12 de Junio de 2017, 20:56
El fin del "consenso permisivo" en los años noventa y la pésima gestión comunitaria de la gran crisis abierta en 2008 han atizado como nunca antes las críticas al establishment europeo, sobresaliendo las de sus "extremos" partidistas. Aunque las motivaciones de derechas e izquierdas radicales no son las mismas, la coincidencia objetiva de ambas en numerosas dimensiones es un hecho, aún siendo cierto que en las primeras predomina el rechazo frontal de cualquier tipo de integración europea, mientras que en las segundas lo habitual es reclamar "otra" Europa. Es decir, las derechas radicales cada vez más rechazan - como cuestión de principio- la vinculación supranacional, mientras que las izquierdas radicales suelen oponerse al actual proceso de construcción europea., pero no a la idea misma de tal proyecto, siempre con excepciones en ambos espectros.
La disfuncional arquitectura institucional comunitaria, sus procedimientos abigarrados y opacos de toma de decisiones y su escasa legitimidad popular por los duros costes sociales de sus políticas de austeridad ortodoxa a ultranza son factores que explican el auge no sólo del euroescepticismo, sino incluso de la eurofobia. Muchos partidos radicales están canalizando el hartazgo y la desesperación de sectores populares que se sienten marginados, más allá del signo ideológico específico de unos y otros. Todos estos partidos compiten por un electorado bastante similar de "perdedores". No deja de ser llamativo constatar el no pequeño espacio de cuestiones en las que se producen coincidencias: rechazo del "sistema", de la globalización y de Bruselas, de ahí que se disputen franjas electorales que se sienten perjudicadas por estos factores. No obstante, hay diferencias en el orden de prioridades: la derecha radical enfatiza la soberanía nacional con tonos chauvinistas y xenófobos, de carácter esencialista y étnico, mientras que la izquierda radical centra sus críticas en el neoliberalismo por su carácter oligárquico y antisocial.
Lo cierto es que las críticas a la UE se focalizan en tres grandes dimensiones: identidad cultural, control político y modelo socio-económico. Las derechas radicales rechazan frontalmente la unión política supranacional europea- reputada artificial e impositiva- ya que supondría la laminación de las verdaderas patrias. Al súper-Estado europeo en ciernes se le atribuyen todos los males posibles: centralismo político, burocratismo administrativo, elitismo tecnocrático, intrusismo económico y homogeneización cultural. La exaltación nacional tiene una intensa connotación xenófoba en el discurso ultra: la inmigración habría aumentado la delincuencia, amenazaría a la civilización occidental (de ahí la islamofobia) y tendría elevadísimos e insoportables costes para el bienestar nacional. Además, la derecha radical acusa a las autoridades comunitarias de antidemocráticas por su elitismo y opacidad y lesivas para los pueblos por sus recetas neoliberales globalizadoras (los ultras son proteccionistas y partidarios del welfare chauvinism que excluya a los "ajenos").
Por su parte, las izquierdas radicales denuncian las políticas neoliberales de la UE que sólo favorecerían a los grandes especuladores financieros. Para los partidos de esta familia ideológica las políticas económicas de la "troika" agravan las desigualdades sociales, la precariedad y la marginación social, además de haber vaciado de sentido la democracia representativa. Quizás uno de los elementos más contradictorios de la izquierda radical sea el de la soberanía nacional: siendo evidente su rechazo de cualquier concepción étnica y xenófoba de la misma, algunos partidos de esta orientación defienden aquel viejo principio frente a Bruselas. En este caso, tal política es asumida con el argumento de que la UE es un agente más de la globalización capitalista y, en este sentido, aunque el Estado nacional no sería la meta final de la historia, de momento debe ser defendido por el carácter antidemocrático y antisocial de las autoridades comunitarias. La reivindicación de la primacía nacional se haría no desde presupuestos excluyentes- como hace la derecha radical-, sino por razones democráticas: serían las insuficiencias democráticas de la UE las que no aconsejarían seguir transfiriendo parcelas de soberanía en tal entidad mientras no sea reformada a fondo.
En la comparación de ambos espectros se constata que hay más eurofobia en la derecha radical que en su contraparte de izquierdas pues, pese a las coincidencias señaladas, es cierto que hay diferencias ideológicas no menores (sobre todo en políticas migratorias). Esto no quita que ambas familias políticas enjuicien muy severamente al entramado comunitario, del que se sienten lejanos, y su fuerza radica en saber captar el malestar y la protesta de amplios sectores que se sienten marginados y perdedores. La derecha radical hace una defensa absolutista del mítico principio de la soberanía nacional al que todo debe subordinarse, mientras que la izquierda radical centra su discurso en la denuncia de las desigualdades que introduce el actual modelo socio-económico neoliberal.
A la hora de proponer soluciones, la derecha radical está optando cada vez más por abandonar y desintegrar la UE- incluso como mera entidad de cooperación económica-, mientras que la izquierda radical argumenta la necesidad de ir hacia "otra" Europa, sin ser demasiado precisa al respecto. El mito de la soberanía nacional tiene una consecuencia muy clara: el frontal y unánime rechazo de los ultras a la supranacionalidad política, un escenario que tampoco comparten algunos partidos de la izquierda radical (notoriamente los viejos partidos comunistas). En cambio, las formaciones de tipo postcomunista podrían aceptar formas de eventual federalización política europea, pero con condiciones muy estrictas: una plena democratización de la UE y una reversión total de las actuales políticas neoliberales.
El principal elemento diferenciador entre ambos espectros se da en la cuestión migratoria: para las derechas radicales la civilización europea estaría ante una amenaza mortal derivada de la supuesta "invasión" de extracomunitarios, en su gran mayoría musulmanes que no resultan integrables a "nuestros valores" por su horizonte mental y cultural. Ni qué decir tiene que las izquierdas radicales rechazan por completo tales prejuicios, están abiertas a la recepción de inmigrantes y pugnan para que se les reconozcan sus derechos en sociedades multiculturales.
Se ha señalado que ambas familias políticas comparten, en gran medida, pulsiones populistas y aunque el término es controvertido y polivalente, es cierto que son detectables algunas coincidencias en esta línea: la esquemática contraposición entre unas élites privilegiadas (y corruptas) y un "sano" pueblo al que se le recortan sin cesar sus derechos. Es precisamente el gran nicho de desencantados de la vieja socialdemocracia el que está siendo capturado por tales formaciones en proporciones diferentes según los países, pero el dato es innegable.
En conclusión, derechas e izquierdas radicales son un reflejo de errores y carencias de la UE y de los partidos tradicionales, lo que exigiría una verdadera "refundación" de ésta, pero esta idea- a veces sugerida por algún miembro del establishment comunitario- hasta ahora no ha pasado de las mera declaración retórica. Si es imposible revertir el neoliberalismo y el estilo elitista de conducción de la UE, los partidos convencionales no deberían sorprenderse de que la contestación siga creciendo. Se ha podido parar a Wilders y Le Pen, pero esto no durará indefinidamente: esta es la lección que deberían aprender los responsables de la UE y, más en particular, los gobernantes de Alemania que son los que bloquean los verdaderos cambios estructurales que necesita la integración europea si quiere ser democrática y social.