22 de Noviembre de 2017, 05:37
Aunque ahora toda la política española y catalana está condicionada por los resultados de las elecciones del 21 de diciembre, parece claro que, con independencia de su eventual desenlace en uno u otro sentido, la cuestión de la reforma constitucional acabará siendo insoslayable. En este sentido, aunque parezca un ejercicio académico irrelevante explicar las ventajas de una reforma federal de la Constitución española tiene sentido porque puede aportar una posible vía no tanto para la "solución definitiva" cuanto para el encarrilamiento institucional de un gravísimo conflicto político. Precisamente por la necesidad imperiosa de desactivar la confrontación y reducir al máximo la tensión hay que articular alguna propuesta cuando se habla de "diálogo" y "negociación" con un mínimo de concreción. Siendo del todo criticables tanto el gobierno Rajoy como el de Puigdemont, es cierto que sus responsabilidades son distintas: así, frente a la incomprensible pasividad política, a la mera reacción judicial y policial y al cerril inmovilismo constitucional de Rajoy, mucho más grave ha resultado ser la ruptura de la legalidad, el aventurerismo y la manipulación de Puigdemont.
En estas circunstancias, sorprende la escasa presencia de Pedro Sánchez cuando tiene una oportunidad única no sólo para mostrar que realmente es el líder de la oposición, sino que tiene una alternativa. No se entiende que en estas tan graves circunstancias Sánchez no insista a diario en su propuesta de reforma federal, la única que, como tercera vía transaccional, podría ayudar a desencallar a medio plazo la situación.
Es sabido que la propuesta federal no suscita entusiasmo en todo el PSOE, si bien ha sido formalmente asumida por todos sus miembros, pero debe dejar de ser ya una mera consigna, que se menciona de paso en algunas circunstancias, para convertirse en el eje de su discurso. En otras palabras, hay que especificar cada vez más qué implicaría una reforma federal para España que debería ser no sólo un proceso de cambio institucional en la organización territorial del Estado, sino también otra forma de enfocar las relaciones entre sus partes y el poder central, así como entre todos estos niveles y los ciudadanos. Es decir, el federalismo no es sólo una propuesta de reorganización técnica del Estado, sino una nueva cultura partidista que asume y respeta todas las identidades nacionales que integra.
Uno de los problemas del federalismo para España es el de especificar cuál de sus posibles concreciones sería aquí la más adecuada: al margen de que para el PP el mismo término "federalismo" le suscita rechazo instintivo (y no será fácil superarlo), Cs y una parte del PSOE tienen una concepción tecnocrática y uniformizadora del mismo que resultaría inútil. Por ejemplo, Cs y sectores del PSOE preconizan recentralizar algunas competencias y, en particular, las relacionadas con la enseñanza: ambos afirman que su modelo federal sería similar al cooperativo de Alemania, sin caer en la cuenta de que, por ejemplo, en ese país la enseñanza es competencia exclusiva de los Länder. Lo difícil es asumir que en España sólo tiene posibilidades un federalismo asimétrico inspirado en Canadá o Bélgica, ya que uno cooperativo homogeneizador de tipo alemán o austríaco será rechazado por los nacionalistas. No se trata de "satisfacerles", sino de actuar con inteligencia estratégica asumiendo inevitables dosis de asimetría federal para España: el reto no es tanto desactivar al independentismo (algo imposible), sino : 1) conseguir que todo él actúe dentro de la legalidad y 2) atraer al menos a su parte más posibilista hacia la reforma constitucional.
En este sentido, una reforma federal en profundidad debería permitir un modo de elaboración bien diferente del actual de la máxima norma territorial, el Estatuto (sería aún más clara si se refiriera a las Constituciones internas de sus unidades, pero parece muy difícil que los partidos centrales puedan asumir hoy esta terminología). La clave no es tanto el nombre, cuanto la libertad de autoorganización de los territorios sin injerencias del poder central, siempre que no desborde la Constitución federal. Esto implica inevitablemente asumir asimetrías y, más específicamente, un status particular de Cataluña tras lo que ha ocurrido (al modo de Euskadi y Navarra), por mucho que ello provoque tensiones puesto que sin tal reconocimiento singular el acuerdo será imposible con el sector menos fundamentalista del nacionalismo catalán.
Aclarado este extremo inicial- que vendría a reconocer cierta parcela de "soberanía" interna a los territorios- se trataría de delimitar de otro modo la distribución de competencias. Frente al confuso y abigarrado modelo actual, con tantas competencias compartidas y concurrentes, sería mucho más claro optar por el modelo clásico de lista única de competencias exclusivas federales para dejar todo lo demás a sus diferentes unidades. La otra cuestión clave es la de la financiación: el modelo español está notoriamente desequilibrado porque de hecho es federal en el capítulo de gastos, pero no en el de ingresos, demasiado favorable a la hacienda central. Es evidente que un replanteamiento de este tipo, para incrementar el poder fiscal territorial, exigiría estrictas reglas de confianza y lealtad, hoy rotas, además de una adecuada participación territorial en la formación de la "voluntad general" a través de una verdadera cámara de sus diferentes unidades. Esto último que, en principio, genera más consenso, implicaría cambiar por completo el absurdo, disfuncional y costoso Senado existente para dar paso a una cámara alta territorial inspirada en el modelo alemán del Bundesrat. Es decir, una cámara mucho más reducida, congruente con la representación territorial y especializada legislativamente.
Es sabido que un pacto federal debería incluir a la gran mayoría de los partidos, empezando por el PP sin cuyo concurso es imposible (e indeseable) la reforma constitucional. Es sabido también que este partido es contrario a asumir esta fórmula y no parece dispuesto a ir mucho más allá del Estado autonómico, pero, al mismo tiempo, la profunda crisis catalana pone en evidencia la ilusión de pretender volver al statu quo anterior. De entrada , es evidente que una reforma constitucional debe contar con el máximo consenso posible para ser perdurable, de ahí que no sea una buena noticia el hecho de que sólo el PP, el PSOE y Cs estén dispuestos a formar parte de la comisión parlamentaria que estudiará la situación del Estado autonómico y, en su caso, propondrá su actualización. Si Podemos y los nacionalistas no participan, esta propuesta política no servirá, de ahí que sea del todo contraproducente intentar poner "líneas rojas" previas al debate constitucional como han algunos insinuado dirigentes del PP. Por tanto, si se consigue reducir la tensión en los próximos meses debería trabajarse en una dirección transaccional completamente abierta y si al final hubiera acuerdo, debería someterse a referéndum de todos los españoles. Si por último se aprobara, los territorios podrían entonces dotarse de nuevos Estatutos/Constituciones (también con referéndums específicos) y sólo si todo esto fallara, no quedaría otra alternativa que adaptar una Clarity Act como la de Canadá para España.