22 de Agosto de 2018, 19:14
Una autocomplacencia generalizada planea en las conversaciones cuando se habla del sistema de reconocimiento y garantía de los derechos humanos en España. Se afirma que nuestro modelo ha funcionado bien y que existe una "cultura del respeto a los derechos fundamentales", forjada a golpe de reformas legislativas y de una jurisprudencia constitucional evolutiva. Pero esta constatación, relativamente certera, nos sitúa en una zona de riesgo. A fuerza de compararnos con quienes están peor -que lamentablemente son muchos-, y de constatar lo mucho que hemos avanzado en diversos campos (igualdad, educación, integración social, reconocimiento de derechos de las minorías, etc), miramos solo de soslayo los graves problemas de vulneración de derechos humanos que se dan de fronteras hacia adentro o que, comenzando fuera de nuestro territorio, culminan o se materializan también aquí (pienso, en este caso, en la trata de seres humanos).
El informe final 2018, del Comité de Derechos del Niño, sobre el nivel de cumplimiento, por parte del Estado español de la Convención sobre los Derechos del Niño (CDN), pone de manifiesto que la situación de los menores extranjeros no acompañados (Menas), es un ejemplo paradigmático del referido riesgo. Un ejemplo que puede servir como llamada de atención, y que pone de relieve que siguen existiendo lesiones múltiples de derechos, infligidas por las administraciones públicas y por el Poder Judicial, que ni se previenen como se debiera, ni se solventan cuando se perciben ni encuentran reparación adecuada en el seno de nuestro (in)mejorable sistema de garantías. Afortunadamente, el trabajo de algunas organizaciones no gubernamentales (Noves Vies, Fundación Raíces, Save the Children, todas ellas informantes del CDN para elaborar el informe citado) pone el foco en los niños extranjeros en conflicto con la Administración española, y nos da algunas pistas sobre el grave problema que protagonizan.
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Cuando un menor extranjero es localizado en territorio español, y se verifica que no depende de un adulto que lo tenga a su cargo en España, el niño, niña o adolescente que se encuentra en situación de desamparo pasa a situarse bajo la tutela de las administraciones públicas competentes. Bienvenidos al primer problema. La Administración Central ostenta la competencia exclusiva en materia de control de fronteras, siendo su interés fundamental controlar la inmigración irregular (también de los menores) y favorecer el retorno de los Menas, interés que pasaba incluso por encima del interés superior del menor (artículo 3 del CDN) hasta que el Tribunal Constitucional pronunciara las sentencias 183 y 184/2008. Frente a ello, son las comunidades autónomas quienes ostentan la tutela de esos menores y, al menos en teoría y suponiendo plenamente aplicable a los extranjeros la ley orgánica 1/1996 de protección jurídica del menor, el eje de sus políticas debiera ser la protección integral de los niños y niñas, independientemente de su origen nacional (arts. 10.3, 4 y 5 de la citada ley), la búsqueda de su interés superior (art. 2) y la garantía de su derecho a ser escuchados (art. 9). La pregunta subsiguiente es si debe prevalecer, en caso de oposición, la política de control de fronteras o la de protección de los infantes. Y la respuesta es que acostumbra a hacerlo la primera, porque no actúa en este contexto la presunción de minoridad, que daría prioridad a las medidas protectoras. Ello se traduce en la duda, casi sistemática (art. 12.4 de la ley 1/1996), sobre la edad de quienes dicen ser menores y en la subsiguiente activación del procedimiento del artículo 35.3 de la LOEx cuyo objetivo, pervertido en la práctica, era evitar tratar como mayor a un menor de edad y no al contrario.
Así, puesto a disposición del Ministerio Fiscal (recuérdense aquí las imágenes de niños marroquíes durmiendo en la Fiscalía de Barcelona), el que se dice menor, esté o no documentado y pese al repetido llamamiento de la Sala Primera del Tribunal Supremo a erradicar la práctica en el caso de los menores documentados, es sometido a pruebas médicas de determinación de la edad. Esas pruebas, de dudoso ajuste al derecho a la integridad física y moral de los niños (artículo 15 de la Constitución Española), de limitada capacidad probatoria y de más dudosa credibilidad científica (al respecto son más que numerosos los informes del Defensor del Pueblo), arrojan en la mayoría de las ocasiones un resultado que determina que los menores no lo son, que tienen más de 18 años. Y a partir de ahí, ya no hay menor, ya no hay caso, ya no hay sistema de protección. Y, o bien tenemos a un menor desprotegido e inexpulsable, que no puede trabajar ni ser retornado porque su pasaporte dice que es menor, o bien tenemos a un menor devuelto, como supuesto mayor, siempre contra su criterio, y por tanto contra legem.
La guinda sobre el pastel es el hecho de que la determinación de la edad de los menores se recoge en un decreto de la Fiscalía que no admite recurso judicial directo, a pesar de tener efectos inmediatos y tremendamente lesivos de los derechos de los menores a la protección, la documentación, la educación o la salud, no pudiendo recurrirse más que sus efectos en la vía jurisdiccional pertinente (civil para los ceses de tutela, o contenciosa para las eventuales expulsiones, por ejemplo), siendo estos procedimientos demasiado largos cuando,de lo que hablamos es de adolescentes fuera del sistema, que no tardarán muchos meses en ser mayores excluidos, en tierra de nadie. Menores a los que se debió proteger y tratar de integrar cuando era tiempo, pero que se quedarán fuera del sistema. Estas cuestiones, por cierto, son objeto de 17 quejas individuales, pendientes de resolución, ante el Comité de Derechos del Niño, lo que convierte a España en el país más veces denunciado ante este Comité de Naciones Unidas.
El segundo gran problema es el relativo al disfrute efectivo de los derechos de los Menas que están bajo tutela de la Administración. Algo en los centros de acogida impulsa a estos menores a abandonar unos establecimientos que son abiertos, pero cuyo funcionamiento es sorprendentemente opaco. Si bien estos centros se rigen por una suerte de reglamento interno, no existe un protocolo de actuación claro en supuestos de denuncias o quejas de los menores frente a la actuación de sus educadores o sus vigilantes, ni un sistema eficaz de control del modo en que los menores viven y son tratados en esos centros. ¿Cuáles son las técnicas de contención aceptables? ¿Cuál el procedimiento en caso de agresiones entre menores, o de los trabajadores a los menores? ¿Cómo es el modelo de integración escolar? ¿Y el de inmersión lingüística? ¿Se informa a los menores de la posibilidad de pedir asilo? ¿Se sigue un protocolo de indentificación de víctimas de trata? Tanto en Madrid como en Barcelona, no hablemos ya de Melilla, muchos menores acaban en la calle (la prensa ha dado buena cuenta de ello en frecuentes ocasiones), y la respuesta a esta situación no puede ser que se trata de menores inadaptados que no respetan las reglas ni se adaptan a la institucionalización. Son responsabilidad de las comunidades autónomas, que tienen sobre ellos la tutela. Si cualquier padre o madre dejase a su hijo durmiendo en la calle bajo pretexto de que el menor se salta las horas de las comidas o no respeta la hora de vuelta a casa, ¿qué harían los organismos responsables de esas mismas instituciones públicas? A mayor dificultad, mayor esfuerzo de las administraciones, obligadas a respetar el artículo 39 de la Constitución Española y, con él, el Convenio de Derechos del Niño. Son nuestros niños de la calle, y no podemos normalizar su existencia. No en un país orgulloso como el nuestro de su sistema de derechos fundamentales.