Recientemente ha surgido cierta polémica en torno a la relación existente entre desigualdad, crecimiento y bienestar individual. Debido a la complejidad para entender este vínculo y a la falta de una relación unívoca entre ambos fenómenos, nos urge matizar el debate con la intención de ser coherentes en la línea argumental y en el uso de la evidencia que soporte el discurso que se persiga. Y es que, si de algo podemos estar seguros en los debates académicos, es que la rotundidad y el cierre conclusivo de los mismos distan de estar cerca. Cualquier evidencia ha de ser testada desde distintos ángulos y recurriendo a diferentes metodologías y, como mucho, conseguiremos cierto consenso sobre el que plantear las políticas económicas correspondientes.
Dicho esto, el objetivo de este artículo no es el de explicar la totalidad de la evidencia disponible con respecto a las relaciones entre desigualdad y crecimiento. Por el contrario, pretendemos matizar algunos de los artículos citados recientemente en el debate que nos ocupa.
En primer lugar, recurrir al uso de estudios que aborden desde una óptica amplia la relación entre desigualdad y crecimiento es una buena manera de empezar el discurso. Ejemplos de esto los encontramos en los artículos que revisan la literatura o los meta-análisis. Un ejemplo de esto último sería el paper de
Neves et al. (2016). Estos autores analizan una colección de 28 artículos para los años 1990-2014 en los que se analiza la relación entre la desigualdad de ingreso (índice de Gini) y el crecimiento (tasa) del PIB. Estos estudios contemplan en su mayor parte muestras con los países desarrollados, pero también incluyen países en desarrollo, de modo que puedan diferenciar el efecto de la desigualdad en ambos tipos de países. Así, los autores llevan a cabo dos conjuntos de estimaciones (para el lector interesado,
aquí se incluye una nota técnica), concluyendo que el impacto medio de la desigualdad sobre el crecimiento es negativo y estadísticamente significativo, si bien es cierto que este impacto es tan reducido que prácticamente no tendría efectos económicos en los países.
Dada la disparidad de los estudios que manejan, los autores se plantean una pregunta: ¿el impacto de la desigualdad es homogéneo e idéntico en todos los estudios? La respuesta es que no. Neves et al. (2016) llevan a cabo varios test de "homogeneidad" para terminar concluyendo que ese impacto medio que obtienen (significativo pero con poca relevancia económica) está escondiendo múltiples efectos cruzados internos que han de desentrañar. Es más, este efecto medio no es homogéneo pues existen varios sesgos de publicación que han de depurar en sus análisis. Estos sesgos pueden tener distintos orígenes: (1) puede ser más fácil publicar artículos con impactos significativos estadísticamente; (2) puede existir cierta tendencia a que los estudios que se publiquen vayan en una dirección u otra (positiva o negativamente); (3) también puede darse el caso de que los estudios sigan un "patrón temporal" en el cual es más fácil publicar artículos empíricos si tratan de analizar alguna teoría nueva; y (4) debido a la disponibilidad de datos, también es posible que sea más fácil encontrar más estudios para unos países que para otros.
Una vez obtenidas estas conclusiones preliminares, los autores van atendiendo a cada uno de estos posibles sesgos, los explican, los corrigen y plantean diferentes métodos de estimación. Gracias a ello, obtienen que los sesgos más relevantes estadísticamente atienden a los puntos 1 y 3, es decir, los estudios sobre desigualdad y crecimiento que se suelen publicar muestran resultados significativos estadísticamente y responden a cierto patrón temporal. Finalmente, encuentran que la desigualdad de ingreso sí afecta negativamente al crecimiento, especialmente en los países en desarrollo. Por último, no sólo consideran esta desigualdad de ingreso, sino que amplían su análisis a la desigualdad de riqueza, la cual resulta aún más perniciosa para el crecimiento.
El segundo caso trata sobre el artículo de
Voitchovsky (2005). Como explicamos, no es cierto que debamos crear un totum revolutum para observar una relación negativa entre desigualdad y crecimiento: es posible encontrarla en ese mismo trabajo, pero también en otros numerosos estudios donde se distingue entre el efecto en distintas partes de la distribución o entre diferentes tipos de países (sugerimos echar un vistazo a
Dabla-Norris et al. 2015 o
Herzer y Vollmer 2012). La razón para tomar con cautela los resultados de Voitchovsky reside tanto en la falta de consistencia entre las distintas especificaciones, como en la muestra utilizada. Veamos.
Cuando intenta medir, de forma individual, el efecto de la desigualdad en distintas parte de la distribución sobre el crecimiento, obtiene que ninguno de estos es significativo. Pero es que tampoco encuentra ningún efecto cuando incluye las tres medidas de desigualdad a la vez (Gini, ratio 50/10 y ratio 90/75). Aunque las tres, en conjunto, aportan "información" a esta relación, individualmente ninguno de los coeficientes muestra una relación distinta de cero. Realiza otras dos pruebas incluyendo pares de estas medidas (Gini con 90/75, y 90/75 con 50/10). Una vez más encuentra resultados que no son concluyentes. Es decir, en unos casos no encuentra relación, en otros encuentra que puede haber un efecto positivo y otro negativo (el ratio 90/75 y el Gini), y en otros encuentra que la desigualdad "en la parte alta" de la distribución no tiene ningún efecto mientras el efecto de "la parte baja" tiene un impacto negativo sobre el crecimiento.
Tras hacer estas pruebas, procede a utilizar un método de estimación alternativo y encuentra que el ratio 90/75 es significativo y positivo al incluirlo, de nuevo por pares, junto al Gini y el ratio 50/10. Este último método, como se explica más abajo, necesita una cantidad de países y años observados suficientemente grande como para "sacarle" información a lo que estamos observando. Claramente este es un punto que juega en contra de Voitchovsky, donde algunas de las especificaciones más relevantes (entre ellas la comentada en este párrafo) cuentan con 60 observaciones para 21 países. En resumen: la autora encuentra efectos negativos de la desigualdad sobre el crecimiento cuando se concentran en la parte baja de la distribución, y positivos cuando ocurre en la parte alta, pero dista de ser una relación concluyente como para tomarla con demasiado aplomo. La relación es tan compleja que, de hecho, el artículo de Dabla-Norris et al., a pesar de utilizar quintiles de renta en lugar de ratios, encuentra que una mayor acumulación en la parte alta de la distribución es negativa para el crecimiento mientras un mayor peso de las rentas bajas (clases medias) contribuye positivamente.
Respecto a la relación entre estas dos variables según el tipo de país, un trabajo relevante que destaca tanto por el diseño de la estrategia empírica como por utilizar datos más completos es el enlazado arriba de Herzer y Vollmer. Estos autores utilizan un panel formado por una muestra de 46 países desde 1970 a 1995, generando un número total de 1.196 observaciones -algo lejos de las 60 con las que cuenta Voitchovsky-. Al hacer distinción entre países desarrollados, en desarrollo, democráticos o no, encuentran que para todos los sub-grupos el efecto de la desigualdad en el crecimiento del PIB per cápita a largo plazo es negativo.
El problema con el tercer trabajo que se menciona,
Kolev y Nieuhes (2016), es la dificultad de considerarlo relevante. Dos trabajos anteriores de similares ejercicios,
Ostry et al. (2014) y
Cingano (2014) mostraban una relación negativa entre crecimiento y desigualdad. En ambos casos se estimaban relaciones econométricas que trataban de eliminar lo que en este mundo llamamos sesgo. Esto quiere decir que la correlación (o causalidad) negativa o positiva entre dos variables pueden estar estimadas erróneamente como consecuencia de la existencia de información limitada o cruzada entre variables que pueden "ocultar" la realmente existente. Es como si tuviéramos empañados los cristales de las gafas.
Lo interesante de estas técnicas es que limpiar esos "cristales" es factible, aunque se suele exigir una serie de requisitos, algunos que no vamos a explicar aquí. Entre ellos que el número de países (N) y el número de años (T) en la estimación sea la mayor posible. Condición muy necesaria aunque no suficiente. Así, Ostry dispone de información para 189 países desde 1960 hasta 2010, siendo de los tres el que sin duda reporta más heterogeneidad en la información disponible, lo que optimiza la cantidad de información necesaria para estimar los resultados que se buscan. Por el contrario, además de que Kolev y Nieuhes no reproducen exactamente el mismo trabajo que Ostry, y que los resultados econométricos no están sometidos a un amplio análisis de robustez, la muestra es mucho menor, es decir, T y N son menores. Esto tiene implicaciones en la estimación: para poder saber quién se mueve necesitamos que lo haga mucho (N) y durante mucho tiempo (T). De hecho, replicando el trabajo de Kolev y Nieuhs con datos de Ostry aún se encuentra relación negativa excepto cuando la muestra baja de 300 datos, lo cual es llamativo y señala que los resultados de estas dos economistas muy posiblemente están condicionados por el tamaño de la muestra.
El cuarto trabajo que se ha venido discutiendo estos días es el de
Castells-Quintana y Royuela (2017), donde se aborda la distinción entre desigualdad de oportunidades y de resultados. Existe un relativo consenso en que la primera es negativa para el crecimiento al no explotar adecuadamente las potencialidades de sus ciudadanos, generando una brecha entre resultados y esfuerzo. La segunda se argumenta podría ser positiva al reflejar distintos niveles de esfuerzo y productividades. Esto generaría los incentivos, dentro de un marco de igualdad de oportunidades, para explotar las potencialidades individuales y recibir la recompensa adecuada. Basándose en Castells-Quintana y Royuela, se ha llegado a afirmar no sólo que ese tipo desigualdad no daña el crecimiento, sino que incluso lo potencia.
El problema es que las conclusiones empíricas del trabajo no se corresponden con afirmaciones así. Los autores señalan en sus conclusiones que "nuestros resultados señalan, en línea con la literatura, que la alta desigualdad posee un efecto negativo en el crecimiento a largo plazo". Estos descomponen el efecto de la desigualdad sobre el crecimiento aislando el efecto de la igualdad de oportunidades y de resultados a través de la incorporación explícita de los canales de transmisión de cada tipo de desigualdad sobre el crecimiento económico. Específicamente, encuentran un efecto negativo y otro positivo de la desigualdad sobre el crecimiento tal y como lo plantea la hipótesis inicial, pero el efecto negativo explica aproximadamente el 80% de la desigualdad. Al promediar ambos efectos ponderando por su impacto sobre la desigualdad, encuentran un efecto neto negativo sobre el crecimiento cuya magnitud está en línea con la literatura previa. Es decir, a pesar de que exista un componente "positivo" de la desigualdad, Castells-Quintana y Royuela muestran que empíricamente dicho efecto es contrarrestado por el efecto negativo asociado a la desigualdad de oportunidades.
Por último,
se ha afirmado también en los últimos días que la desigualdad tiene efectos positivos sobre el bienestar de los individuos. Y en apoyo de ello se esgrime el trabajo de
Kelley y Evans (2017). El problema aquí es que, de nuevo, las conclusiones de ese trabajo no avalan una aseveración así. Lo que dicen Kelley y Evans es que la desigualdad tiene un efecto positivo sobre el bienestar de los individuos en los países en vías de desarrollo que no parece observarse en los países desarrollados. No es que la desigualdad aumente el bienestar, sino que los aumentos de renta o los cambios en las condiciones de partida ocasionan mejoras de la felicidad subjetiva, aunque ello genere desigualdad de la sociedad. Esto no ocurre en los países avanzados, donde mejorar sus ya de por sí elevados niveles de renta no conlleva los mismos efectos sobre el bienestar de los individuos.
En el penúltimo capítulo de su
Economic Rules que titula "When economists go wrong"-, Dani Rodrik observa que, siguiendo la
famosa distinción de I. Berlin, existen dos tipos de economistas. Los erizos son cautivados por una única idea los mercados son infalibles, la intervención pública es contraproducente-, que aplican incansablemente. Los zorros, en cambio, no trabajan con esa gran idea sino que afirman distintas visiones de las cosas algunas de ellas seguramente de forma contradictoria-. La solución que aportan los erizos a cualquier problema siempre puede ser predicha: la solución es (por ejemplo), mercados más libres -con independencia del contexto, la naturaleza exacta del problema, etc. Los zorros dirán que la solución "depende" -del contexto, de la naturaleza exacta del problema, etc. La economía, concluye Rodrik en ese capítulo en el que habla de los errores más frecuentes de los economistas, necesita más zorros y menos erizos. En ese espíritu, y no en otro, está escrito este artículo.
Borja Barragué, Gonzalo López, Jorge Díaz Lanchas y Kamal Romero también son autores de este artículo.