10 de Septiembre de 2018, 13:52
Recientemente las redes sociales y titulares de prensa han celebrado que, por primera vez en la historia del país, las mujeres saudíes pudieran asistir a un partido de fútbol. El pasado mes de septiembre se permitió que cientos de ellas accedieran a un estadio deportivo de la capital con ocasión de las celebraciones que conmemoraban el 87º Día Nacional de Arabia Saudí. Los tres estadios de los que las podrán hacer uso han tenido que ser remodelados para asignar asientos especiales para ellas y para familias, como consecuencia del principio de segregación que impide que mujeres y hombres pueden compartir el mismo espacio en la esfera pública.
La medida entra en vigor pocos meses después de que Riad anunciara que las mujeres podrían sacarse el carné de conducir, lo que se une a otras decisiones relativas a su estatus y situación impulsadas a lo largo de estos últimos meses, e incluso años, por el régimen saudí (ver imagen adjunta). Hace pocos días, la negativa de la campeona ucraniana de ajedrez Anna Muzychuk de participar en el campeonato mundial que se celebra durante tres años seguidos en Arabia Saudí volvió a poner el foco sobre las luces y sombras de la situación de la mujer, y de los derechos humanos en general, en el país; así como sobre el contexto en el que están teniendo lugar estos tímidos avances.
El aligeramiento de las restricciones forma parte de un plan para introducir reformas en varios ámbitos impulsado por el joven y ambicioso príncipe heredero, Mohamed Bin Salmán (MbS), en lo que muchos consideran un punto de inflexión para el país y para la región. Son tres los pilares sobre los que reposa su estrategia: el económico, el social y el propagandístico. Por lo que a las motivaciones económicas respecta, el Plan Visión 2030, publicitado a bombo y platillo en la primavera de 2016, tiene como objetivo preparar al país para la era post-petróleo y gira en torno a prioridades como dinamizar la economía e impulsar el sector privado y el gasto doméstico, eliminar progresivamente subvenciones, dar forma a una nueva cultura del trabajo y mercado laboral cuyo pilar sería la llamada saudización y -la perla de la corona- sacar a bolsa un 5% de Saudi Aramco, el gigante estatal de la energía, para crear el mayor fondo soberano del mundo. Va tomando forma así un nuevo contrato social que rompe con el modelo de redistribución sistemática de los ingresos petroliferos y obliga a que ciudadanos acostumbrados a una serie de privilegios comiencen a apretarse el cinturón, obligados a pagar por primera vez impuestos sobre el valor añadido o a limitar su consumo de energía y agua.
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En este nuevo contrato social las mujeres desempeñan un papel fundamental. Tomemos, por ejemplo, la pequeña revolución de las mujeres al volante. No sólo las activistas que durante años han luchado por ello se frotaron las manos el pasado mes de septiembre: lo hicieron también fabricantes de automóviles, compañías de seguros, instituciones financieras, compañías como Uber o Careem, emprendedores dispuestos a lanzar autoescuelas... El plan Visión 2030 se marca como objetivo aumentar al 30% la participación de las mujeres en la fuerza de trabajo en 2030, frente al 22% actual, una tasa que se explica -entre otras razones- por la dificultad para acceder a su lugar de trabajo. A ello se una una mayor productividad para los miembros de la familia antes obligados a transportar a esas mujeres, el hecho de que, debido a la creciente austeridad y estancamiento económico, haya familias saudíes que ahora necesitan dos salarios para hacer frente a los gastos del hogar, o el que las mujeres representan la mayoría de licenciadas -y con las mejores calificaciones- y están sobradamente preparadas para crear o modernizar empresas.
Las reformas económicas no están, sin embargo, siendo tan exitosas como se preveía. Las autoridades saudíes se han visto obligadas a reformular los planes de implementación del Plan Visión 2030, reconociendo que muchos de sus objetivos eran excesivamente ambiciosos y que unas reformas aceleradas podrían producir efectos perniciosos en el tejido económico y social. El déficit presupuestario (8,9% del Producto Interior Bruto en 2017) y el bajísimo nivel de reservas no han dejado de ser acuciantes, pero la subida en el precio del petróleo ha permitido que el Presupuesto de 2018 sea el más expansivo de su Historia, en un intento de sacar a la economía de la recesión. Ha permitido también retrasar/atemperar las decisiones más drásticas que afectan a la población tras las quejas incesantes en las redes sociales.
El segundo pilar de la estrategia de MbS son las reformas en el ámbito social. Al igual que ocurrió en 2011, cuando el descontento del despertar árabe se hizo sentir en algunos rangos de sociedad saudí, el régimen sigue tomando de forma obsesiva el pulso a la calle; más aún cuando su margen de maniobra a la hora de comprar el silencio de sus ciudadanos es cada vez más reducido. Así, el Plan Visión 2030 añade a sus fines el de crear ciertos espacios de ocio y entretenimiento, como salas de cine, conciertos multitudinarios (incluido el fin de la prohibición de emitir música en la radio, que llegó con un tema de Um Kulzum) o parques de atracciones. La mitad de la población tiene menos de 25 años de edad y es víctima de una tensión irreconciliable entre capitalismo, globalización y lujo, hiperconectividad y doctrina 'wahabí' y tradiciones en ocasiones asfixiantes. La mayoría ha tenido la oportunidad de estudiar en el extranjero, y sus expectativas son tremendamente altas, tanto desde el punto de vista económico como social. La dinamización de la economía tiene como fin apaciguar las primeras, mientas que las reformas sociales buscan desviar la atención de los jóvenes hacia actividades occidentalizadas de base consumista y evitar por todos los medios la politización que podría llegar de la mano de una mejor formación, una creciente conciencia social y un desapego hacia las tradiciones encorsetadas. En un difícil equilibrismo, Arabia Saudi trata al mismo tiempo de moderar los puntos de vista extremos tanto de los reformadores liberales como de los clérigos ultraconservadores, de satisfacer a los ciudadanos de a pie sin enardecer en exceso al establishment religioso.
Sin llegar a lo que Daniel Brumberg llamó "autocracia liberalizada", ni mucho menos al "reformismo liberal" al que Thomas Friedman se refirió en un polémico artículo, el estilo adoptado por MbS es cercano al pragmatismo autoritario de Singapur, un despotismo ilustrado del siglo XXI: un marco de liberalización autocrática marcado por una expansión de las libertades sociales y económicas populares entre los jóvenes saudíes, pero estrechando al mismo tiempo el espacio para cualquier crítica, disenso o incluso apoyo insuficiente. La represión en Arabia Saudí no entiende hoy por hoy de clases o color de la sangre, como demuestran la purga anticorrupción que el fin de semana de 5 noviembre encarceló en el hotel Ritz a varios miembros de la familia real y/o del Gobierno, o el caso de los 11 principes recientemente arrestados por protestar contra el fin de las facturas de electricidad y agua subvencionadas por la Casa Real. Un aire a cesarismo neoliberal que consiste en imponer verticalmente reformas que hasta ahora dependían de organismos colegiados de toma de decisiones. MbS pretende dar así forma a una nueva base social, tanto heterogénea como igualitaria; y, al contrario de lo que pudiera pensarse en un primer momento, esta represión ayuda a impulsar su imagen: todo el mundo debe contribuir, nadie está por encima de la Ley (salvo, quizás, el propio Príncipe Heredero, acusado de desembolsar 450 millones de dólares por un cuadro de Leonardo da Vinci, o 500 por un yate).
El tercer pilar de la estrategia saudí se basa en una campaña de gestión de imagen multidimensional y cada vez más sofisticada. Muchas de las reformas de MbS han sido tildadas de 'propaganda' para tener satisfechos a gobiernos extranjeros e inversores, ansiosos de relacionarse con una economía moderna de imagen exterior amable, y no con una teocracia sospechosa de mantener vínculos oscuros con actos terroristas. El artículo de Friedman hablaba incluso de MbS como representante de la Primavera Árabe tras un largo invierno. Para muestra un botón: la lucha contra el extremismo es considerada una prioridad porque amenaza la propia seguridad del reino, pero también desde el punto de vista de la nueva narrativa saudí, y en esa línea afirmaba el Príncipe, ante cientos de inversores, que el país volvería a la senda del "Islam moderado". Añadía que los saudíes "quieren vivir una vida normal" para "coexistir con el resto del mundo". Sus mediáticas y mediatizadas decisiones representan un considerable golpe de efecto en el ámbito de las relaciones públicas -una distracción para ganar tiempo y desviar la atención de su fracaso en todas y cada una de sus incursiones extranjeras -intervención en Yemen, bloqueo contra Qatar, injerencia en los asuntos internos del Líbano.
La carta del cambio incremental sirve a Arabia Saudí para justificar el inmovilismo flagrante en campos como el respeto a las libertades, la democracia, la tolerancia, entre otros. En Occidente, los derechos de la mujer parecen ser en ocasiones el único barómetro para medir los avances democratizadores de los regímenes que sus países ansían convertir en aliados, como demuestran los precedentes de Mustapha Kemal Atatürk en Turquía o Hosni Mubarak (o más bien su mujer) en Egipto. Sin entrar en detalle en las violaciones de derechos humanos dentro y fuera de las fronteras saudíes o en figuras como la pena de muerte o la represión de la minoría chiíta en la Provincia Oriental, la igualdad de las mujeres está muy lejos alcanzarse; más allá de nuestra fijación con el hijab. A pesar de flexibilización del sistema de tutela (que muchas veces deriva más de la costumbre que de la regla escrita), el pasado mes de marzo, las mujeres saudíes siguen dependiendo de la autorización de un hombre para multitud de actos del día a día: no pueden casarse, trabajar en algunos supuestos, estudiar en el extranjero o viajar sin el consentimiento de sus tutores masculinos... Su testimonio en juicio vale la mitad que el de un hombre, su marido puede casarse con otras tres mujeres; la segregación en el puesto de trabajo les puede impedir ir al servicio o hablar con su superior.
La triste realidad es que ni hombres ni mujeres saudíes son verdaderos ciudadanos de un país que parece no tener claro su futuro. Un país cuyo Príncipe no se ha mostrado todavía plenamente capaz de gestionar las expectativas propias y ajenas, y que en ocasiones parece no disponer de una estrategia realista en lo que respecta a su política exterior o a sus asuntos domésticos. Aunque varias de sus reformas son populares, un número no desdeñable de medidas no está produciendo los resultados deseados. Los parches temporales no garantizan la satisfacción, el futuro cómodo que desean -y, en cierto modo, se les ha prometido- los jóvenes saudíes, sobre todo cuando el margen de maniobra para la cooptación y el clientelismo es cada vez menor. Mucho dependerá de los inversores extranjeros, que no dejan de sopesar la conveniencia de arriesgar sus activos en una economía que no dispone de un sector privado suficientemente fuerte, o ni siquiera de la transparencia y estabilidad que las reformas que MbS y su camarilla planean mientras el mundo sigue centrado en pequeños gestos.