Nadie se esperaba este pronunciamiento de los jueces alemanes. A pesar de que algunos dijimos con mucha reiteración que en los hechos juzgados en el proceso por el conflicto catalán no hubo violencia, sino simplemente algunos incidentes menores o desórdenes públicos de alta tensión emocional, pero de baja intensidad real, la Fiscalía española y la Justicia después se empeñaron en declarar que concurría un delito de rebelión. Nunca pensé que hubiera mala fe en este pronunciamiento sino simplemente, como digo, una excesiva incidencia de las emociones a la hora de valorar jurídicamente un hecho. Esos actores percibieron ideológicamente como algo gravísimo lo sucedido en Cataluña, y aplicaron la interpretación más contundente de todas las posibles para propiciar una durísima sanción acorde con las expectativas construidas, insisto, desde una ideología a mi juicio excesivamente proteccionista de un fin netamente político: la unidad de España.
Los jueces alemanes no han dicho eso exactamente, aunque sí en el fondo. Han hecho una evaluación jurídica de los hechos tal y como fueron narrados por el magistrado instructor, y
como advertimos hace días, aunque se hacía una explicación alarmante de los mismos que centraba todo el relato en los incidentes ciudadanos e ignoraba casi absolutamente la acción policial del día del 1-O, de esa narración era obvio que no se desprendía la existencia de una violencia insurreccional capaz de doblegar, o al menos amenazar de manera relevante, las instituciones del Estado.
Y eso es lo que han declarado los jueces alemanes. Ese día del referéndum lo que se produjo fue una movilización ciudadana en forma de consulta popular de la que, muy probablemente, puede derivarse la existencia de desobediencia. Pero no se produjo un 18 de julio de 1936, ni un 23 de febrero de 1981 ni nada que se le pueda parecer; ni el día del referéndum ni tampoco después. El poder público catalán declaró la independencia, cierto es, pero tan pronto como la declaró se sometió a la estricta obediencia de las instituciones del Estado. Fueron unos rebeldes pacíficos y sumisos, lo que no es sino un evidente oxímoron.
Es muy importante señalar que la decisión de los jueces alemanes ha sido adoptada de plano, es decir, de forma casi automática. Han visto tan sumamente claro que no concurría la violencia del delito de alta traición -el equivalente casi idéntico a la rebelión en España-, que han decidido decirlo inmediatamente, sin más trámites, a las primeras de cambio, en adecuada protección de los derechos del reo, determinando su inmediata libertad con medidas cautelares mucho más suaves que la prisión. Explicado en palabras más llanas, que el delito imputado por el magistrado instructor del Tribunal Supremo no existe en Alemania con los hechos relatados por el magistrado.
La decisión es sorprendente e insólita, porque no es nada frecuente que un Estado desautorice tan rápidamente las resoluciones judiciales de otro, dado que son un acto de soberanía y por ello se acostumbra a utilizar la cautela, la que los mismos jueces han empleado en la consideración del delito de malversación, que dejan para más adelante. Delito éste, por cierto, bastante insuficientemente explicado en el auto de procesamiento de Puigdemont. Puede seguir habiendo sorpresas en este terreno, sobre todo porque es muy difícil hacer entrar ese delito de malversación en el concepto genérico de corrupción que exige la euroorden. Habrá que esperar el parecer final de los jueces.
Pero lo que resulta obvio de lo ocurrido es que esta resolución es un mazazo incuestionable para el relato de la rebelión que se había dibujado en nuestro país. Puigdemont ya no va a poder ser juzgado por ese delito, y si no lo es quien fue el responsable principal de los hechos, nada menos que quien era el president de la Generalitat, no va a tener sentido alguno que sean juzgados por el mismo los demás imputados. De hecho, siguiendo la misma interpretación de los jueces alemanes, que es la única que parece razonable por los motivos ya indicados, lo correcto sería decretar para el resto de los imputados la inmediata libertad, con medidas cautelares mucho más suaves. Era lo que se tenía que haber hecho desde un principio, por cierto, como advertimos desde estas mismas páginas a principios de noviembre de 2017.
Lo que mal empieza, mal acaba. Nunca debió haberse imputado por rebelión. Existían y existen otras figuras delictivas mucho menos severas en las que se podrían haber incardinado los hechos, pero ya es tarde para eso. En virtud del llamado principio de especialidad, Puigdemont sólo podrá ser juzgado por los delitos por los que sea entregado y por ninguno más, si es que finalmente lo es por algún delito. Se rompe el relato de la rebelión. Toda la causa queda herida de muerte, se quiera o no se quiera ver, y se verá más antes que después.
Es, por tanto, la hora de la política. No sigamos judicializando lo que jamás debió judicializarse. Pasemos página. Pónganse las diferencias políticas sobre la mesa y dejemos el duelo a garrotazos para la historia de la pintura. Apartemos el guerracivilismo de nuestras mentes. Que los políticos hagan su trabajo y hablen de una vez escuchándose y comprendiéndose, como es debido.