciones más antiguas de Europa, con 500 años de historia". El presidente del Gobierno confunde conceptualmente el Estado (que ciertamente surge con los Reyes Católicos) y la Nación, una idea liberal. No tiene el menor sentido definir como nación la confederación dinástica que existió en la España de los Austrias, ni la incipiente centralización de los Borbones tras 1714 prefiguraría tal idea puesto que el Antiguo Régimen descansaba en una concepción absolutista (no nacional) de la soberanía. En otras palabras, sólo se puede hablar de nación española en sentido político moderno a partir de la Constitución gaditana de 1812. Lo cierto es que la cuestión de la plurinacionalidad de España es un rompecabezas irresuelto por dos motivos: los nacionalistas españoles tienen una visión uniformista irreal y los nacionalistas periféricos sostienen otra basada en cuatro naciones supuestamente homogéneas. Pues bien, ni España es una única nación uniforme ni sus naciones internas son homogéneas: esto significa que las lealtades nacionales son plurales y transversales por las dos partes (basta comprobarlo empíricamente recurriendo a la contrastada Moreno Question o consultando los excelentes artículos de Pau Marí-Klose a propósito del tópico de un sol poble), si bien este planteamiento es hoy inasumible tanto para los nacionalistas españoles como para los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos. Cuando Rajoy insiste en su conocida tríada como "línea roja infranqueable" ("unidad de España", "soberanía nacional"e "igualdad de los españoles"), es pertinente mostrar su sesgo ideológico: 1) su unidad se confunde con una indisimulada aspiración a la uniformidad (desde el patrón castellano, para el que el plurilingüismo es un factor más bien disfuncional); 2) la soberanía nacional tiene una proyección exclusivamente interior. En efecto, no hay el menor problema en delegar cada vez más soberanía hacia arriba (es decir, hacia la Unión Europea, de acuerdo con una concepción cosoberana propia del siglo XXI), pero no hacia abajo (es decir, hacia las comunidades autónomas), lo que revela en este caso una concepción monolítica de la soberanía propia del siglo XIX; 3) la igualdad no es posible con el actual sistema de Concierto y Cupo vasco-navarro, no tanto por el principio como por el injusto cálculo del mismo. Ocurre que, en el fondo, el PP tiene una concepción puramente tecnocrática y administrativa de la descentralización y el Estado autonómico es lo máximo que puede tolerar (por cierto, a la baja, con el pretexto de la unidad del mercado o el control del déficit). Se opone al federalismo sin entender lo que éste supone: no sólo no tiene nada que ver con disgregación, sino que los ejemplos comparados prueban que los conservadores de estados federales occidentales están perfectamente instalados en este modelo, sin el menor problema, algo que debería hacerle reflexionar. Es cierto, no obstante, que el federalismo tiene un elemento incómodo para el ideario del PP, puesto que admite un cierto grado de cosoberanía interna toda vez que sus unidades pueden dotarse libremente de ordenamientos constitucionales propios siempre que no vulneren el federal. Más allá de la incomprensión estructural por parte del PP de lo que implica el federalismo, no es tampoco muy esperanzador que su principal rival en el campo del centro-derecha, Ciudadanos (Cs), tenga posiciones bastante similares. De un lado, es también un partido neonacionalista español (rotundamente contrario a las tesis de la plurinacionalidad interna); y de otro, aunque formalmente asume el principio federal, la concreción que propone no serviría para España. En efecto, Cs tiene una concepción uniformista y tecnocrática del federalismo, incluso recentralizadora (en Educación, por ejemplo), siendo su modelo de referencia mucho más Austria (uno de los estados menos federales dentro de esta categoría) que Canadá o Bélgica (mucho más útiles para inspirar la insoslayable reforma federal en España por sus flexibilidad asimétrica). Una eventual victoria de C's no resolvería el actual bloqueo. Es más, podría incluso empeorarlo a tenor de su frontal beligerancia antiindependentista que le da popularidad entre el electorado españolista conservador. Sin embargo, es una estrategia cortoplacista, ya que es imposible la derrota total del independentismo con la que sueña C's y es un error no abrir la menor salida (léase, buscar acuerdos transaccionales) para conseguir que aterrice de una vez por todas en la realidad (ERC lo ha entendido, pero es incapaz hoy de defenderlo sin ambages). En suma, el PP está agotado y Cs no ofrece nada especialmente útil para salir del actual impasse, a la vez que Podemos está demasiado condicionado, en sentido autodeterminista, por sus confluencias, lo que debería darle al PSOE (y al PSC) un gran campo propio de intervención. Pero a la vista de los acontecimientos, su escaso relieve al respecto no deja de ser muy decepcionante.