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Votaron con los pies: empresas e independencia

Enrique Feás

9 de Octubre de 2017, 19:41

Charles Tiebout fue un economista y geógrafo estadounidense nacido el 12 de octubre 1924 que dedicó su vida a la teoría del federalismo fiscal. Desarrolló el concepto de "votar con los pies", una posible solución al problema de revelación de preferencias sobre bienes públicos –y, por extensión, su financiación– que supone el hecho de que, en un marco descentralizado, una persona se mude a aquella jurisdicción donde las políticas sean más cercanas a su ideología o a sus intereses –mudanza que a veces resulta más fácil que cambiar de gobierno mediante el voto–. En el caso de personas jurídicas como las empresas, es lo que hacen todo el rato: tienden a localizarse en aquel territorio más favorable a sus intereses en términos de oportunidades de negocio, servicios, carga impositiva y seguridad jurídica.

Eso es lo que ha ocurrido en Cataluña, donde nadie invitó a las empresas a votar, pero al final lo han hecho: han ejercitado su "derecho a decidir" votando con los pies, evitando a toda costa el riesgo regulatorio de un gobierno regional que ha demostrado estar dispuesto a saltarse sin pestañear tanto la legislación estatal y autonómica como las sentencias judiciales.

Aunque algunas empresas que han abandonado Cataluña lo hayan podido hacer pensando que la independencia se iba a producir de forma efectiva –es decir, que la DUI hubiera sido seguida de un reconocimiento por parte de la comunidad internacional–, la mayoría probablemente lo han hecho por dos motivos fundamentales.

El primer motivo, específico de los bancos, fue la pérdida de confianza de los depositantes, que se asustaron al pensar que una DUI podría provocar que sus ahorros dejasen de estar protegidos por la legislación española. Aunque la sola DUI no tenga ese efecto, ni los clientes atienden a matices jurídicos ni quieren correr el riesgo de comprobarlo, así que decidieron votar con sus depósitos (un voto aún más rápido que el voto con los pies). Los bancos, simplemente, asumieron que sus clientes y accionistas estaban percibiendo el mantenimiento de su sede social en Cataluña como un riesgo para sus activos y procedieron a cambiarla a otras ciudades cercanas. Para facilitar la tarea en un asunto tan peligroso como una fuga de depósitos, el gobierno aprobó un decreto-ley para autorizar a los consejos de administración al traslado urgente de la sede social dentro del territorio nacional sin necesidad de someter la decisión a la Junta General de Accionistas (como bien explicó Fernando Gomá en este artículo).

El segundo motivo, que afectó tanto a bancos como empresas no financieras, fue el riesgo regulatorio. Muchas empresas entendieron que con la DUI se abría una etapa en la que el gobierno catalán, aun sin reconocimiento internacional, se comportaría de facto como el gobierno de un nuevo país, e intentaría aplicar una regulación económica que entraría en conflicto con la estatal. Así, por ejemplo, existía el riesgo de que el gobierno catalán exigiese a las empresas el pago de tributos actualmente asignados al Estado, como el Impuesto de Sociedades o el IVA, poniendo a las empresas en una difícil situación. Sacar la sede de Cataluña suponía sacar el domicilio fiscal de Cataluña y eludir, por ejemplo, la exigencia del IVA (que se recauda actualmente en la Comunidad Autónoma donde está la sede) o cualquier consolidación de beneficios a efectos de Impuesto de Sociedades. Por supuesto, el cambio de sede no impide el establecimiento de impuestos extraordinarios u otros riesgos como el de nacionalización, pero el traslado de la sede reducía parcialmente el riesgo.

La fuga de empresas ha producido en la prensa una cierta confusión respecto a los efectos económicos de un cambio de sede social, que conviene precisar, tanto a corto plazo como a medio plazo.

En primer lugar, y a corto plazo, desde el punto de vista de la recaudación impositiva para la Comunidad Autónoma, un traslado de sede social dentro del territorio nacional no va a tener efectos inmediatos. Esto es porque en España las empresas pagan varios impuestos, pero ninguno de ellos sufre cambios radicales en su recaudación por un traslado de sede social: así, el Impuesto de Sociedades se recauda a nivel estatal; el IVA tiene una parte (el 50%) cedida a las CCAA y cuya recaudación se realiza en la Comunidad Autónoma donde la empresa tiene la sede social, pero en realidad esa recaudación no se la queda directamente la Comunidad Autónoma, sino que se pone en un fondo común que luego se reparte conforme a unos criterios elaborados por el INE que intentan aproximar el reparto al consumo efectivo en cada región (precisamente para evitar que la tendencia de las sedes de las empresas a concentrarse en unas pocas ciudades se traduzca en que algunas pierdan toda la recaudación de IVA); los impuestos locales y autonómicos suelen estar muy relacionados con los activos situados en la propia región, como el Impuesto de Actividades Económicas o el Impuesto de Bienes Inmuebles; sí se vería afectado, sin embargo, el Impuestos sobre Actos Jurídicos Documentados, que se suele concentrar en torno a la sede, pero su potencial recaudatorio no es tan elevado. Tampoco tienen por qué alterarse con carácter inmediato los recursos materiales y humanos, si la empresa puede continuar su negocio.

Eso no quiere decir que no existan efectos económicos negativos inmediatos derivados indirectamente de un traslado de sede social. Así es de esperar una pérdida de negocio económico vinculado a la sede social, como la actividad de abogados, asesores fiscales, notarios, registradores y consultores. Aunque en algunos casos nada impide que se siga trabajando con los de otra comunidad autónoma, en la práctica el factor personal y de cercanía termina –por motivos prácticos– por acumularlo todo en torno a la sede.

En cualquier caso, estamos hablando de efectos inmediatos y ausencia de DUI. Si hay DUI y se prolonga la situación de tensión, es evidente que a corto y medio plazo la salida de empresas sería aún mayor, y la situación económica regional empeorará. Así, una situación de legalidades fiscales enfrentadas provocaría que las empresas redujeran su negocio y sus activos físicos y humanos –su riesgo, al fin y al cabo– en Cataluña. E incluso, aunque no haya DUI, a menos que se reduzca la tensión es improbable que se restablezcan las sedes, y parte del negocio principal puede terminar desplazándose definitivamente.

Todo lo anterior parte del presupuesto de que no se produciría la independencia efectiva. ¿Qué ocurriría en el caso de una independencia efectiva acordada, derivada de un referéndum legal y la correspondiente reforma constitucional que lo refrende? Quien crea que eso no supondría una salida de empresas está minimizando de forma imprudente los enormes riesgos regulatorios que dicha decisión supone.

En primer lugar, el proceso de independencia sería largo, y estaría sujeto a la incertidumbre de la ratificación por el voto de todos los españoles –porque no existe posible independencia legal sin reforma constitucional–.

En segundo lugar, Cataluña dejaría en cualquier caso de ser miembro de la Unión Europea antes de poder solicitar formalmente su adhesión como nuevo miembro. Ello requeriría unas negociaciones de adhesión en las que no bastaría con la mera aquiescencia de España –improbable, pero posible–, sino que requeriría además la unanimidad del Consejo de la UE y la aprobación del Parlamento Europeo tras el cierre de un acuerdo al cual podrían oponerse países con intereses en competencia con los del nuevo país independizado, países que no quieran incentivar los separatismos regionales dentro de sus fronteras, o incluso la propia Comisión –que no gana mucho con multiplicar sus interlocutores estatales–. Esta transición podría ser muy larga, como estamos viendo en el caso del Brexit, y enormemente perjudicial para las empresas. Así, para un banco, estar fuera de la Unión Europea supone dejar de ser contrapartida del Eurosistema y el fin del acceso a la liquidez del BCE. En el caso de una empresa no financiera, supone estar fuera del Mercado Único, y quedar sujeto al régimen arancelario por defecto y restricciones de movimiento de capitales y trabajadores hasta la firma de un nuevo acuerdo y la incorporación de todas sus disposiciones a la nueva legislación nacional. Es muy probable, por tanto, que el éxodo de empresas se mantuviera en el caso de una independencia pactada.

El vicepresidente catalán no tenía razón cuando decía que en un mundo globalizado da igual dónde se localiza una empresa. Si eso fuera así, las empresas estarían uniformemente distribuidas a lo largo de Europa, pero en realidad se concentran en torno a grandes urbes con seguridad jurídica que permiten acceso a grandes mercados. Mientras una región mantenga una gran inseguridad jurídica o riesgo de no acceder a los mercados europeos, las empresas seguirán votando con los pies y refugiándose en otros lugares que le garanticen mayor estabilidad. El retorno futuro, además, no está garantizado.

Por desgracia, hay economistas (algunos muy buenos) que prefieren seguir dejando que los sentimientos ofusquen su sentido del análisis económico.

Años después de mudarse a Seattle, una fría mañana de enero de 1968, mientras intentaba explicar estos conceptos a sus alumnos de la Universidad de Washington, Charles Tiebout sufrió un ataque al corazón que acabó con su vida cuando apenas contaba con 43 años, truncando así una vida y una carrera prometedoras. Su viuda e hijos votaron con los pies y decidieron permanecer en Seattle, una ciudad a veces algo fría, pero de gente acogedora y con la que compartían ya demasiados recuerdos de vida en común.

Artículo escrito en colaboración con el Blog NewDeal – Blog de Política Económica

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