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En España no hay presos políticos, pero hay ideas políticas presas

Jordi Ferrer Beltran

12 de Noviembre de 2017, 20:43

Si alguna cosa ha demostrado el movimiento independentista catalán en estos últimos años es la capacidad de marcar el relato de los acontecimientos y de transmitir a sus seguidores mensajes que se repiten una y otra vez hasta instalarse en el imaginario colectivo. Desde la entrada en prisión provisional de Jordi Sánchez y Jordi Cuixart y con más intensidad a partir del ingreso en la cárcel de parte del los exconsellers y del exvicepresident se ha instalado el reclamo de libertad para todos ellos, a quienes se califica de presos políticos.

No es fácil determinar qué permite caracterizar a un preso como político, lo que hace que en todo tipo de regímenes políticos encontremos disputas respecto de la existencia o no de este tipo de presos. Sin embargo, parece razonable considerar que esa condición depende de que los actos cuya comisión se penaliza puedan ser considerados un legítimo ejercicio de derechos políticos, como la libertad ideológica, de expresión, de reunión, manifestación, etc. Pues bien, resulta evidente que ninguno de esos derechos han sido sistemáticamente violados en España y también que el encarcelamiento de los miembros del gobierno catalán cesado se debe a la violación continuada de normas jurídicas catalanas y españolas, a reiteradas actuaciones de desobediencia de sentencias del Tribunal Constitucional, y, en especial, a la declaración unilateral de independencia de Catalunya. Ello ha llevado también a Amnistía Internacional a descartar que se trate de lo que denomina "presos de conciencia".

Es claro que esas actuaciones son resultado de un programa político y también expresión de un problema político de encaje de Catalunya en España. Pero que el origen o la motivación de los actos por los que se criminaliza a un individuo sean políticos no hace del sujeto un preso político. En el extremo, también un homicidio puede tener una motivación política, pero ello no hace que el homicida encarcelado sea un preso político. Además, como ha tenido ocasión de manifestar reiteradamente el Tribunal Constitucional el sistema constitucional español protege esos derechos incluso para quienes los utilicen para hacer expresión política de su rechazo al propio sistema. Así: "en nuestro ordenamiento constitucional no tiene cabida un modelo de democracia militante…, esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución. Falta para ello el presupuesto inexcusable de la existencia de un núcleo normativo inaccesible a los procedimientos de reforma constitucional que, por su intangibilidad misma, pudiera erigirse en parámetro autónomo de corrección jurídica, de manera que la sola pretensión de afectarlo convirtiera en antijurídica la conducta que, sin embargo, se atuviera escrupulosamente a los procedimientos normativos" (STC 48/2003, de 12 de marzo, fundamento jurídico 7º). Por ello, es constitucionalmente legítima la expresión de ideas contrarias a la Constitución. Esta ha sido una constante durante los años de desarrollo del procés independentista: a nadie se le ha encarcelado por sus ideas, ni por manifestarse, expresarse públicamente o reunirse. Esos derechos, como resulta obvio por las continuas movilizaciones realizadas en Catalunya no están en absoluto perseguidos ni han sido vulnerados.

Otra cosa es que la prisión provisional decretada por la Magistrada Carmen Lamela, titular del Juzgado Central de Instrucción nº 3 de la Audiencia Nacional sea ajustada a Derecho. Hay serias dudas sobre la propia competencia de la Audiencia Nacional para hacerse cargo de este caso y más aún sobre la calificación delictiva propuesta por la querella presentada por el Fiscal General del Estado, que en algunos aspectos (en especial, los relativos al elemento típico de la violencia requerido por el delito de rebelión) está fuera de toda interpretación vigente. Pero, más allá de estos problemas, en nada desdeñables, el núcleo de la decisión procesal adoptada por la Magistrada Lamela es el de acordar la prisión preventiva para los cargos públicos investigados. Este punto tiene una importancia política y social de tal magnitud en estos momentos que exigía un especial cuidado para que la fundamentación de su decisión resultara jurídicamente indiscutible. Sin embargo, para desgracia de todos, parece más bien jurídicamente indefendible.

En este estadio procesal no se trata de determinar si los investigados cometieron o no los delitos de los que se les acusa, sino si se da alguno de los tres tipos de peligro procesal que pudiera hacer inviable en un futuro su persecución penal y que son los que habilitan para decretar la prisión preventiva: peligro de fuga, peligro de destrucción de pruebas o peligro de reincidencia en el delito. Pues bien, la Magistrada considera genéricamente (en un auto que no individualiza las circunstancias de cada uno de los investigados) que se dan los tres peligros y, en mi opinión, no hay elementos que fundamenten ninguno de los tres. Son muy claros e instructivos al respecto los artículos de Jordi Nieva-Fenoll ("No, no procedía la prisión", en Agenda Pública) y de Rodrigo Tena Arregui ("Un auto de prisión poco fundamentado", en Hay Derecho) y muy destacable el distinto tratamiento otorgado por el Tribunal Supremo a los miembros de la Mesa del Parlament investigados por los mismos delitos. En resumen, es difícil sostener el riesgo de fuga de quien se presenta voluntariamente a declarar (y como ha establecido el Tribunal Europeo de Derechos humanos –véase entre otras muchas la Sentencia del caso Yevgeniy Bogdanov c. Rusia, de 26 de febrero del 2015; párrafo 136- no basta para determinar el peligro de fuga con señalar que el sujeto está sometido a una imputación penal grave); también es difícilmente sostenible el peligro de destrucción de pruebas de los delitos cometidos si se argumenta a la vez, como hace la propia Magistrada en su auto, que los delitos se han cometido a la vista de todos y son de conocimiento público; y no es menos complicado sostener el riesgo de reincidencia dado que se les acusa de cometer diversos delitos en ejercicio de cargos públicos de los que todos ellos han sido cesados.

Por las razones expuestas, creo que puede concluirse que no estamos ante presos políticos pero sí ante investigados que no deberían estar presos. Ello, aunque no es algo exclusivo de este caso y es de esperar que se corrija mediante los recursos procesales correspondientes, ha tenido ya consecuencias políticas de primera magnitud, dando argumentos para reagrupar fuerzas al independentismo.

Queda, sin embargo, una segunda cuestión no menos importante. El juego de palabras que da título a este artículo afirma la existencia de ideas políticas presas en España y esto necesita también su explicación. Como argumenté en un artículo previo ("Sobre Catalunya y España. Contra los nacionalismos, pluralidad", en Agenda Pública), más allá de la actuación de los líderes políticos y sociales del independentismo, resulta evidente que hay un porcentaje muy relevante de los catalanes que viven con gran incomodidad el encaje de Catalunya en España, unos deseando la independencia y otros una profunda reforma del diseño constitucional español. Este sentimiento que, sumando unos y otros me atrevo a calificar de muy mayoritario en Catalunya desde la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, ha sido sin embargo reiteradamente ignorado por las clases dirigentes españolas. No puede afirmarse, desde luego, que los idearios políticos que dan expresión a ese sentimiento de incomodidad no hayan podido ser expresados, que sus defensores no se hayan podido manifestar, que los partidos políticos que los promueven no hayan podido defenderlos electoralmente. En este sentido, los derechos políticos han sido también formalmente respetados. Pero la política no es sólo cuestión de formas sino que debe ofrecer canales que vehiculen los reclamos sociales y les den al menos una satisfacción parcial, especialmente cuando son formulados por una parte muy relevante de la población. En este sentido, puede decirse que las ideas políticas que dan expresión a esos reclamos son presas del sistema que no les da satisfacción ni les ofrece ninguna perspectiva de satisfacción futura. Cuando los reclamos sociales no encuentran manera de vehicularse por los canales institucionales ordinarios, no es sorprendente que tarde o temprano una parte de quienes los sostienen acaben abrazando fórmulas anti-sistema. Y esto claramente ha ocurrido en el caso del fenómeno social del independentismo, que se presenta ya como revolucionario.

Con resultados claramente distintos, también puede decirse que la propuesta federalista ha sido en estos años una idea presa en Catalunya, atrapada entre el nacionalismo español y el nacionalismo catalán dominantes, entre el inmovilismo de unos y la huida del sistema de los otros.

Con estos mimbres, a día de hoy llama la atención la grave irresponsabilidad de quienes han engañado a la población, prometiéndoles una independencia rápida y sin costes sociales, económicos, políticos, etc., de quienes han pretendido hacer la revolución contra el Estado a la vez que se sorprenden y se lamentan de que el Estado reaccione ante ello. También produce estupor la gran ingenuidad de los centenares de miles de ciudadanos que han creído que para constituir un nuevo Estado independiente basta declararlo, aunque no se tenga ningún control sobre el territorio ni un sólo reconocimiento internacional. Pero no es menos llamativa la ilusoria e irresponsable actitud de quienes simplemente se han sentado a esperar que baje el suflé y ahora creen que el problema político de fondo se arregla con decisiones judiciales y mano dura.

Por delante tenemos unas elecciones el 21 de diciembre y sería de esperar que los partidos que representan opciones políticas del sistema, especialmente aquellos que pretenden ser partidos de gobierno en Catalunya y en España, ofrezcan a las catalanes propuestas para mejorar el diseño institucional del 78, canales para dar cabida dentro del sistema a las ideas políticas de quienes hoy se sienten incómodos en él, mejorando el encaje de Catalunya en España, y no sólo la lucha de trincheras entre amigos y enemigos y un 155 permanente.

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