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Por una Universidad menos autónoma y más responsable

Benito Arruñada

3 de Mayo de 2018, 07:00

Escribía Adam Smith en 1776 que "si la autoridad a la que están sometidos los profesores reside en la corporación, el colegio o la universidad de la que son miembros,... tenderán a hacer causa común, a ser muy indulgentes los unos con los otros y a consentir que el vecino olvide su deber, siempre que a él mismo se le permita olvidar el suyo propio. Por muchos años, en la Universidad de Oxford, la mayor parte de los profesores ha renunciado por entero, incluso, a la pretensión de enseñar". Smith podría estar hablando de nuestras actuales universidades. La reforma socialista de 1983, la Ley de Reforma Universitaria (LRU), fue eficaz en transportarnos al siglo XVIII. Desde entonces, ahí seguimos. En este artículo reviso las ideas que expuse al respecto en 1991. La situación era ya semejante a la actual. Desde entonces, se han acometido numerosas reformas cosméticas y, lo más grave, se ha dedicado a la Universidad una ingente cantidad de recursos, incluidos algunos escaparates más bien potemkinianos. Pero, en esencia, los vicios que apuntaba hace ya 27 años sólo se han agrandado y enquistado. Es más: mi crítica de entonces era optimista en un punto crucial de economía política, pues creía entonces ingenuamente que la ciudadanía acabaría reaccionado, tras comprobar que gran parte de la Universidad era sólo una máquina autocomplaciente de parados y expectativas frustradas. Hoy podemos constatar que, pese a que esta realidad universitaria ha empeorado, gran parte de la ciudadanía prefiere comulgar con dulces ruedas de molino, ruedas del tamaño de la generación mejor preparada. Cuidado: que nadie se llame a engaños revisionistas. La universidad anterior a la LRU era mala de solemnidad; pero era barata. La actual, quizá sea igual de mala, o incluso, en muchas áreas, peor; pero es muchísimo más grande y costosa; y está armada de tal manera -cuenta con tantas defensas legales, sociales e ideológicas- que resultará muy difícil transformarla. Antes de la LRU, las universidades estaban centralizadas. Se parecían a una empresa pública, con planes y nombramientos jerarquizados. Con todo, subsistían en su seno mecanismos de responsabilidad y competencia que podían haberse ampliado y mejorado para lograr una Universidad más eficaz y barata que la actual. Se competía entre universidades y centros, configurados todos ellos como centros de gasto dentro de la estructura presupuestaria de la Administración Pública y de las propias universidades. Los cargos tenían poder de decisión, por lo que comportaban cierto grado de prestigio y merecían así ser ocupados, al menos ocasionalmente, por buenos académicos. Hoy, en cambio, cuesta imaginar a Unamuno haciendo campaña electoral entre los estudiantes y bedeles de Salamanca. También competían profesores e investigadores, pues, si bien la contratación de ayudantes estaba descentralizada en las cátedras, generando buen número de disfunciones y corruptelas, la promoción pasaba por oposiciones centralizadas a escala nacional. Este sistema de oposiciones era obsoleto, notoriamente mejorable y quizá menos apto para una Universidad hipotéticamente orientada a la investigación. Sin embargo, comparado con la realidad posterior a la LRU, era un modelo de competencia y transparencia. Si no lo creen así, imaginen por un momento que los doctores españoles que hoy trabajan en universidades extranjeras pudieran presentarse a ese tipo de oposición nacional: no sólo las ganarían sino que, al tomar posesión de sus destinos, gozarían de poder para contratar colaboradores y ayudantes. Podrían así empezar a transformar esos departamentos en los que hoy reina la endogamia, cuando no el nepotismo. Por último, existía competencia entre las diversas escuelas de pensamiento dentro de cada disciplina, las cuales competían en su reputación e impacto social, lo que compensaba algo las insuficiencias del control formal: cada escuela podía hacer catedrático a algún pariente iletrado, pero no todos podían serlo siempre. Hoy, ni eso está garantizado en algunas universidades, como denuncia reiteradamente la prensa y atestiguan los numerosos litigios y sentencias al respecto. Además, representaban una motivación importante las cuasi-rentas ligadas a la antigüedad, los traslados y la compatibilidad con el ejercicio profesional, todo lo cual encajaba en alguna medida con una Universidad centrada en formar profesionales adaptados a la demanda laboral. En una interpretación benévola, la LRU pretendió transformar este sistema en uno que hubiera acercado las universidades a una situación más gobernada por la competencia. Como pieza clave, cada universidad habría de contratar sus recursos humanos en condiciones competitivas. En una interpretación alternativa, quizá complementaria, el objetivo real de la LRU era estrictamente político y consistía en favorecer a la clientela del PSOE, empezando por funcionarizar prácticamente sin control alguno a toda una generación de profesores no numerarios de dudosa cualificación, que tomaron de hecho el control de la Universidad durante varias décadas. Sea cual sea la interpretación más plausible, no es la intención de la LRU lo que aquí importa, sino su efecto principal. Gracias a esa Ley, desde 1983 hasta hoy todos los grupos de interés (profesores, alumnos, personal de administración y servicios) hemos podido influir las decisiones y capturar rentas, en perjuicio de ciudadanos y contribuyentes. La Universidad pública se ha privatizado en el peor sentido de esta palabra. El autogobierno ha desarrollado deficiencias características. Todos los problemas son tratados y su resolución se ve afectada por todos los grupos, sin atender a su cualificación ni conocimiento. El proceso decisorio se transforma en un bazar donde los participantes intercambian votos en asuntos que no les incumben a cambio de apoyos en problemas que sí les afectan: plazas, planes de estudios, calificaciones académicas, títulos, nombramientos, ascensos, etcétera. Dominan los participantes con vocación política, tiempo libre y fuertes intereses privados. Como suele suceder, la participación instaurada por ley ignora los desiguales costes que impone a distintos tipos de trabajadores y alumnos: mucho mayor a los más productivos. No es de extrañar que en todo tipo de decisión haya perdido peso la competencia profesional: son los menos competentes quienes tienden a decidir. Además, el reparto de poder lleva a que sea imposible exigir responsabilidades. Es, por ello, antidemocrático, ya que impide el control por los ciudadanos y posibilita la transferencia de riqueza hacia los profesores, demás empleados y los estudiantes (aunque estos últimos cada vez en menor medida, por la irrelevancia del título a que conduce la masificación). Las características anteriores son consecuencia de un error que, por desgracia, comparten muchas de las instituciones creadas en la Transición (por ejemplo, las comunidades autónomas): dar libertad sin exigir responsabilidad alguna. En nuestro caso, el principal exponente es que la LRU dotó a las universidades de autonomía para decidir, pero sus presupuestos siguieron siendo garantizados por el Estado. Lo más sorprendente es que, pese a los 35 años transcurridos desde 1983, los contribuyentes siguen mal informados sobre el coste y valor de la Universidad. En 1991, quien esto escribe confiaba en que "para que los ciudadanos se enteren de cómo se distribuyen y se usan los recursos, serán necesarias unas cuantas promociones más de licenciados en paro". Mi juicio se ha demostrado optimista. El asunto sólo saltó a la palestra mucho más tarde, a raíz de la crisis económica. Además, en vez de afrontar la causa del problema (el enorme coste, oculto tras unas tasas minúsculas; las carencias en la preparación técnica; las muy deficientes actitudes; la oferta de carreras lúdicas sin ninguna demanda de empleo), hemos optado por inventarnos una excusa gratificante. Hemos preferido suscribir el mito de la generación mejor preparada y atribuir el desempleo sistemático de algunas titulaciones y el subempleo de otras a la crisis económica, o a la falta de dinamismo de los empresarios. Creer ese mito, creado y alentado desde las propias universidades, es preferible a entender lo obvio: tomado en su conjunto, y pese a las muchas excepciones productivas, gran parte de nuestra Universidad es, en esencia, un fraude al contribuyente. Así pues, el paso del tiempo nos indica que la desigualdad informativa hace imposible estructurar democráticamente aquellos organismos que, como es el caso de la Universidad, están financiados por el Erario: faltan garantías de que la democracia interna no se convierta en un fraude, incluso cuando el paso del tiempo hace que los resultados finales resulten obvios. Las causas inmediatas son múltiples, pero confluyen en que la Universidad disfruta de total autonomía sin ninguna responsabilidad. La solución parece fácil: mantener la autonomía pero introducir responsabilidad. En 1991, pensaba que lo razonable era responsabilizar aumentando la competencia, tanto externa como interna. La interna, introduciendo competencia efectiva entre las propias universidades públicas. La externa, posibilitando que la puedan ejercer las universidades privadas. Al disminuir la ventaja que hoy disfrutan las públicas, por ser casi gratuitas para el usuario (que no para el contribuyente), se pondría en evidencia su ineficiencia, forzando su transformación. El mecanismo fundamental en este terreno sería cobrar a los usuarios precios asociados al coste (que en la universidad pública es siete u ocho veces superior a las más altas de las tasas actuales), haciendo posible la competencia entre centros, desarrollando su reputación diferenciada y proporcionando una guía para las decisiones de expansión, reducción de tamaño y cierre. Como ventaja añadida, serían más transparentes y hasta superfluas las decisiones políticas. Este cobro de los servicios iría acompañado por un sistema integral de becas; otorgando vales y becas-salario que dieran derecho a gastar con libertad de elección cierta cantidad de dinero en educación superior e independizaran económicamente a los jóvenes de sus familias. La subvención correspondiente a cada joven podría ser función de variables muy diversas, desde el rendimiento académico a los ingresos familiares, su origen inmigrante, etcétera. El sistema sería no sólo compatible, sino que es imprescindible para alcanzar los objetivos de redistribución e igualdad de oportunidades que hoy muchos predican pero que, de hecho, a casi nadie interesa. Además, la competencia puede aplicarse en grados diversos. La Administración u otros agentes imparciales podrían al menos evaluar centros y universidades, recogiendo información sobre el empleo y los ingresos medios de sus titulados. La Administración podría entonces usar esas evaluaciones para asignar recursos, los estudiantes para elegir carrera y universidad, y los empleadores para contratar titulados. Semejante sistema no sería muy costoso. Requiere sólo cruzar los archivos de titulados con los de la Seguridad Social. Da idea de la actual situación el que los diversos intentos por producir ese tipo de información nunca hayan pasado del borrador preliminar y secreto. Sin embargo, ¿es en verdad viable introducir competencia? Si no lo es, ¿no sería preferible reducir la libertad, limitando el autogobierno? Recordemos que, en última instancia, para ser efectiva, la competencia lleva a disciplinar e incluso cerrar aquellos departamentos y universidades sin demanda. Y que, de hecho, esa ausencia de demanda ya es a menudo notoria, sin que ello genere decisiones de disciplina y eventual cierre. Pero, si no somos capaces de movilizar recursos mediante el redimensionamiento y eventual cierre de centros y universidades innecesarias, lo que procede es quizá reducir el autogobierno. Eso significa transformar las universidades en algo más parecido a empresas públicas. Sus directivos serían fruto de nombramientos políticos; se les atribuirían los poderes de decisión que hoy disfrutamos profesores, empleados y estudiantes; y, sobre todo, se les requeriría una rendición de cuentas periódica por parte del organismo que los financia, reforzando así la responsabilidad. En comparación, recuerden a este respecto que algún rector se ha negado incluso a rendir cuentas en el Parlamento regional que financia su universidad. En cualquier caso, todo cambio que emprendamos ha de empezar por entender que la reforma universitaria de 1983 no sólo ha fracasado (como ya era obvio en 1991). Además, ha empeorado noblemente la situación, al crear un monstruo mucho más difícil de reformar. Reducir su autonomía organizativa -que no tiene nada que ver con la libertad de cátedra- sería sólo un primer paso para domesticarlo.
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