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El patriarcado, 'La Manada' y la valoración de la prueba

Jordi Nieva-Fenoll

28 de Abril de 2018, 21:33

Vivimos en una sociedad en la que el poder del hombre sigue siendo predominante. Se trata de una situación anormal que condiciona las conductas de todos. Reconforta escuchar en los últimos años que no es no, o que yo también (#MeToo), porque lo cierto es que las conversaciones masculinas de menosprecio de la mujer son extraordinariamente frecuentes. Las relaciones sexuales que se observan en la pornografía poseen un evidente sesgo masculino, porque algunas de ellas sólo caben en la imaginación de un varón que se cree el gallo de un gallinero, con todas las implicaciones posibles –hasta las más repugnantes– de esa comparación. La liberación de la mujer solamente sigue siendo un mito que no se ha alcanzado en la mayoría de terrenos, especialmente el laboral, en el que los embarazos y otras circunstancias siguen lastrando de forma inaceptable las carreras profesionales. Y ese estado de cosas condiciona cualesquiera observaciones, también las de los jueces y, por supuesto, la de toda la ciudadanía. En la sentencia dictada en el caso de La Manada, dos de los jueces, valorando una dificilísima prueba que sólo ellos y las partes del proceso han visto por completo, llegan a la conclusión de que no hubo violencia en la relación sexual. Se basan, sobre todo, en la total falta de lesiones de la víctima, hasta de mínimas laceraciones que se hubieran producido en una relación sexual –incluso consentida– con una ínfima violencia. Creen, no obstante, que no hubo consentimiento porque la víctima se vio psicológicamente superada por la situación de verse rodeada por cinco varones de manifiestamente mayor edad y complexión física. Sin embargo, el tercer juez [ver enlace anterior, páginas 134 y siguientes] estima que la relación fue consentida, ya que el testimonio de la víctima es sumamente contradictorio y, además, es llamativo que no tenga lesiones en la región anal constando una penetración por esta vía y siendo una relación no consentida, y por añadidura aprecia que en las imágenes la víctima masturbaba a uno de los agresores, observando dicho juez una expresión complaciente en ella. Craso error observar las expresiones faciales para evaluar un comportamiento, como dicen tantos y tantos psicólogos del testimonio. Pero como se ve, la diferencia entre lo que han dicho los dos jueces y el tercero es insalvable, tanto que quizás la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Navarra debería analizar cuidadosamente lo sucedido en este juicio. Pero precisamente la tercera opinión es la del fiscal, coincidente, según creo, con la de buena parte de la sociedad. Según este último parecer, se observa violencia coactiva en ese prevalimiento fruto de la situación grupal por parte de los varones; es decir, intimidación que fuerza a la víctima a someterse y, por tanto, estima el fiscal que hubo una agresión sexual con todas las de la ley. ¿Cómo pueden existir tres opiniones tan radicalmente alejadas entre sí observando lo mismo? Creo que, prejuicios aparte, es imposible juzgar este caso sin saber algo de psicología social. Tomando sus parámetros se aprenderá que la presión del ambiente fuerza a un sujeto a hacer cosas que parece que desea, pero que en realidad no quiere. Recuerden situaciones de acoso escolar en las que el niño marginado realizaba actuaciones incomprensibles y denigratorias de sí mismo para las risas de todos, o conversaciones de grupo en las que ustedes mismos no se han atrevido a manifestar su opinión, y hasta han manifestado la contraria por no contravenir a la aplastante mayoría. O las veces que han reído una broma que no les hacía gracia porque todos observaban muy simpática la situación. En este caso estamos hablando, además, de una persona que apenas había superado la mayoría de edad y que había consumido una cantidad apreciable de alcohol, lo que pone en entredicho su plena volición. El Código Penal tiene en cuenta todo ello. Gradúa la gravedad de las actuaciones y distingue la violencia –golpes, lesiones, etcétera– o intimidación –amenaza de lo anterior u otros males graves– de la falta de consentimiento sin la presencia de esa violencia o intimidación, en donde se incluiría, por ejemplo, esa presión del ambiente a la que me refería, acompañada de la desinhibición por el consumo de sustancias o por la escasa edad de la víctima, entre otros supuestos posibles. Y considera más grave lo primero que lo segundo. Dicho lo cual, hay que decidir si esa diferencia está propiciada por la situación social de patriarcado o no. A mi entender, justamente en este punto no existe esa influencia, porque es lógico distinguir lo más grave de lo más leve, y es evidente que es más grave golpear que prevalerse de una situación; diferente por completo es la pena que corresponda a cada conducta. Y en ese punto, tanto la sociedad como los juristas deben hacer una reflexión acerca de la finalidad de la pena. ¿Es un castigo o un tratamiento para rehabilitar al delincuente? Si es lo primero, el castigo debe ser proporcional con la acción, por lo que la categorización y gradación del Código Penal sería adecuada, siendo sólo discutible la duración de la pena. Pero si es un tratamiento, hay que reflexionar seriamente sobre si merece idéntico trato el que golpea o intimida para obtener sexo y aquel que se aprovecha de una coyuntura ambiental favorable para conseguir sexo de una persona que en condiciones normales –es decir, sin esa coyuntura– no querría tenerlo. Y en este último aspecto es en el que hay que trabajar. Toda la sociedad sabe que no se golpea ni se amenaza para obtener sexo. Pero a muchas personas, quizás a muchísimas, les hace falta aprender que el sexo se obtiene solamente en situaciones de plena voluntariedad, y no aprovechándose de la pobreza, de la superioridad, de las circunstancias envolventes del momento o del pago de un precio. Y con ello será necesario reflexionar seriamente –no pasionalmente– sobre toda la libertad sexual en su conjunto. Creo que merece la pena, porque de ello depende también nuestra madurez como sociedad.
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