El
ministro Montoro acaba de anunciar que España establecerá un impuesto sobre los servicios digitales.
De entrada, sorprende que esta medida venga a compensar la anunciada subida de las pensiones porque, según los
cálculos de la propia Comisión Europea (págs. 69-71), adaptados convenientemente a España, a un tipo impositivo del 3%
nuestro país recaudaría un máximo de 265 millones de euros con este nuevo impuesto (a pesar de que en su Plan de Estabilidad, el Reino de España presupuesta al parecer 600 millones),
cifra muy modesta y muy alejada de los 3.300 millones de euros que representa la subida de las pensiones. Además, en estos momentos la medida es sólo una
propuesta de Directiva y exige unanimidad para su aprobación al ser de naturaleza fiscal, lo cual puede significar años. Por si todo esto fuera poco, recordemos a este respecto que el propio ministro
había rechazado su aplicación unilateral.
Pero, sobre todo, este anuncio debe hacernos reflexionar sobre las dificultades de gravar los modelos económicos derivados de la economía digital mediante los sistemas tributarios actuales. Es decir, no tenemos una idea clara de qué se debe gravar exactamente, ni quién tiene derecho a hacerlo, ni la mejor manera de conseguirlo. Sobre este desajuste hay un consenso bastante amplio. En esencia, tenemos hoy unos impuestos sobre la renta que gravan el beneficio transfronterizo basado en criterios de presencia física: se grava en aquel país donde se encuentran los activos físicos o los empleados.
Pero en la economía digital priman los activos intangibles (patentes tecnológicas, el
know-how y las marcas), se puede generar riqueza sin presencia física en un territorio y, lo que es incluso más sorprendente, sin que el usuario del servicio pague a veces nada a la empresa o comunidad digital de la que es usuario o miembro. Además, existe probablemente un desajuste entre los modelos de empleo de esta nueva economía y el tratamiento tributario y de Seguridad Social de los trabajadores, si bien esto último no es el objeto de esta contribución.
En este contexto, es más fácil entender por qué
los sistemas tributarios actuales no sirven para capturar todos los beneficios de las empresas digitales, o cuando menos fomentan que las empresas, mediante distintos mecanismos de elusión, localicen aquéllos lejos de donde la tributación es más alta; lo que, por cierto, coincide en gran medida con el lugar donde se hallan los usuarios de estas entidades digitales.
Ahora bien, el que haya, hasta cierto punto, un diagnóstico preciso y compartido del problema no significa que se haya encontrado la solución. Bien es verdad que con las iniciativas internacionales de transparencia fiscal y de BEPS (ejercicio contra la erosión de bases imponibles y el traslado artificial de beneficios a otras jurisdicciones) se ha logrado avanzar parcialmente, porque al menos las empresas digitales no pueden planificar su tributación para minimizarla sin exponerse por ello a un riesgo hoy mucho mayor de ser descubiertas y
regularizadas. Pero persiste una serie de dificultades de índole conceptual, política, técnica u operativa sobre las que no hay acuerdo ni solución sencilla.
Antes de repasar las dificultades más importantes, quizá convenga mencionar que la Comisión Europea es bastante consciente de esta situación y por eso recomienda soluciones a dos niveles. El primero es de carácter permanente y completo y, según reconoce la propia Comisión, requiere un consenso mundial mucho mayor para poder aplicarse. El segundo es una propuesta provisional, parcial (grava la prestación de algunos servicios digitales) y modesta en términos recaudatorios, como hemos visto; y es a ésta a la que ha hecho referencia Montoro. Sin embargo, las dificultades que mencionaremos no quedan resueltas con esta medida provisional, que sólo constituye un paliativo.
¿Qué se entiende por economía digital?
Ésta es la primera pregunta (en términos técnicos se traduce por identificar el objeto tributario) y su respuesta es compleja. Empieza por la discusión sobre el comercio electrónico de bienes físicos, porque si la totalidad de la experiencia de una compra, incluyendo una parte del servicio post-venta, se hace a distancia, es difícil negar que estamos ante una venta digital, aunque luego el producto llegue por otro canal.
Además, hay otras áreas de la economía
100% digital o en línea donde surge la duda: los servicios bancarios
online, el juego por internet, incluyendo las partidas de póker (u otras), el
trading, el
crowdfunding (financiación participativa)... ¿son economía digital o, por tratarse de sectores generalmente regulados y supervisados deben escapar del objeto del impuesto? ¿Y qué decir de las empresas de telecomunicación tradicionales, que combinan la provisión de servicios de telefonía -en declive- con la de datos para navegación por internet? ¿Qué decir de los periódicos y revistas que combinan versiones en papel -en extinción- y digitales? ¿Son economía digital?
El problema queda resuelto en la propuesta de Directiva provisional porque define el objeto tributario en una forma extremadamente estrecha, abarcando tan sólo la publicidad y las plataformas participativas (Uber, Airbnb, etcétera), pero sigue abierto para cuando se planteen soluciones ambiciosas.
¿Quién tiene derecho a gravar los beneficios resultantes de esta economía?
De acuerdo con el marco internacional vigente, los beneficios de una empresa se gravan donde la empresa tenga un "lugar fijo de negocios" (que podría incluso ser un servidor, bajo determinadas condiciones) junto con algún nivel de mano de obra. Esto no ha sido sólo campo abonado para la planificación fiscal agresiva, sino que constituye un elemento de disenso de política tributaria entre Estados Unidos y el resto del mundo, porque
casi todas las grandes tecnológicas y empresas de la economía digital están, hoy por hoy, en el país norteamericano y no va a aceptar fácilmente un cambio del
statu quo en esta materia. Posiblemente éste es, de hecho, el principal escollo por el que no se va a alcanzar un consenso político planetario a corto plazo, a menos que la tendencia hacia el desprestigio estadounidense que se está generando en otros ámbitos (como el acuerdo con Irán, las disputas comerciales o la cuestión del clima) acabe traduciéndose en una pérdida de influencia geopolítica real y se excluya a EE.UU. del consenso mundial; y se pueda vivir con ello. Sin embargo, esto es poco realista en nuestro ámbito, porque el lugar donde se alcanzan los acuerdos de fiscalidad internacional es la OCDE y allí las decisiones se toman por consenso.
En este sentido, la UE emitió recientemente una
recomendación para revisar este punto en los convenios de Doble Tributación que cada Estado miembro tenga firmados, es decir, para conseguir gravar a las empresas de la economía digital en cada país donde operen, incorporando junto al concepto de presencia física el de
presencia digital significativa (por cierto, un viejo concepto ya manejado en el
Informe sobre el impacto del comercio electrónico en la fiscalidad española del año 2000; véase pág. 422). Esto no quiere decir que hoy los países no graven en absoluto a las grandes tecnológicas en su territorio por los beneficios que obtienen, pero lo están haciendo mediante interpretaciones un tanto forzadas de ciertas normas o estableciendo tributos unilaterales (como hace la India con su
equalisation levy), con merma de la seguridad jurídica y poniendo seguramente en peligro un consenso tributario internacional que se acerca a los 100 años de historia.
¿Cuál es el beneficio que se debe gravar?
Existe acuerdo sobre la necesidad de gravar el valor allí donde se crea. De hecho, todo el ejercicio de BEPS se asienta sobre esta idea central de retornar el valor (para gravarlo) a la jurisdicción donde efectivamente (y no legal o formalmente) se genera. Hasta aquí, perfecto.
¿Pero
cuál es ese valor que se genera?
¿Es la idea fundacional, la tecnología que la sustenta y los elementos de marca diferenciales? Porque de ser esto, le corresponde a Estados Unidos. ¿Es el que surge del cliente-pagador: por ejemplo, el anunciante en Facebook, el conductor de Uber, el arrendador de Airbnb o el vendedor de Wallapop? ¿O, por el contrario, el valor de la empresa lo genera el usuario, también denominado ahora
prosumidor? Se denomina así pues es
a la vez productor de riqueza (al aportar grandes cantidades de información a la empresa que, unidas a los demás usuarios, constituyen una mina de datos de enorme utilidad, incluso para usos espurios)
y consumidor de estos contenidos al ser él quien recibe los anuncios, quien contrata los servicios de conductores o casas disponibles, o quien compra los productos que se venden.
La UE, en su propuesta provisional de Impuesto a los Servicios Digitales, se decanta por este último colectivo como
generadores de riqueza. Pero lo hace con matices, de un lado porque su propuesta es muy estrecha para reducir fricciones (por ejemplo, no incluye actividades digitales donde la polémica estaría servida, como las agencias de viajes o las empresas que ofrecen contenidos digitales como Netflix). De otro lado, porque no propone gravar los beneficios netos, sino los ingresos brutos. Ésta es una posición ciertamente heterodoxa (como lo es el calificar este impuesto de
indirecto, por cierto) pero pragmática, porque la determinación del beneficio neto hubiera sido mucho más ardua al necesitar restar los gastos y costes del ingreso bruto. Entonces habría que haber valorado qué gastos son deducibles y en qué medida; en particular, qué parte de los gastos o costes mundiales lo son. Por ejemplo, ¿la depreciación del intangible generado en EE.UU. lo sería en la UE?
Hasta aquí, por tanto, algunas de las dificultades más importantes que se han identificado, sin mencionar las de índole estrictamente legal ni las de tipo operativo, ligadas al control y gestión del Impuesto, y sin tampoco analizar los efectos económicos negativos de un tributo sobre el ingreso bruto.
Pero resulta claro que la problemática en torno a la fiscalidad de la economía digital es mucho más rica y compleja de lo que estas líneas permiten apuntar, y probablemente enlaza con una cuestión todavía más profunda: el debate sobre la posible necesidad de un nuevo sistema tributario para un contexto socio-económico enteramente diferente al de aquél durante el cual se desarrollaron los dos grandes pilares de nuestros sistemas fiscales: el IVA, heredero de los tributos de la economía pre-industrial, y la imposición sobre la renta, que nació con la era industrial.
Si los elementos de la economía digital, colaborativa, circular y, en definitiva, sostenible nos alejan del paradigma económico industrial y post-industrial,
¿no será necesario un sistema tributario que se adapte mejor a estos modelos productivos?