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¿A quién beneficia la rebaja fiscal de PP y Ciudadanos?

José Moisés Martín

12 de Agosto de 2018, 10:35

En economía, una de las primeras cosas que aprende un estudiante es la naturaleza del concepto coste. Un coste es, siempre, un coste de oportunidad, esto es, lo entendemos como aquello a lo que renunciamos para obtener un determinado bien o servicio; dicho de otro modo, la rentabilidad de la mejor inversión alternativa a la que hemos decidido realizar. Así, cuando nos pasamos una tarde jugando a los videojuegos, el coste corresponde a la rentabilidad que habríamos obtenido de dedicar ese tiempo, por ejemplo, a estudiar idiomas. El concepto de coste de oportunidad es muy manejado en políticas públicas, donde recursos escasos deben destinarse a necesidades prácticamente infinitas: ¿es mejor invertir más en educación o en sanidad? ¿Debemos mantener el poder adquisitivo de las pensiones o apoyar a la infancia? Los recursos no son infinitos y el decisor público se ve envuelto en numerosos dilemas para los cuales no hay una fórmula sencilla.

Para una sociedad que viviera en un estado de laboratorio, la ciencia económica ha dotado de numerosas herramientas que permitirían orientar adecuadamente la acción. Por ejemplo, destaca entre todas ellas el Análisis Coste-Beneficio, pero podríamos citar también herramientas más complejas como modelos de equilibrio general computable o ejercicios de análisis multicriterio ex ante. El new labour puso en valor el concepto de evidence-based policies, o políticas basadas en evidencias, que conllevan una aproximación metodológica para poder identificar qué políticas públicas son las más adecuadas. De entre este conjunto de pruebas, han destacado en los últimos años las evaluaciones experimentales o randomized control trials, que se han configurado como uno de los estándares internacionales de ayuda en la toma de decisiones. Así que herramientas no faltan.

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Pero el mundo real es mucho más complejo y estamos rodeados de infinidad de intereses personales y sociales, y muchas veces la coalición de intereses es más poderosa que la necesidad de modificar algún aspecto de las políticas públicas. Vivimos insertos en un mundo en el que un grupo de interés particular puede promover la subida o bajada de un impuesto que les perjudica, planteándolo como una cuestión de interés general, sin atender al coste de oportunidad que puede suponer en otras políticas públicas. Otras veces, sencillamente, olvidamos que algunas decisiones no responden al marco discursivo en el que se plantean, sino que pueden avanzar en la dirección contraria. Ese juego de intereses colectivos, personales y generales, y de las disputas en la interpretación y manejo de los mismos, es lo que solemos llamar política. Y es muy difícil separar las políticas –las policies– de la política –politics.

Y es desde este punto de vista desde el cual merece la pena examinar el acuerdo sobre la rebaja fiscal al que han llegado Ciudadanos y el Partido Popular para sacar adelante el techo de gasto de 2018. Un acuerdo que implica una rebaja sustancial de impuestos para aquellos que se encuentran en el tramo de rentas de entre 12.000 y los 17.000 euros, suponiendo que los contribuyentes que cobran entre 12.000 y los 14.000 euros anuales no pagarán IRPF y los que cobren entre 14.000 y 17.000 euros recibirán una reducción adicional a las ya planteadas en 2014 y 2015. El acuerdo incluye también una forma de impuesto negativo para aquellas personas con dependientes a su cargo. A primera vista, y según sus portavoces, esta medida permitirá aliviar la carga fiscal de un segmento particularmente castigado por la actual estructura impositiva, la llamada clase media trabajadora, que recibe con satisfacción esta rebaja de impuestos. Hasta el momento, todo bien.

Pero examinemos la letra pequeña. El primero de ellos es la focalización en ese tramo de renta. De acuerdo con las estadísticas de IRPF de 2015, las últimas disponibles, el grueso de la ayuda que supone esta rebaja no se concentra en los tramos de rentas más bajas, sino en los tramos medianos: en 2015, un 24% de los contribuyentes declaraban entre 12.000 y 21.000 euros de renta anual, mientras que un 40% declaraba menos de 12.000 euros. Es este 40% más pobre el que no obtendrá ningún beneficio de la medida. Así que de primeras podemos señalar sin paliativos que ésta no favorece a las rentas más bajas, sino a las medias-bajas. La propuesta de Ciudadanos no se dirige a mejorar la cohesión social, sino a mejorar la situación de la llamada clase media trabajadora. Cabe recordar que, de acuerdo con el Consejo Económico y Social,  el promedio de descenso de renta en el 40% más pobre –ese 40% al que esta medida no afectarᖠfue del 24,4% en términos reales entre 2008 y 2013, mientras que la reducción de renta para los deciles que van a ser los principales beneficiarios del acuerdo fue del 16,9%: es decir, ni la medida está destinada a la población con rentas más bajas, ni tampoco a los más perjudicados por lo peor de la crisis.

Así que el primer argumento para defender esta bajada de impuestos parece bastante débil. Examinemos ahora los costes de oportunidad: se ha calculado que el coste de la medida suponen unos 2.000 millones de euros. Cabría preguntarse para qué se puede utilizar esa cantidad en un contexto de ingresos públicos muy por debajo de la media de la Unión Europea y la 'eurozona' –hasta siete puntos–, un gasto social sensiblemente inferior al promedio de ambas y unas tasas de pobreza y desigualdad por encima de la media de nuestros países de referencia –particularmente, en pobreza infantil.

Esos 2.000 millones podrían haber supuesto, por ejemplo, prácticamente triplicar el esfuerzo de 2015 en rentas mínimas de inserción en las comunidades autónomas –1.351 millones de euros en 2015, últimos datos publicados. Podrían haber significado revertir todos los recortes realizados entre 2009 y 2014 en protección a la familia y la infancia (de 15.900 millones de euros en 2009 a 13.600 en 2014) en un país con una tasa de pobreza infantil muy por encima de la media europea. Ese dinero podría haber supuesto una transferencia a parte de las 640.000 familias que en España no reciben ningún tipo de renta según la Encuesta de Población Activa. Fuera de las políticas sociales, estos 2.000 millones de euros podrían haber hecho equivalente nuestra I+D pública al promedio de la eurozona (0,57% del PIB frente al 0,75%).

Son sólo algunos ejemplos. El acuerdo entre Ciudadanos y el Partido Popular podría haber destinado estos recursos –por cierto, que no sobran en un país con un déficit público estructural por encima de los requisitos de la Unión Europea– a financiar o apoyar una serie de políticas que se dirigieran con mayor precisión a aquellos que más han sufrido las consecuencias de la crisis, o al menos a reforzar los sectores que deberían contribuir a fortalecer nuestro modelo de crecimiento para generar más empleo y de mayor calidad. Pero han decidido dejarlo en el bolsillo de los ciudadanos. Es una decisión muy difícil de justificar desde un estricto análisis coste efectividad del gasto fiscal. Y mucho más fácil desde el punto de vista de intentar hacer valer su posición frente a su votante potencial: la clase media que tiene una relación conflictiva con los impuestos que paga –por mucho que esos impuestos, como sabemos por todas las evidencias por las que se puede medir, son proporcionalmente menores que en los países de nuestro entorno.

Liderar es a veces contar cosas difíciles a los votantes, como que sin ingresos suficientes no podemos sostener nuestro estado social.  Si la nueva política renuncia a asumir ese liderazgo, aporta mucho menos de lo que estábamos esperando que hicieran.

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