-
+

El reto de la comunicación estratégica del Estado

Sebastián Puig

26 de Julio de 2018, 18:58

Vivimos tiempos revueltos en España. El desafío al estado de derecho que ha lanzado el independentismo catalán (que no Cataluña) se ha traducido, tras unas tensas semanas de tira y afloja, de requerimientos epistolares y ambiguas respuestas, en la activación del artículo 155 de la Constitución. Ello abre un capítulo inédito en la historia de la democracia española nacida en el 78 y supone un nuevo reto de supervivencia, tal como lo fueron el terrorismo de ETA y el intento de golpe de estado del 23-F.

El movimiento secesionista ha venido sustentado por una potente maquinaria propagandística, tanto desde la Generalitat y sus medios de comunicación como desde potentes asociaciones afines, destacando la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, ambas infiltradas en todo el aparato público-privado oficial pese a su aparente naturaleza de movimientos civiles independientes. En el ámbito internacional, el presupuesto catalán de exteriores se ha duplicado desde 2016, dedicando su esfuerzo principal a tratar de vender la causa nacionalista en el mundo, con el fin de internacionalizar el conflicto y conseguir una mediación externa, lo que otorgaría a Cataluña un estatus de igualdad con el estado español en su ansiado, cacareado y tramposo "diálogo". El resultado de tales afanes, como sabemos, ha resultado contradictorio. Por una parte, los apoyos internacionales obtenidos (Assange no cuenta) han sido mínimos y anecdóticos, algo que se ha visto dolorosamente confirmado por el total respaldo de la Unión Europea al gobierno español. No obstante, el movimiento independentista ha conseguido visibilizar bien su causa, trasladando a la arena global su consabido argumentario, en el que aspiraciones legítimas y sentimientos sinceros se sustentan (también desde las instituciones catalanas) en afirmaciones etéreas, hechos no verificables y supuestos agravios de calculada ambigüedad y brumosa veracidad, cuando no directamente torticeros, empezando por la falacia de la insoportable limitación de las competencias autonómicas, que la propia Generalitat desmiente… en su propia página Web. Basta con mostrar a cualquier confundido colega extranjero esa relación competencial para que empiece a hacerse preguntas sobre la presunta asfixia a la que somete el malvado estado español al "pueblo catalán".  Un breve y sereno ejercicio personal de pedagogía, acompañado de datos y hechos verificables, es más que suficiente para desmontar mucha de esa propaganda. Lo he podido comprobar en decenas de ocasiones, tanto en Estados Unidos como en Europa.

[Recibe diariamente los análisis de más actualidad en tu correo electrónico o en tu teléfono a través de nuestro canal de Telegram]

En este sentido, no son pocos los ciudadanos, analistas y periodistas que se preguntan sobre la labor que el estado español ha realizado para contrarrestar la ofensiva mediática de la Generalitat y su maquinaria afín. Hay bastantes dudas al respecto, tal y como expresa este reciente artículo de El Mundo. En él, Carmen Martínez Castro, nuestra secretaria de Estado de Comunicación, afirma que su departamento "no está para hacer propaganda, sino para dar información" y que "la Generalitat está dedicada a la propaganda y nosotros tenemos que gobernar". Coincido con doña Carmen en lo de la propaganda y en la primacía de la acción frente a las peroratas, pero a la vez me gustaría precisar que, entre las muchas tareas que exige el buen gobierno, hay una que es fundamental en estos tiempos convulsos. Me refiero a la comunicación estratégica.

En efecto, uno de los objetivos más importantes para cualquier estado democrático consiste en articular una comunicación estratégica (política, económica y social) que acompañe la acción gubernamental, tanto interna como externa. La reputación de un país no es función exclusiva de sus relaciones directas con los ciudadanos y con otras naciones. Otros actores intervienen en este proceso de escrutinio, y lo hacen de forma instantánea y global: medios de comunicación, redes sociales, grupos de interés, personajes influyentes de diversas esferas, políticos y empresas. Todos ellos pueden tener un peso muy relevante en el devenir de un país, como estamos comprobando. En este sentido, somos mucho menos soberanos de lo que nos gustaría reconocer.   

La comunicación estratégica, en este contexto, constituye el empleo eficaz y coordinado de distintas actividades y capacidades de comunicación (diplomacia, comunicación pública, campañas informativas, ejercicio activo de la influencia, etc.), en apoyo de las acciones emprendidas para la consecución de los objetivos del estado.  En el mundo actual, todas las actividades de un país encierran un componente esencial de información y comunicación. La ejecución de la acción política supone la introducción en la ecuación informativa de variables con alcance global. El mensaje enviado por las decisiones de un gobierno tiene un enorme impacto en la percepción pública nacional e internacional, y por tanto requiere una adecuada coordinación e integración en las actividades de comunicación. 

Todo lo que se hace o dice, o se deja de decir o hacer tiene consecuencias, previstas o imprevistas; toda acción o inacción, palabra o imagen envía un mensaje, y todo político, cargo público o empresario constituye un mensajero, desde el jefe del estado hasta el último funcionario estatal o local. Un acontecimiento de menor entidad puede tener repercusiones muy notables para la comunicación estratégica, dada la inmediatez y amplificación de las noticias. Por tanto, resulta inevitable la entrada en juego de audiencias inicialmente no previstas.

Insisto: en política, las acciones comunican tanto o más que las palabras. Mucho más si no se hace lo que se dice o no se dice lo que se está haciendo. Así, el objetivo de la comunicación estratégica es asegurar que las audiencias propias y ajenas reciben información veraz, coherente, precisa y oportuna sobre las acciones del estado, de tal manera que dichas acciones y sus propósitos sean perfectamente comprendidos, reduciendo así su vulnerabilidad ante las posibles tergiversaciones o agresiones informativas de todo tipo u origen. Estamos ante un proceso integrado verticalmente (desde el nivel político al ámbito particular) y horizontalmente (por los actores de cada nivel), orientado a proporcionar capacidades para articular de forma coherente los mensajes a las audiencias buscadas, que son todas aquellas que pueden afectar tanto a la legitimidad interna como a la reputación y posición del país en la arena internacional. En un mundo globalizado como el actual, esas audiencias abarcan prácticamente a todo individuo conectado, incluso por varios grados de separación. 

La comunicación debe estar planificada y asegurada desde las primeras fases de la acción política, teniendo siempre presente el impacto informativo.  Evidentemente, el éxito de este esfuerzo requiere la existencia de personal experto en la materia, además del imprescindible apoyo de las tareas de inteligencia, que debe ser potente en cantidad y calidad.

En definitiva, la ejecución política exige diversas capacidades de comunicación estratégica: 

  • Coordinar las actividades de comunicación con los esfuerzos de otros actores públicos y privados que puedan estar directa o indirectamente implicados en la iniciativa a desarrollar, buscando un enfoque integral.
  • Coordinar las actividades de comunicación con otras acciones políticas para configurar el espacio de influencia y maximizar los efectos deseados.
  • Acceder, producir, y actualizar la información precisa sobre percepciones, actitudes y grado de confianza de las distintas audiencias potenciales, así como sobre los sistemas de comunicación social.
  • Vigilar, detectar, y valorar los efectos directos e indirectos de los esfuerzos en comunicación estratégica sobre los actores económicos, políticos y sociales relevantes.
  • Desarrollar y difundir mensajes claros, coherentes y adaptados a cada audiencia específica.
  • Documentar, explicar y difundir de manera veraz, en tiempo real o casi real, las iniciativas que se vayan adoptando. En la lengua o lenguas oficiales del país y, como mínimo, en inglés.
  • Actuar rápidamente ante noticias falsas y campañas de desinformación, con datos verificables y explicaciones claras y comprensibles, en varios formatos. Las falacias no se combaten con más falacias, sino con honestidad y transparencia. Y ya se sabe: el camino recto no suele ser el más fácil.

Aunque tales capacidades pueden exceder la ambición de muchos gobiernos, nos hallamos ante un recurso crítico que requiere personal, financiación, tiempo y esfuerzo sostenido.  En palabras de la periodista Berta Herrero, el mínimo arsenal de comunicación que todo gobierno debería tener en 2017 se compone de una portavocía plurilingüe y permanentemente disponible, un potente equipo de redes sociales, una unidad específica contra fake news y abundante material de prensa en inglés. No sé qué opinarán ustedes, pero creo sinceramente que es algo que está al alcance nuestras posibilidades.

Todo lo dicho nos conduce a formular la inevitable pregunta: ¿en verdad lo hemos estado haciendo así en España? Si la respuesta es, como parece, dudosamente afirmativa, ya va siendo hora de ponernos las pilas. Más vale tarde que nunca.

¿Qué te ha parecido el artículo?
Participación