Hace unos días, en la taberna virtual de Twitter surgió un debate interesante a colación de la (aparente) pérdida de potencia redistributiva de las prestaciones monetarias en Suecia. Aunque es verdad que entre la clase política española se ha puesto últimamente de moda (aspirar a) ser danés, durante muchos años Suecia ha sido al Estado de bienestar lo que Michael Jordan al baloncesto: el clímax. Pues bien, cacharreando en la web de la OCDE con los datos sobre pobreza y desigualdad, los resultados son los que se muestran en el siguiente gráfico.
Fuente: OCDE.
Lo que se ve aquí (aparte de que Suecia ya no es que no sea Michael Jordan, es que ni siquiera califica para el All-Star Game) es cuánta de la desigualdad generada por los mercados son capaces de eliminar prestaciones en efectivo típicas del Estado de bienestar como las pensiones, los seguros de desempleo o las rentas mínimas de inserción, pero sin incluir prestaciones en especie como educación o sanidad. Como decía recientemente Olga Cantó en estas mismas páginas virtuales, la potencia igualadora de los impuestos y las transferencias depende de dos cosas: (1) su índice de concentración, o sea, lo focalizados que estén los impuestos en el extremo superior de la distribución y las transferencias en el extremo inferior, y (2) su tamaño como porcentaje del PIB.
A partir de ahí, un país puede decidir diseñar sus mecanismos redistributivos siguiendo básicamente dos modelos: el Robin Hood, o quitar (sólo) a los ricos para dar (sólo) a los pobres el mejor ejemplo de ello seguramente es Irlanda, y el de Bo Rothstein, que nos aconseja coger y dar casi por igual a todo el mundo porque, como dice Víctor Lapuente, la igualdad es como el amor: un objeto de deseo que no se alcanza cuando lo perseguimos directamente el alumno aventajado de este modelo es Finlandia.
Ahora bien, un lector crítico (o nostálgico de Olof Palme) podría hacer al menos dos objeciones. La primera es que Suecia queda en mal lugar en ese gráfico porque sus mercados generan tan poca desigualdad que, por mucho que haga el Estado de bienestar, nunca va a redistribuir tanto como, digamos, Alemania o Irlanda. Aquí tenemos dos respuestas. Por un lado, que como se muestra en este gráfico del Report on Public Finances in EMU de la Comisión Europea, existe una relación positiva, pero bastante débil, entre la desigualdad en rentas de mercado y la redistribución que luego hacen los gobiernos. Por otro lado, que el gráfico muestra cuánta desigualdad reduce el Estado del bienestar con respecto a la generada por los mercados. No son valores absolutos, sino relativos. De hecho, el país que más desigualdad reduce en términos absolutos es Irlanda, pero al partir de una mayor desigualdad inicial termina ocupando la segunda posición.
La segunda objeción es que la reducción de la desigualdad no es el único objetivo de los estados de bienestar y que, además, el primer gráfico es una foto fija (de 2015). Un objetivo esencial es erradicar la pobreza y la carencia material, como pre-requisito esencial para el ejercicio efectivo de los derechos y las libertades que reconoce todo gobierno democrático. Es posible que el Estado de bienestar sueco no esté ya en el All-Star Game de la igualdad, pero quizá lo siga estando en el de la reducción de la pobreza.
Fuente: Eurostat (EU-SILC).
Lo que muestra el segundo gráfico es la eficacia de las transferencias monetarias, excluidas las pensiones, en la reducción del riesgo de pobreza. De él nos gustaría destacar dos cosas. La primera, de carácter doméstico, es que después de un repunte en los primeros años de la crisis, las transferencias monetarias en España acumulan ya tres años perdiendo potencia en la reducción del riesgo de pobreza. No es el objeto de este post, pero un motivo posible de esto es la contributividad del Estado de bienestar español. Dicho de otra forma, que éste reproduce las desigualdades del mercado laboral, ofreciendo mucha protección a los trabajadores más privilegiados (insiders) y mucha desprotección a los más precarios. La segunda, y que es la que más nos interesa aquí, es que el Estado de bienestar sueco no sólo ha perdido eficacia en la lucha contra la desigualdad, sino también al combatir la pobreza. ¿Qué está pasando en Suecia?
Una posible respuesta a esta pregunta es que, en la actualidad, las políticas de igualación de rentas podrían no generar suficiente consenso social en aquellos países con una larga tradición redistributiva. Para ver si esto es así, vamos a fijarnos ahora en una pregunta de la Encuesta Mundial de Valores con la que se pide a los encuestados situarse en una escala de 10 puntos donde 1 quiere decir Los ingresos deberían ser más iguales y 10 Debe haber mayores incentivos para el esfuerzo individual. Para hacernos una idea, la media de esta variable para Suecia está algo por debajo del 5, es decir, más cercana a la igualdad de ingresos, mientras que en Estados Unidos está algo por encima del 5, más cerca de la aceptación de las diferencias de ingresos. La media en España es exactamente 5. Los valores más bajos se dan en países del antiguo bloque comunista con valores entre 3 y 4 y los más altos en países africanos como Ghana o Zimbabue con valores cercanos a 7.
Fuente: Encuesta Mundial de Valores (oleada 2010-2014) y Banco Mundial (Gini).
Curiosamente, la correlación entre este mayor o menor apoyo a la igualdad de ingresos y la igualdad existente en un país (Gini) es bastante pequeña. Sin embargo, la igualdad de renta en un país sí que parece estar bastante relacionada con la diferencia en el apoyo a la igualdad de ingresos entre clases altas y bajas utilizamos aquí la clase social subjetiva, aunque los resultados son similares si utilizamos la posición en la distribución de ingresos. En el gráfico 3 vemos la relación entre esta diferencia y el índice de Gini para una muestra de naciones del mundo. Así, por ejemplo, vemos que en países como Tailandia, México y Colombia tanto clases altas como bajas muestran un nivel muy parecido de aceptación de la desigualdad de ingresos. El resto de países (excepto Ecuador, donde las clases bajas quieren menos igualdad que las altas) muestran diferentes grados de una mayor aceptación de la desigualdad por parte de las clases altas. En otras palabras, en la práctica totalidad de los países las clases bajas demandan una mayor igualación de ingresos. Además, esta diferencia entre ambos grupos muestra una correlación moderada (cercana a 0.5) con el índice de Gini para cada país. Los países con una mayor igualdad de renta (Gini menor) son los que muestran una mayor divergencia entre la aceptación de las desigualdades entre clases altas y bajas. Por el contrario, en los países donde la desigualdad existente es mayor, la postura de ambas es más convergente. Esto sugeriría que las políticas de igualación de rentas producirían una mayor división social en torno al apoyo al igualitarismo. Suecia es, además, el extremo de este argumento. Siendo uno de los países más igualitarios del mundo, presenta la mayor diferencia (1,5 puntos) en el apoyo al igualitarismo entre clases altas (media de 5,2) y clases bajas (media de 3,7).
El gráfico 3 muestra una simple correlación entre el nivel de igualdad de rentas de un país y la diferencia en el apoyo a la igualdad de ingresos entre clases altas y bajas. Sin embargo, el sentido de esta correlación coincide con los resultados que presentan los sociólogos Juan Fernández y Antonio Jaime-Castillo en un estudio reciente, en el que analizan la relación entre políticas redistributivas y apoyo diferencial a la redistribución entre clases altas y bajas para decenas de países durante los últimos 25 años. Este estudio no encuentra evidencias que corroboren empíricamente el modelo Bo Rothstein mencionado más arriba. Por el contrario, sí muestran resultados compatibles con la hipótesis clásica de la economía política según la cual las personas sólo tendrían en cuenta su interés material a la hora de apoyar en mayor o menor medida políticas redistributivas. A partir de esta hipótesis, la diferencia en el apoyo a la igualdad de ingresos entre clases altas y bajas emerge de forma natural.
Puede que la fatiga igualitaria no sea sino un reflejo de una diferencia creciente en el apoyo a políticas redistributivas entre contribuyentes y beneficiarios netos de dichas políticas. La igualación de ingresos produciría, de este modo, una polarización en las preferencias redistributivas de distintos grupos sociales y esto, a su vez, una mayor dificultad para alcanzar los grandes consensos sociales necesarios para políticas de este calado. Sin embargo, ésta es sólo una hipótesis sobre un tema de vibrante actualidad en el mundo académico y político.