7 de Febrero de 2018, 05:27
La Seguridad Social es la institución central de nuestro Estado de bienestar y, como tal, una pieza esencial de nuestra democracia. Es lógico por ello que la viabilidad de una Seguridad Social catalana se haya convertido en una de las materias más controvertidas del procès. El exceso de visceralidad que preside el debate sobre esta cuestión no ayuda a resolver el colosal problema político al que nos enfrentamos, y en buena medida distorsiona el tratamiento de un asunto de la máxima importancia y expuesto a grandes desafíos. Lo cierto es que haciendo un esfuerzo de racionalización de los argumentos constatamos que existe un margen apreciable para lograr un entendimiento beneficioso para todos: Cataluña, España y el sistema de Seguridad Social.
I. El planteamiento de los independentistas catalanes parte del convencimiento de que una Cataluña independiente tendría una Seguridad Social más sólida que la actualmente existente en España en términos de sostenibilidad financiera y de adecuación social de sus prestaciones, en particular de las pensiones. Como diré enseguida, es probable que tengan razón; pero hay dos aspectos muy llamativos que parecen pasar por alto o, al menos, minimizar. Uno son los costes de transición que implicaría el paso de un sistema común a todo el territorio español a dos sistemas distintos. Solo desde la más generosa, casi irresponsable, disposición de las autoridades españolas podría llevarse a cabo esta separación sin un grave riesgo de desprotección para los pensionistas catalanes. En este sentido, la incertidumbre generada por un posible conflicto jurídico sobre la responsabilidad del pago de las pensiones en Cataluña constituye un poderoso instrumento en manos del Gobierno español para frenar la independencia, algo en cierto modo equivalente al veto de ingreso en la Unión Europea.
Pero aun más grave me parece lo que representa la independencia desde la perspectiva de la Seguridad Social. Si algo encarna la solidaridad, el ejercicio más noble de redistribución de la riqueza, es precisamente un sistema de compromiso intergeneracional, interpersonal e interterritorial para la atención de las situaciones de necesidad. Su ruptura, consustancial a la independencia, supone la quiebra de un instrumento clave para la cohesión social y el progreso. La posición de quienes defienden la independencia es respetable, pero resulta indiscutible que la condena de un instrumento de solidaridad tan potente y valioso es una gran pérdida colectiva. Y cuesta entender que las muchas personas sensibles al papel de las instituciones sociales que integran, sin duda, el movimiento independentista no muestren incomodidad ante un retroceso, en términos simbólicos y reales, de esta magnitud.
II. Por su parte, la posición defendida por el Gobierno español no ha ayudado a poner de manifiesto estas contradicciones y debilidades, incurriendo en cierta caricaturización del planteamiento independentista. Me limitaré a señalar los dos aspectos más relevantes. El punto de partida es el desequilibrio actualmente existente entre los ingresos por cotizaciones y el gasto en prestaciones que la Dirección General de Ordenación de la Seguridad Social cifra en 5.700 millones de euros. Tal desfase se presenta como la prueba irrefutable de que un sistema de pensiones catalán sería insostenible. Sin embargo, éste no es un buen criterio para valorar la sostenibilidad de las pensiones públicas, porque los recursos para financiar su pago pueden provenir también de los impuestos generales, como sucede en otros países de referencia y en menor medida también en España. Más bien, la pregunta que debería formularse es si una Cataluña independiente tendría capacidad para dedicar un 12-13% de su PIB al pago de las pensiones. Evidentemente la respuesta es positiva. En abstracto, incluso es razonable pensar que la generosidad de las pensiones podría ser mayor que la actual en el conjunto de España, por la sencilla razón de que se trata de una economía más rica que la media del país.
Además, es un error no reconocer que las consecuencias derivadas de la independencia de Cataluña para la Seguridad Social española serían nefastas. Perderíamos de un plumazo 3,3 millones de cotizantes (un 19% del total) cuyas bases de cotización se sitúan por encima de la media española, con la consiguiente repercusión negativa para las arcas del sistema. Y, al mismo tiempo, se abriría el intrincado conflicto ya mencionado sobre el pago de las pensiones de quienes han generado unos derechos a lo largo de su vida laboral y ahora residen en Cataluña. Un problema mayúsculo.
III. Llegados a este punto, parece que un planteamiento más sutil pasaría por valorar en qué medida una materia tan sensible para todos como la Seguridad Social podría resultar útil para favorecer el encaje de Cataluña dentro de España a través de cambios que implicaran una mayor participación de las Comunidades Autónomas en esta esfera.
Con carácter general, hay que ser conscientes de que los desafíos a los que se enfrenta nuestro sistema de Seguridad Social (envejecimiento demográfico, revolución tecnológica) van a exigir una respuesta adecuada, de envergadura, por parte de los poderes públicos con el fin de preservar su papel como institución central para la convivencia. Pues bien, hay razones para pensar que los países descentralizados tendrán una mayor capacidad de adaptación a este nuevo entorno si logran ofrecer soluciones bien articuladas desde una perspectiva de protección multinivel. De ahí que sea capital intensificar la involucración de las Comunidades Autónomas en la Seguridad Social, algo que ni siquiera requeriría una modificación constitucional, si atendemos al tenor del artículo 149.1.17ª CE e incluso a la interpretación de este precepto defendida por el Tribunal Constitucional en alguna sentencia reciente (STC 128/2016).
De una parte, esto podría pasar por atribuir a las Comunidades Autónomas un papel relevante en la gestión de las prestaciones del sistema, algo similar a lo que sucede con las mutuas colaboradoras que cada año manejan 13.000 millones de euros pertenecientes al patrimonio de la Seguridad Social. Y, de otra, también sería necesario eliminar los obstáculos que actualmente dificultan las iniciativas autonómicas dirigidas a complementar las prestaciones reconocidas por la Seguridad Social estatal. En conjunto, estas medidas podrían ofrecer un camino para involucrar a los poderes autonómicos, junto al Estado, en la consecución de unas fuentes de financiación más sólidas, al tiempo que se garantizaría un nivel de prestaciones más adecuado. Una contribución decisiva para la preservación de nuestro Estado de bienestar en el que la Seguridad Social estatal seguiría desarrollando una tarea clave de homogeneización y garantía de la cohesión territorial.
Evidentemente un replanteamiento de la estructura del sistema de Seguridad Social de estas características no está exenta de riesgos. Pero en un momento crítico como el que vivimos se necesitan soluciones audaces. Y esta podría servir para reforzar el componente social de nuestro Estado descentralizado. Todos, catalanes y resto de españoles, saldríamos ganando.