13 de Mayo de 2018, 21:46
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Y es que en el caso que nos ocupa muchos hemos explicado unas cuantas veces que no existe rebelión porque es obvio que no hubo violencia insurreccional, sino simplemente tensión emocional, desobediencia y algunos desórdenes públicos de menor consideración comparados con los de muchas movilizaciones pasadas. Y eso no es rebelión, ni en España ni en ningún otro Estado que se pretenda democrático y que, por tanto, no tache de rebeldes a cuantos se manifiestan, incluso con incidentes bastante mayores que el desperfecto de dos coches de Policía o la oposición física contundente a la acción de la fuerza pública. De esos incidentes ha habido muchos en nuestros 40 años de democracia y nunca fueron calificados como rebelión. Y en cuanto a la malversación, no basta con decir malversación, o corrupción en la solicitud de la euroorden, o darla por obvia sin explicarla, sino que hay que motivarla de manera siquiera mínimamente creíble, lo que no se hizo cuando menos en un primer momento. De lo contrario, cualquier juez de la Unión Europea podría reclamar la entrega de un reo por un delito imaginario. Claro que el mecanismo de la euroorden está basado en la confianza legítima entre autoridades europeas, pero la confianza no existe para ponerla en un brete. No es que Europa no exista; es que la Unión Europea no existe para utilizarla indebidamente. En todo caso, esta solución condenaría a Puigdemont a un auténtico exilio político ahora sí, tras el respaldo jurídico alemán indefinido en el país centroeuropeo, pero seguiría inhabilitado de facto para poder ejercer como presidente de la Generalitat al estar en el extranjero. Fin del camino político. Si saliera del país se arriesgaría a una nueva euroorden. Pero es que incluso quedándose, y ésa es la segunda opción, podría ser reclamado por otros delitos, aunque ello provocara una situación ciertamente chocante de las autoridades judiciales españolas por sus eventuales idas y venidas en este caso, probando la entrega por diferentes delitos hasta dar con el tipo que satisfaga, más que a los jueces alemanes, al ordenamiento jurídico de ese país. En ese sentido, se ha especulado con una rebaja de la calificación delictiva de la rebelión a la sedición. Al margen de lo difícil que es calificar las manifestaciones convocadas en Cataluña como un alzamiento tumultuario, con ello se estarían desconociendo dos datos importantes. El primero es que el delito de sedición fue, como tal, eliminado del Código Penal alemán en 1970, siendo subsumido su contenido en otros tipos delictivos: la resistencia a la autoridad (artículos 113-114), o los desórdenes públicos (124-125) en los casos no directamente dirigidos contra las autoridades o habitualmente menos graves. Una advertencia: sin entrar en profundidad en el contenido de estos preceptos, los que podrían de algún modo equipararse con lo acaecido en Cataluña que son los citados requieren sistemáticamente violencia; es decir, se reproduce el mismo problema que con la rebelión. Por cierto, las penas son en todo caso inferiores a cinco años o mucho más bajas. Aunque personalmente también disentiría de ello, no habría sido, en cambio, descabellado calificar desde el principio los hechos como coacciones, lo que se hubiera adaptado algo más a la polémica jurisprudencia alemana sobre el asunto. Ello habría rebajado sustancialmente las penas a imponer y nunca hubieran llegado las prisiones provisionales. Ojalá hubiera sido así. La tercera opción es que los jueces alemanes entreguen a Puigdemont, pese a todo, por la rebelión es improbable, pero no imposible, por la resistencia a la autoridad o por los desórdenes públicos o por las coacciones si se concede la euroorden en estos términos; o por la malversación solamente. Pese a lo dicho en el párrafo anterior, es posible que suceda. El problema de las normas transnacionales es que dependen siempre de la interpretación que de las mismas hagan los jueces de cada Estado, y ésa es la razón por la que es tan difícil saber qué harán en este caso los jueces belgas, alemanes o escoceses, porque cada uno puede dar una solución distinta, por más que eso nos desespere a la doctrina jurídica. Sea como fuere, en ese caso, Puigdemont sería entregado y preso en España probablemente una larga temporada. Como se ve, todas las opciones acaban del mismo modo: mal para Puigdemont. En el plano personal, la primera es sin duda preferible para él, pese a las tremendas dificultades de todo exilio, pero la realidad es que en cualquiera de las situaciones se trata de un político que ha acabado su camino. Ello debería ser tenido en cuenta por quienes le apoyan a ciegas esperando un mañana inexistente, mientras buena parte de la población catalana -creo que una gran mayoría muy transversal- espera, desde hace meses, volver a tener de forma definitiva el autogobierno que costó siglos recuperar. Por desgracia, los diferentes actores políticos no toman siempre las decisiones que contundentemente son más racionales.