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¿Sigue Cataluña siendo "un sol poble"?

Oriol Bartomeus

3 de Mayo de 2018, 21:09

Cualquier sociedad, cualquier país, es una construcción hecha de distintas piezas, ensambladas de mejor o peor manera. Pueden verse como un todo, pero no un todo homogéneo. La Historia, el paso de los años, ha ido ensamblando las partes, pero pocas veces ha llegado a fusionarlas, de manera que siempre queda una cicatriz que da cuenta del esfuerzo que supuso unirlas, algunas veces por voluntad de ambas, la mayoría a través de luchas, guerras y revoluciones. La piel de Europa está llena de este tipo de cicatrices, que el politólogo y sociólogo noruego Stein Rokkan estudió mejor que ningún otro. Toda sociedad es un compuesto de elementos, de retales ensamblados mal que bien. En tiempos de bonanza, las cicatrices y costuras pasan casi desapercibidas; están ahí, las conocemos, pero vivimos sin prestarlas mucha atención. Pero cuando vienen mal dadas y la sociedad se tensa, son las que más sufren, hasta el punto de amenazar con romper el tejido social. Cuando hay tensión en Bélgica, se resiente la costura lingüística; en Italia, la fractura Norte-Sur; en Alemania reaparece la cicatriz entre Este y Oeste; en Estados Unidos vuelve la división racial; en Israel emerge la tensión religiosa entre laicos y ortodoxos, o la étnica entre judíos de origen europeo y de origen eslavo; en Francia la cicatriz es a la vez de clase y de origen (los de dentro y los de fuera). Cada sociedad tiene las suyas, que duelen cuando hay tensión. España tiene dos grandes fruto de su Historia. La primera es la que ha quedado de coser los diferentes territorios que forman su estructura actual. La segunda es la que cose a la ciudadanía con el poder político. Ambas vienen tensándose en los últimos años, gracias a la explosión simultánea del modelo económico (por la crisis), del sistema político y del encaje territorial. En el lapso que va de 2008 a 2011, los hilos que unen el sistema español están a un paso de deshilacharse. Cataluña también es una sociedad hecha de piezas, de retales de diversa procedencia que han ido cosiéndose con el tiempo, hasta componer el tejido catalán. La costura principal es la que une a los nacidos en Cataluña con los llegados de otras partes, y que tiene su elemento definidor (aunque no sólo) en la lengua que hablan. La lengua no es la cicatriz de Cataluña, sino su expresión, la constatación de una diferencia que se ha querido atenuar a base de coser y recoser. Es el trabajo que se ha ido realizando en los últimos 50 años, desde finales de los 60, en plena dictadura. La noción de que existía un solo pueblo catalán, la idea de la unitat civil como arma contra la división, con la inmersión lingüística en la escuela como factor de unificación, promovido por las izquierdas (el PSUC y el PSC). Cataluña se ha cosido en esta última mitad de siglo en virtud de la idea de que todos éramos catalanes (el adagio pujoliano de "catalán es quien vive y trabaja en Cataluña") y que la lengua catalana era de todos; incluso (o sobre todo) de los que no la hablaban. Pero como decíamos, las costuras pueden no notarse, pero están ahí. En el momento en que la situación política se ha tensado, las de Cataluña han vuelto a manifestarse. Las mismas de siempre, por muy antiguas que sean. Un ejemplo es el voto de los catalanes dependiendo de su lengua. Si observamos los datos de los barómetros del Centre d’Estudis d’Opinió después de cada convocatoria electoral al Parlament podemos ver una tendencia continuada: a cada nueva elección los grupos de votantes definidos por su lengua (sea catalán o castellano) apoyan con mayor fuerza a cada familia de partidos (sea los independentistas o los no independentistas). Dicho de otro modo, los catalanohablantes tienden a homogeneizar su apoyo hacia los partidos independentistas, mientras que los castellanohablantes hacen lo propio con los partidos no independentistas.

Si en 2010 casi el 22% de los que tienen al catalán como su lengua habitual votaron a una candidatura no nacionalista (entonces CiU no se definía como independentista), en 2017 fueron menos del 10%. En el otro extremo, hace ocho años un tercio de los que tienen el castellano como su lengua habitual votó por un partido nacionalista; en las elecciones de diciembre pasado fue menos de la mitad (15%). En medio se encuentran los electores que consideran tanto al catalán como al castellano su lengua propia, cerca de un 8% del total, que divide su voto por la mitad entre independentistas y no independentistas.

Lo preocupante de los datos no es el porcentaje concreto ni las disquisiciones metodológicas (los resultados son casi idénticos si se considera la lengua habitual o la lengua que los entrevistados consideran como propia). Lo preocupante es la tendencia hacia la homogeneización del voto, es decir la desaparición paulatina de los de en medio, de aquellos castellanohablantes que optaban por CiU o ERC o de los catalanoparlantes que votaban al PSC o a ICV. Es evidente que la tensión alrededor del debate sobre la independencia está solidificando la relación entre lengua y voto, de manera que aumenta la correlación entre ambos. Los casos desviados dejan paso a la uniformidad. Y dentro de ésta, las posiciones más duras prevalecen sobre las menos duras. Es el caso de Ciudadanos (C’s), de largo la primera opción entre los castellanohablantes, un partido que, desde sus inicios, ha hecho de la defensa de "los españoles en Cataluña" su base ideológica. Es inútil discutir sobre quién tiene la culpa de todo esto, porque nadie va a aceptar su parte. Los independentistas dirán que C’s y el PP son los responsables, y no les faltará razón. Y C’s, que fueron los independentistas los que comenzaron, y tampoco se equivocarán. Pero da igual. Lo crucial a estas alturas de la película, si no se quiere acabar peor de lo que ya estamos, si no se pretende que las costuras salten por los aires definitivamente, es dejar de tensar. Y a partir de entonces volver a coser, y volver a coser, y aún volver a coser otra vez.
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