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Primera condena a España por infligir tratos degradantes

Jordi Nieva-Fenoll

6 de Noviembre de 2018, 15:18

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha vuelto a destacar la presencia de tratos inhumanos en España. Once condenas relacionadas con diferentes grados de tratos degradantes lleva ya nuestro país, nueve desde el año 2010, aproximadamente una por año. Y cabe destacar que habitualmente las condenas han sobrevenido por una omisión de las autoridades españolas en investigar los malos tratos. En esta ocasión, sin embargo, por segunda vez el TEDH constata la existencia de esos tratos degradantes. La primera fue en 2009 en el caso Iribarren Pinillos, por el lanzamiento policial a corta distancia de un bote de humo que provocó graves lesiones a un manifestante.

Teniendo en cuenta la excepcionalidad con la que conoce el Alto Tribunal de Estrasburgo, no cabe sino concluir, con tremenda amargura, que estamos frente a un problema demasiado grave en el que, por desgracia, la Justicia española no está funcionando siempre como debiera. Los tribunales nacionales sí han condenado en otros casos por malos tratos policiales, pero estos once asuntos que se han escapado no deberían haber tenido lugar. Como tampoco hubiera debido venir el varapalo del mismo tribunal por la doctrina Parot, jurisprudencia que además provocó que en España esté vigente –en el Código Penal– un insólito sistema de cómputo de las penas que está perjudicando a muchísimos reos, alargando irracionalmente sus condenas. Y en estas inaceptables condiciones todavía se coquetea con la prisión permanente revisable y otros atropellos a los derechos humanos con simples fines electoralistas, jugando con los sentimientos de los ciudadanos.

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En este caso el TEDH ha anulado una sentencia del Tribunal Supremo que había sido recurrida en amparo ante el Tribunal Constitucional, recurso que este último tribunal ni siquiera admitió a trámite nada menos que por "inexistencia manifiesta de violación de derecho fundamental". Pues bien, ahora el TEDH ha resuelto justo lo contrario por unanimidad de la sala juzgadora. Igual que ha sucedido históricamente en otros países, cuando en la Justicia aparenta mezclarse la razón de Estado de un Gobierno –en este caso la lucha contra el terrorismo–, a veces parece ceder la protección judicial de los derechos fundamentales, lo que en ningún caso debiera ocurrir. Nunca sabremos si eso fue lo que sucedió en este caso –y cabe pensar que no– pero igual que en un Estado de Derecho no debe haber vida al margen de las leyes –que siempre pueden y deben reformarse–, tampoco debería haber lugar alguno para la violación de derechos humanos. Al contrario, su defensa a ultranza, como sabemos desde hace más de 300 años, es la principal garantía de la existencia de la democracia. Por ello, cuando existe una razón de Estado, cualquier medida que se plantee para defenderla debe respetar esos derechos. Lo contrario nos lleva a la arbitrariedad y poco a poco a la barbarie.

La sentencia plantea, entre otros, dos puntos sumamente interesantes. El primero de ellos se refiere al derecho a la presunción de inocencia. Los guardias civiles habían sido condenados en primera instancia por tratos degradantes a los detenidos, pero el Tribunal Supremo, reinterpretando los hechos, los absolvió. Esgrimiendo el derecho a la presunción de inocencia de los condenados, entendió que los detenidos habían mentido. Para ello aventuró que habrían seguido una directriz de ETA que instruía a sus miembros a denunciar torturas policiales de manera sistemática, además de apreciar contradicciones en la declaración de uno de los denunciantes. Sin embargo, el TEDH reprocha al Tribunal Supremo que concentre sus esfuerzos en desvirtuar los testimonios de las víctimas de trato degradante, pero que no haya investigado suficientemente la existencia de torturas, pese a las gravísimas lesiones concurrentes, sobre todo en uno de los detenidos, que estuvo dos días en la UVI. Con ello el TEDH está orillando el derecho a la presunción de inocencia en beneficio de la protección de los detenidos frente a los malos tratos policiales. Todo un juicio de ponderación entre derechos que puede dar mucho que hablar.

Por último, insiste por enésima vez el TEDH en que el Tribunal Supremo no podía cambiar la valoración de las declaraciones de los denunciantes sin inmediación, es decir, sin tomarles de nuevo declaración a su presencia, aunque sea para dictar una sentencia absolutoria. Sin embargo, esa reiterada jurisprudencia es errónea por varias razones. Es absurdo pensar que un juez puede saber si un declarante miente o dice la verdad sólo con mirarle la cara, que es lo que siempre se piensa –por tradición– pero desmiente con contundencia la psicología del testimonio. Un tribunal puede analizar esa veracidad tomando en cuenta otras pruebas, por ejemplo, la antes referida directriz de ETA.

Esa jurisprudencia sobre la inmediación solamente tiene sentido cuando en la primera instancia ha juzgado, no un juez profesional, sino un jurado que no motive su veredicto, es decir, que sólo diga culpable o inocente, como es habitual en EEUU. Porque siendo así, es obviamente imposible conocer la valoración de la prueba de dicho jurado y, por tanto, es absolutamente inviable que la revise un tribunal superior por evidente falta de datos. El jurado y su veredicto se convierten así en una auténtica cuestión de fe, a mi juicio irracional, casi ordálica. Pero así se juzga en algunos lugares, no sin sorprendente admiración de propios y extraños. Ojalá algún día se corrija esta jurisprudencia manifiestamente errónea.

Todos los tribunales tienen aciertos y se equivocan, desde los más altos a los más inferiores. Pero todos ellos deben guiar sus apreciaciones con el estricto cumplimiento de las leyes, de manera que nunca pueda existir la sospecha de que motivaciones internas extrajurídicas influyeron en el fallo, y que la perspectiva que otorga el paso del tiempo acaba revelándolas inaceptables.

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